El Día Internacional
del Trabajo, conmemorado ayer en nuestro país y en el mundo, encuentra a
los asalariados en una situación adversa en la que buena parte de las
conquistas laborales conseguidas a lo largo del siglo pasado han sido
borradas por el vendaval de la globalización neoliberal. Los despidos,
los recortes y la disminución de las prestaciones y condiciones de
trabajo son una constante en Argentina, España, Francia, México y otros
países.
El poder de convocatoria de los sindicatos se ha visto severamente
mermado por décadas de expansión de la práctica de subcontrataciones,
por el achicamiento de las plantas laborales, por incesantes ofensivas
mediáticas antisindicales y por la burocratización de dirigencias poco o
nada comprometidas con los intereses de sus representados.
La jornada de ocho horas, una de las máximas conquistas del
movimiento laboral en el mundo, hoy resulta una mera simulación en
muchas naciones en las que la caída del poder adquisitivo de los
salarios obliga a millones de trabajadores a tener dos empleos. El
derecho de huelga ha sido cercado por disposiciones legales que lo
convierten en impracticable, por la dispersión internacional de las
corporaciones y por la intermediación generalizada en las
contrataciones. La movilidad mundial de las inversiones ha impuesto
condiciones laborales de explotación salvaje en países de la periferia y
economías emergentes y ha llevado a la desarticulación o a la debilidad
extrema de organizaciones sindicales históricas en los países ricos.
Un aspecto muy preocupante de la coyuntura laboral de México es que
más de la mitad de los trabajadores se encuentran fuera de la economía
formal: según cifras del Instituto Instituto Nacional de Estadística y
Geografía (Inegi), 56.9 de la población económicamente activa se
desempeña en la informalidad, es decir, carece de las prestaciones
básicas establecidas por la ley, de representación sindical real y de
las condiciones de trabajo mínimas.
En tal circunstancia, indicadores oficiales como el de
desempleo (sólo 3.6 por ciento) tienen muy poca significación social
real, por cuanto la mayoría de los trabajadores padecen orfandad
contractual y carecen de estabilidad y seguridad laborales, certeza
jurídica y derechos efectivos.
Tal es el saldo del modelo vigente en las últimas tres décadas,
marcadamente favorable a la patronal, impulsor de la congelación
salarial y del outsourcing, y que, para colmo, ha transferido
invariablemente los costos del mal desempeño económico a los
trabajadores, los profesionistas independientes y las pequeñas empresas,
las cuales constituyen el principal generador de empleos del país.
La creación meramente cuantitativa de empleos favorece las
condiciones de explotación y desamparo de los trabajadores y, si bien
puede permitir la estricta subsistencia de buena parte de la población,
no se traduce por sí misma en condiciones dignas de vida.
Para impulsarlas es preciso crear empleos de calidad –ubicados,
necesariamente, en el sector formal–, emprender una política salarial
orientada a contrarrestar décadas de retroceso del poder adquisitivo del
salario y crear las condiciones propicias para una democratización
sindical, la cual constituye una de las principales tareas pendientes en
el panorama laboral e institucional del país.
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