El
recorte al presupuesto público de 2015 por 124 mil millones de pesos,
anunciado ayer por el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito
Público, Luis Videgaray, resulta una medida previsible en el contexto
nacional actual de caída en los precios de los hidrocarburos, pérdida
de expectativas de ingresos por renta petrolera como consecuencia de la
privatización energética y volatilidad de la economía internacional.
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Por desgracia, la disminución anunciada en el gasto público –además
de ser indicativa de la percepción oficial respecto del riesgo de una
crisis económica de gran calado– podría generar un nuevo escalón
recesivo, en la medida en que afecta a sectores cruciales de la
economía, como el energético, y el desarrollo de obra pública, que
pudieran constituir, por otra parte, los puntos de apoyo para la
adopción de medidas económicas anticíclicas.
A diferencia de los factores que motivan la decisión anunciada ayer
por el gobierno federal, el comportamiento incauto de las autoridades
económicas no es coyuntural. De hecho, las dificultades económicas
presentes no surgieron en las últimas dos semanas, sino que han sido un
tema recurrente desde por lo menos hace un sexenio, a partir de la
debacle en el sector inmobiliario en Estados Unidos, y con los
consecuentes efectos nocivos para el mercado financiero. De entonces a
la fecha, el gobierno federal se ha empeñado en desatender los
evidentes riesgos de colapso y se ha escudado sistemáticamente en la
pretendida
solidez de la economía mexicana.
Tal imprevisión ha resultado onerosa para el país no sólo en
términos económicos, sino también en términos políticos, como queda
reflejado en el descrédito de la actual administración frente a la
población en general, e incluso entre sectores tradicionalmente
cercanos al poder, como los empresarios.
Desde
otro punto de vista, la circunstancia presente debería llevar al
Ejecutivo a ir más allá de un simple proceso de recortes, ajustes y
reasignaciones del Presupuesto y abandonar el modelo económico
neoliberal adoptado desde la administración de Carlos Salinas,
continuado por las sucesivas administraciones, incluida la actual, cuya
aplicación ha implicado la contención de los salarios, la cancelación
de los mecanismos de bienestar social, el abandono del campo, la
privatización corrupta de las empresas y facultades públicas y la
apertura indiscriminada de los mercados. Este modelo, que beneficia a
los capitales financieros –especialmente los trasnacionales– en
detrimento de la población, se ha colapsado en el país desde el cual se
ha pretendido imponer como la panacea para las llamadas naciones en
vías de desarrollo.
En un contexto nacional en el que persisten la inflación, el
desempleo, la pobreza, la falta de educación y salud, con carencias de
horizontes de movilidad social, el gasto público debe fungir como el
instrumento por medio del cual el Estado reactive la economía interna,
genere empleos e infraestructura, atienda las necesidades básicas de la
población y se prepare para recibir a los mexicanos que regresen al
territorio nacional como consecuencia de la contracción del mercado
laboral y del recrudecimiento de la persecución en su contra en el país
vecino. Se requiere, y con urgencia, que el poder público entienda la
necesidad de poner la economía al servicio de la gente y renuncie a la
escuela imperante desde hace más de dos décadas, que sacrifica a la
población para servir a los capitales. Por ello, el ejercicio
presupuestal necesita, más que de ajustes y recortes, una reorientación
de fondo a fin de disminuir el impacto de la complicada coyuntura
económica.
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