Pedro Miguel
En
pleno proceso electoral el peñato distribuyó 10 millones de receptores
de televisión entre los hogares de escasos recursos. Varios partidos
impugnaron este descarado intento de orientar el voto popular hacia el
PRI, pero las autoridades electorales concluyeron que no había nada de
malo en el proceso y dieron luz verde al régimen para que siguiera
garantizando el derecho de los pobres a ver el Canal de las Estrellas y
el derecho de éste a seguir teniendo una audiencia masiva
independientemente de apagones analógicos. No se ha podido documentar
–ni se podrá– que la entrega de todos y cada uno de los aparatos
televisivos haya redituado uno o más sufragios al tricolor, pero los reclamos de personas que dieron su voto a cambio de una tele que nunca llegó (véase)
son suficientes para poner en duda la legitimidad de la mayor parte de
los 11 millones de votos atribuidos al PRI por la instancia electoral
que le permitió ese y otros desaseos.
Pero, desde luego, el regalo masivo de teles (calculando cien
dólares por unidad, que sería bajísimo, tuvo que costarle al erario la
bonita suma de 15 mil millones de pesos, más moches, comisiones y
gastos de distribución) no fue el único, ni acaso el más importante de
los múltiples operativos de distorsión de la voluntad popular. PRI, PRD
y PAN compraron votos al mayoreo, tanto en efectivo como con despensas,
tinacos, materiales de construcción y demás, coercionaron el sufragio
de empleados públicos y, en el caso capitalino, los perredistas
exhibieron comportamientos abiertamente gangsteriles en contra de sus
opositores. También se han dado casos de manipulación burda de los
resultados en el interior de las instituciones electorales. Y qué decir
del voto corporativo de Nueva Alianza, que controla vía nómina a los
maestros afiliados al SNTE, o de las inversiones multimillonarias (e
ilegales) del Verde, toleradas por el INE y el Tribunal Electoral.
Lo más grave, en distintos puntos del país el gobierno peñista puso
todo su peso para exacerbar y ahondar los agravios, conducir a los
movimientos sociales a la exasperación, ejercer a su vez una violencia
represiva desmesurada e inhibir de esa forma el ejercicio democrático
ciudadano.
Adicionalmente, la campaña por el voto nulo –que no tiene nada que
ver con los movimientos sociales mencionados– sirvió objetivamente a la
perpetuación del gobierno oligárquico y da la impresión de que éste
buscó la dispersión del sufragio opositor organizado mediante el
impulso a trasmano de candidaturas
independientes, cuya norma fue el fracaso, pero cuyas excepciones triunfantes (El Bronco, en Nuevo León, y el joven Kumamoto, en Jalisco) se muestran, a posteriori, con una pasmosa ausencia de principios, programa y plataforma.
La
elección del 7 de junio exhibió, en suma, la panoplia de viejos y
nuevos instrumentos del régimen para legitimarse por la vía electoral
pero deja en evidencia también su extrema debilidad. Debe revisarse el
uso común de la expresión
voto duro, entendido como fidelidad ideológica, identitaria y afectiva de segmentos del electorado hacia determinada fuerza política, porque en el caso de las cinco facciones del Pacto por México (PRI, PAN, PRD, Verde y Nueva Alianza) se ha reducido al mínimo y ha sido remplazado por la mera capacidad de compra, inducción y coerción del sufragio.
Lo cierto es que es posible, si se empieza a construir una gran
confluencia de organizaciones y fuerzas opositoras, construir un frente
capaz de quitarle al Pacto por México la mayoría absoluta en el ámbito
electoral y el control clientelar y corporativo, en lo social, y si eso
se consigue no habrá maniobras fraudulentas capaces de revertir el fin
del régimen.
Aún queda por delante, en este proceso electoral, el trecho fatigoso
de las impugnaciones y los procesos judiciales, y ya hay que empezar a
ejercer los cargos obtenidos por la verdadera oposición. Hoy más que
nunca se trata de una tarea colectiva en la que debe involucrarse la
ciudadanía que entregó su mandato y que debe vigilar su cumplimiento.
Al mismo tiempo, esa ciudadanía debe preservar, reforzar y multiplicar
sus vínculos con las causas populares y los movimientos ciudadanos. El
país requiere una demostración de que, pese a todo, el acceso a
posiciones de poder por la vía electoral puede ser un factor de triunfo
para las causas populares, que es posible y practicable impulsar el
rescate del país y de su población desde las instituciones y plantar
cara, desde ellas, a los intereses financieros y delictivos de los
capitales transnacionales. Hay que demostrar, por último, que es viable
el ejercicio de los puestos de representación popular para servir y no
para servirse.
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