Miguel Concha
Periódico La Jornada
La minería y sus
impactos negativos, así como el análisis de activistas, organizaciones
sociales y miembros de la academia, han estado cada vez más presentes
los últimos años en los debates públicos, y han sido motivo de protestas
y diversas acciones de los pueblos y comunidades a los que afecta.
Aunque el tema ocupa cada vez más el espacio de nuestras discusiones,
poco hemos conocido de los efectos perniciosos de la actividad minera
desde una visión de género. Por ello es muy oportuna la publicación que
ha realizado recientemente la organización Mujer y Medio Ambiente, en
colaboración con la alemana Fundación Heinrich Böll, titulada Miradas en el territorio: cómo mujeres y hombres enfrentan a la minería en México.
Desde el inicio, la investigación nos invita a la reflexión, y nos reta a
mirar de cerca, conocer mejor las realidades locales y, sobre todo, escuchar a las personas; específicamente escuchar a las mujeres. Para ello, Mujer y Medio Ambiente y la Fundación Heinrich Böll-México realizaron un estudio de tres casos: en la localidad de Carrizalillo, en Guerrero; las poblaciones de Nonoalco y Malila, en la región de Molango, Hidalgo, y la comunidad de Capulálpam de Méndez, en Oaxaca, en el que, con diferencias y matices, se muestran las relaciones entre hombres y mujeres muy tradicionales, que, sin embargo, permiten afirmar que el sistema patriarcal es funcional a la extracción minera, en cualquiera de sus modalidades.
La investigación muestra también cómo el control del territorio es
clave para el desarrollo de la minería. Y por ello, los derechos de
propiedad de la tierra, y las decisiones en torno a su uso, son
fundamentales para las comunidades. Sin embargo, el análisis, desde un
enfoque de género, es importante, pues las mujeres se encuentran
relegadas en sus derechos agrarios.
Independientemente del tipo de propiedad de la tierra, en todos los
casos estudiados las mujeres fueron excluidas de las decisiones de
vender, rentar o rechazar el uso de la tierra en favor de las empresas mineras. Los derechos de propiedad de la tierra han sido factores estructurales de la desigualdad de género en las zonas rurales, porque determinan el acceso a otros recursos naturales como el agua, el bosque, la flora y la fauna, y son la base de la organización y toma de decisiones en los ejidos y comunidades.
Por ejemplo, en Carrizalillo las mujeres representan 34 por ciento
del total de ejidatarios; a pesar de ello, las ejidatarias perciben que
no son tomadas en cuenta; existe un control masculino sobre la asamblea
ejidal, y su voz es limitada en las decisiones sobre el destino de la
tierra, de la renta minera y de las negociaciones. En Capulálpam,
paradójicamente, no existe una sola mujer comunera de forma activa. Como
se sabe, la promesa de empleos, de derrama económica, y el mejoramiento
de la calidad de vida son el principal argumento de las empresas para
persuadir a las comunidades a concesionar sus tierras, y hay una
tendencia por parte de las empresas a reivindicar a la minería como una
alternativa atractiva de empleo para las mujeres.
La escolaridad, no obstante, es el filtro principal, aunque no
exclusivo, para el acceso al trabajo, y ello resulta más complicado
para las mujeres, no sólo por la división sexual del trabajo, que las
coloca en el ámbito reproductivo, sino también porque generalmente
tienen menor escolaridad y participación en las carreras técnicas que
demanda la industria minera. La promoción de la igualdad de género es,
en este caso, bastante retórica, más bien instrumental.
Las empresas dicen cumplir con los estándares de
responsabilidad social, entre otras razones como un medio para mejorar su prestigio y contrarrestar las fuertes críticas, pero hacen a un lado los principales acuerdos internacionales relacionados con los derechos de las mujeres trabajadoras, como los Convenios 103 y 183 de la Organización Internacional del Trabajo, sobre protección de la maternidad; el Convenio 100, sobre igualdad en las remuneraciones, y el Convenio 111, sobre la discriminación en el empleo y la ocupación, entre otros.
En mayor o menor medida, la minería ha significado cambios
sustanciales en todos los ámbitos de la vida en las tres comunidades
estudiadas: actividades económicas, situación de los recursos naturales,
organización, servicios, salud, aspectos culturales y conflictividad
social y territorial. Estas transformaciones han remodelado las formas
de convivencia social y la obtención de los medios de vida,
reconfigurando la noción de desarrollo local. Se observa, desde la
perspectiva de género, un afianzamiento del control masculino sobre la
vida de las mujeres, a pesar de que ellas son parte fundamental del
sostén, no sólo de las familias, sino de las movilizaciones para hacer
frente al poder de las empresas. Con excepción de la integración de las
mujeres a la actividad minera, las opciones de autonomía económica son
limitadas y su participación en las decisiones comunitarias son
prácticamente nulas.
Finalmente, la noción de futuro en estos contextos muestra
diferencias entre las mujeres y los hombres. La investigación realizada
en las tres comunidades muestra que para las mujeres y hombres
entrevistados la minería no es deseable por los impactos negativos que
trae consigo: no genera desarrollo; no mejora sustancialmente la calidad
de vida y destruye al ser humano y su entorno.
A pesar de ello, y con excepción de Capulálpam, no se visualizan por
el momento otras formas de obtener empleo, ingresos, y de salir de la
marginalidad o pobreza. Cabe preguntarse si una mayor igualdad de género
en las luchas de resistencia y gestión
frente
al poder de las empresas mineras contribuirá a construir nuevas ideas
de desarrollo local, de bienestar y calidad de vida. Los pueblos y las
comunidades tienen la palabra.
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