La vida que lleva desde
que se jubiló la desconcierta. No se parece a la que le describieron
para cuando quedara libre de los horarios y las rutinas en el Instituto.
En aquella versión idílica de su
etapa doradaabundaban paseos, excursiones, clases de idiomas o de historia del arte, charlas interminables en algún café. Sobre todo, le dijeron, tendría la posibilidad de quedarse acostada hasta media mañana, recorrer las macroplazas, asistir a conciertos dominicales y después comer en algún restorancito o entrar a un cine.
Con la pensión que recibe no puede permitirse tantas libertades.
Además, hay algo que la mantiene sujeta a su ritmo anterior y sigue
prohibiéndose la inactividad: no quiere que la apatía y el descuido se
apoderen de ella con la misma silenciosa eficacia con que las plantas
silvestres remontan los muros de las casas deshabitadas.
II
A cambio de las ventajas de la jubilación, ella siente
que ha perdido contactos, amigos, oportunidades de convivencia y también
su nombre: Margarita. En boca de sus antiguos compañeros de trabajo se
convertía en Magos o simplemente en Tita. Vive sola. En su casa no hay
quien la nombre –excepto los viernes en que Judith va a hacerle la
limpieza. Para sus vecinos del Edificio H no es más que
la señora del 608. Los empleados del súper la saludan llamándola
señito. Las cajeras del banco se dirigen a ella como
doña Magui.
El responsable de la tintorería escribe su nombre en las notas de
remisión, pero jamás lo pronuncia. Su peluquero se limita a un afectuoso
mi reina Margaretcada vez que le pregunta:
¿Hoy qué vamos a hacerle en su pelito?La pedicurista que la atiende cada dos meses la tiene registrada en su agenda con nombre y apellidos, pero cuando platican le dice nada más
seño linda.
III
Aunque le desagrade aceptarlo, Margarita reconoce que su
mundo se ha enjutado como una fruta seca. Sus experiencias más allá de
la casa se reducen a las idas al súper, la tintorería, la farmacia, el
salón de belleza y el banco. Allí va todos los viernes, tal vez porque
cuando trabajaba en el Instituto ese era el día de pago y de comprarse
un cupcake en el cafecito de enfrente.
A varios de los asiduos a su banco ya los identifica por su atuendo
–la señora de la falda tableada–, sus tics –el hombre que tamborilea en
sus rodillas–, el tono de voz –la muchacha ronca–, su forma de quedarse
mirando el pequeño monitor donde se proyectan ofertas, recetas de
cocina, efemérides, hechos insólitos, consejos para conservar la
blancura de la ropa o el pan fresco durante una semana.
Margarita se esfuerza por interesarse en esa quincalla
informativa, pero siempre la atraen más las personas y sus
conversaciones. Por lo general tienen que ver con dinero, son murmuradas
y breves. Algunas la intrigan, despiertan su imaginación y daría
cualquier cosa por saber qué historias habrá antes y después de ciertas
frases:
Personas como yo siempre resultan incómodas.
Le dije que conmigo ya no cuente. Y que mejor no vaya a pedirme dinero porque no pienso darle ni un centavo.
Me preguntó si se me antojaba que nos saliéramos de la cena y le dije que sí. ¡Soy una bárbara!
IV
De todos los clientes del banco hay uno que a Margarita
le interesa en particular. Es un hombre mayor, muy alto, ligeramente
encorvado y camina con la cabeza baja, como si quisiera ocultar la
cicatriz que hunde su mejilla derecha.
Los viernes, en cuanto llega al banco y toma su ficha, Margarita lo
busca con la mirada. Si no lo ve sufre una leve decepción y se imagina
las cosas que puedan haber motivado la ausencia del hombre de la
cicatriz (como lo llama por no saber su nombre): un resfrío, una visita
inesperada, desidia o algún otro obstáculo pasajero que no le impedirá
seguir con sus visitas regulares a la sucursal bancaria.
Cuando el hombre de la cicatriz reaparece, Margarita se inclina para
ocultar su sonrisa y se pregunta si él también habrá notado su
presencia. En tal caso, es posible que la identifique en términos de
la señora delgadita que siempre espera su turno de pieo nada más como
la mujer que me encuentro los viernes en el banco.
Siempre llegan más o menos a la misma hora, pero nunca terminan de
hacer los trámites al mismo tiempo. De hecho, sólo una vez coincidieron
bajando las escaleras, pero ninguno de los dos dijo nada y en la puerta
tomaron direcciones contrarias. Rumbo a su casa Margarita vio un puesto
de flores y se detuvo a mirarlas. El comerciante eligió un ramo y la
incitó a comprarlo:
Llévese estos claveles. Están bien fresquecitos. Le aseguro que van a durarle, por lo menos, hasta el próximo viernes.
Sonriente, c
on el ramillete en la mano y la vaga sensación de haber hecho un compromiso, Margarita remprendió su camino.
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