De
acuerdo con la definición de Miguel Bonasso (Terrorismo de Estado,
1990) el terrorismo de estado es “… un modelo estatal contemporáneo que
se ve obligado a transgredir los marcos ideológicos y políticos de la
represión "legal" (la consentida por el marco jurídico tradicional) y
debe apelar a "métodos no convencionales", a la vez extensivos e
intensivos, para aniquilar a la oposición política y la protesta
social, sea ésta armada o desarmada.” El ataque perpetrado el pasado cinco de junio en Xalapa
en contra de ocho estudiantes de la Universidad Veracruzana cumple sin
duda con los elementos básicos de la definición citada. Veamos por qué.
La coyuntura política en la que se dio el ataque estuvo marcada
por el proceso electoral en un municipio que claramente ha demostrado
su oposición al PRI en los últimos años. El movimiento #YoSoy132 tuvo
en Xalapa la fuerza suficiente para distinguirse en al ámbito nacional
por su vitalidad y empuje. Pero además, las acciones encabezadas por
estudiantes universitarios fortalecieron la tendencia opositora al
darle el triunfo a AMLO en todo el estado y en la capital del estado,
en donde el PRI no ganó una sola casilla para la diputación federal,
triunfó ampliamente al candidato a diputado federal del PRD. Hoy se
vuelve a repetir la historia pero con Morena. Sin duda estamos frente a
un agravio para los mapaches pero sobre todo para un gobierno
acostumbrado al carro completo.
Xalapa ha sido testigo de un
crecimiento importante del movimiento estudiantil en los últimos años,
particularmente en la Unidad de Humanidades en la que se concentran las
carreras de Sociología, Historia, Letras, Idiomas y Antropología. El
movimiento estudiantil ha contribuido de manera importante a que
distintas protestas tomen fuerza y sean visibles incluso fuera del
estado. Al mismo tiempo ha construido opciones de participación entre
las que destacan el Comedor Autónomo, localizado en Humanidades, así
como acciones de ocupación urbana como en su momento lo fue Casa
Magnolia. Lo anterior es sólo la punta de iceberg de una corriente
crítica en el estado, encabezada por el movimiento estudiantil, que ha
generado la creación de grupos y colectivos dirigidos a la formación
política y el trabajo comunitario.
Esta vitalidad del
movimiento estudiantil ha sido sin lugar a dudas una piedra en el
zapato del gobierno estatal, el cual ha respondido con ferocidad. Baste
recordar la represión llevada a cabo por fuerzas regulares acompañadas
de los habituales ‘civiles’ la noche del 15 de septiembre de 2013,
cuando estudiantes y reporteros fueron agredidos sin miramientos en la
plaza principal de la ciudad, al mejor estilo del gangsterismo
político. A este hecho habría que agregar todas las intimidaciones y
amenazas sufridas por estudiantes vía telefónica o directamente al
mantenerlos ‘vigilados’ que sólo eventualmente llegan a las páginas de
los periódicos y que sistemáticamente ignoran las autoridades
encargadas de la seguridad pública.
La utilización de ’medios
no convencionales’ por parte del gobierno veracruzano para contener el
malestar social y la oposición crítica no se ha dirigido exclusivamente
a los estudiantes sino a periodistas, miembros de ONG’s y a todo
aquello que esté en contra de la dinámica estatal. El caso de las
desapariciones forzadas en el estado no puede ser excluido de la
dinámica represiva así como los feminicidios y los secuestros. Es
difícil ignorar que, frente al debilitamiento de la legitimidad de las
instituciones y la necesidad de imponer la venta de los recursos
naturales del estado, las autoridades en Veracruz han decidido utilizar
todos los medios posibles a su alcance para contener la protesta
social.
En el caso que nos ocupa, el ataque a ocho
estudiantes no responde exclusivamente a una lógica determinada por el
proceso electoral y la impotencia de los dueños del poder frente a la
derrota en Xalapa. En realidad forma parte también de la lógica
represiva estatal porque al perder claramente la capacidad de responder
a las demandas de la ciudadanía ha decidido echar mano de la fuerza
para salir adelante con sus proyectos políticos y su necedad en
mantener un modelo de desarrollo a todas luces incompatible con los
intereses de las mayorías.
Al final, el ataque a los
universitarios demuestra no sólo la crispación de las autoridades
frente al crecimiento y organización de la protesta social sino un odio
profundo (¿odio jarocho?) hacia los estudiantes que con su enorme
vitalidad y generosidad han mantenido viva la oposición pública al
gobierno. En un estado caracterizado por los altos niveles de violencia
social y el enorme costo que implica la protesta para sus integrantes,
los estudiantes universitarios han demostrado su inquebrantable
compromiso ético, defendiendo los principios básicos de una sociedad
que aspita a la democracia como su eje central. El ataque perpetrado el
pasado cinco de junio en Xalapa contra los ocho estudiantes es un
crimen de odio (la saña con que fueron golpeados y luego la negligencia
de las autoridades de seguridad para atenderlos lo confirman), para
intimidar no sólo a los estudiantes activistas sino a todos aquellos
que estén dispuestos a convertir la protesta en un acto de dignidad. Al
igual que la desaparición forzada de los estudiantes normalistas de
Ayotzinapa representa sin lugar a dudas una muestra más en la dinámica
del terrorismo de estado que vivimos.
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