Carlos Fazio /V
Desde
hace varios años, en diversos estados de México −Michoacán incluido−,
el anclaje político de las organizaciones criminales de mercado exhibe
la falta de resistencia ética de la clase política frente a poderes
corruptores y violentos por naturaleza. La oscilante relación de
gobernantes, políticos regionales y las burocracias estatales con los
grupos delincuenciales transita de la seducción y la disuasión a la
intimidación, la resignación, la simbiosis, la cohabitación, la
colaboración y la cogestión.
Una mafia no pretende la desaparición del Estado, sino busca
debilitarlo, para vivir parasitariamente a la sombra del poder, como un
Estado paralelo o poder alternativo. Por lo general, los jefes de una
estructura criminal no hacen política ni tienen preferencias
ideológicas o partidistas; el mafioso es un puro animal económico, cuyo
patriotismo o afinidad político-ideológica están guiados por razones
estrictamente coyunturales y utilitarias. Es decir, por el pragmatismo
y el oportunismo puro.
En ocasiones, el
vive y deja vivirque subyace en la relación de proximidad del mundo político y criminal resulta falsamente alterado por esa oscura distribución de funciones, donde la legalidad viene siempre acompañada de favores ilícitos recíprocos de tipo contractual, que abarcan desde el intercambio de servicios, el control económico (extorsión y flujos criminales) y social (mediación, regulación y arbitraje) y la corrupción que propicia la protección y benevolencia policial y judicial a cambio de remuneraciones.
Algo de eso ha estado ocurriendo desde 2013 en Michoacán. Como en
una montaña rusa, el estado entró en una fase de turbulencia donde se
alternan de manera irregular picos cortos de
represiónselectiva y descensos rápidos de la vigilancia estatal y federal. Se trata de un periodo confuso y cambiante, que de la mano de la propaganda sensacionalista del régimen provoca emoción y excitación públicas, pero no supone una clara y firme voluntad política de largo plazo, sino parece responder a un
ajuste, a un nuevo pacto de no agresión y/o de
normalizacióndel maridaje entre los actores de la criminalidad y la legalidad político-empresarial, con miras a un nuevo reparto de los mercados ilícitos.
La cuestión tiene que ver con la invisibilidad de lo visible. En
artículos precedentes afirmamos que autoridades responsables del
monopolio de la fuerza pública delegaron de manera formal e informal,
activa o pasiva, misiones policiales, de seguridad o mantenimiento del
orden a grupos de civiles armados de dudosa credibilidad o francamente
criminales. Ahora, de nueva cuenta, como parte de una transacción
simple se busca un descenso de las estadísticas criminales a cambio de
la tolerancia hacia la explotación de algunos sectores criminales.
Ergo, un nuevo modus vivendi y de cogestión de la seguridad.
En ese contexto destaca, por su profusión, la nueva temporada de
videoescándalos. En las filtraciones mediáticas aparece Servando Gómez,
alias La Tuta −presunto líder de Los caballeros templarios−,
en sucesivos encuentros individuales con funcionarios del Partido
Revolucionario Institucional. Entre ellos, el ex gobernador interino
Jesús Reyna; el ex diputado y dirigente transportista José Trinidad
Martínez Pasalagua; el ex edil de Apatzingán Uriel Chávez (sobrino de
Nazario Moreno, fundador de La familia michoacana); las ex
alcaldesas Salam Korrum, de Pátzcuaro, y Dalia Santana, de Huetamo, y
el ex mando de la Fuerza Rural de La Ruana, Antonio Torres González ( El americano), hombre de confianza del comisionado especial Alfredo Castillo. Además del que exhibe, francamente relajado y en abierto
plan de negocioscon La Tuta, a Rodrigo Vallejo Mora (hijo del ex gobernador Fausto Vallejo), acusado de cobrar derecho de piso, establecer contactos con políticos y empresarios y facilitar operaciones de lavado de dinero, a quien sólo se le dictó auto de formal prisión por encubrimiento.
Más
allá de su uso político y con fines de distracción por agentes de
seguridad del gobierno federal, los videos, incluido el más reciente
que muestra al comandante de la Fuerza Rural de Buenavista Tomatlán,
Estanislao Beltrán, Papá Pitufo, con una persona identificada como Nicolás Sierra, presunto miembro de Los viagras −brazo armado de La familia michoacana y Los caballeros templarios−, vienen a evidenciar la simbiosis y/o colusión del PRI local y el comisionado Castillo con ese grupo de la economía criminal.
Por otra parte, no es ningún secreto que sectores enteros de la
población en áreas rurales aisladas, semirrurales y urbanas dependen de
los recursos gestionados por grupos delincuenciales y por esos actores
híbridos −contaminados por el crimen− que son las élites políticas,
económicas y administrativas en las diversas entidades del país. La
población no tiene más remedio que someterse a una élite
político-criminal que gestiona y distribuye favores, recursos y
privilegios (adjudicación de contratos públicos, subvenciones,
autorizaciones administrativas, puestos de trabajo en el sector estatal
y municipal, etcétera). El resultado de esa relación de dependencia e
intercambio es el surgimiento de un vínculo triangular complejo entre
grupos delincuenciales, las élites política y económica y una población
subordinada y pasiva.
En buen romance, los empleos de miles de mexicanos y mexicanas
dependen de esa interrelación facciosa entre jefes criminales,
políticos y gobernantes retribuidos con votos y dinero. Así, el trabajo
criminal puede convertirse en empleo masivo en muchas partes del país.
La moraleja es obvia: en nuestro capitalismo salvaje, donde el Estado
providencia del
nuevo PRIde Enrique Peña Nieto no llega, la mafia providencia redistribuye recursos y genera empleos. Además, esa colusión-cogestión amafiada puede, al final, ser fuente de consenso social y popularidad en el contexto de un Estado de excepción permanente.
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