Marta Lamas
Para Nestora Salgado, víctima de la necropolítica.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Hace unos días Rossana Reguillo,
una de las intelectuales críticas más destacadas de nuestro país,
escribió sobre el estremecedor asesinato de un niño de seis años por
cinco menores de edad, dos adolescentes de 12 años, dos jóvenes de 15 y
uno de 13, que “jugaron” al secuestro del vecinito, al que “levantaron”
afuera de su casa y lo llevaron a una de las Laderas de San Guillermo,
en Chihuahua, y lo torturaron hasta morir. Luego cavaron una fosa donde
arrojaron el cuerpo del pequeño y, para disimular, pusieron encima un
animal muerto.
Reguillo, que es académica del Instituto Tecnológico y de
Estudios Superiores de Occidente (ITESO) en Guadalajara, analiza lo
ocurrido en un texto titulado “Las esquirlas de las violencias en
México” y señala que no encontró mejor metáfora que la de “esquirla”
para “intentar nombrar las terribles evidencias de que las violencias en
México hablan de un país fracturado, cuyas astillas nos alcanzan y nos
hieren de múltiples modos”.
Reguillo piensa que “la normalización de las violencias en
México es constatable, ya no sorprenden las noticias sobre fosas,
ejecuciones, torturas, levantones, narcomantas, bloqueos,
desapariciones, ya no son la excepción sino la normalidad que se
experimenta como dato cotidiano que, a lo más, arranca un escalofrío”.
Ella retoma la reflexión de Alain Badiou sobre el
acontecimiento para interpretar la ejecución de este pequeño como ese
“suplemento azaroso”, que “llega de más”. Y dice: “No es que no
tuviéramos noticias de los niños asesinos, el caso de El
Ponchis, estremeció al país; no es que no supiéramos de los niños
sicarios; no es que nadie ignorara que muchos niños quieren ser
narcos cuando sean grandes y muchas niñas aspiran a ser esposas de
narcos; tampoco es novedad que en los patios de las escuelas y en las
calles, en los juegos, casi ningún niño quiere ser policía, todos
quisieran ser el narco, el capo, el sicario. Pero la muerte de este
pequeño, ‘llega de más’, como un suplemento, quizás no azaroso, pero sí
terrible, para poner en evidencia el grado de penetración de la narco
cultura, el modo en que en México, la necropolítica, ese poder de
gestionar la muerte, de hacer morir, se ha convertido en la economía que
rige la administración de los territorios y las dinámicas cotidianas de
gran parte del país. ‘Llega de más’ por lo que de siniestro hay en este
‘juego’ y sus protagonistas. Uno de los lenguajes de la violencia y el
terror, es lo siniestro, que para Freud (Das Unheimliche) significa la
transformación de lo familiar en lo opuesto, en algo extraño y
amenazante, con potencial destructivo. Los niños en su devenir
siniestro, víctimas de esta guerra, convertidos en máquinas de matar,
porque es posible hacerlo”.
De ahí que esta intelectual se pregunte: “¿Desde qué lugar
de autoridad moral se puede reprobar, gritar, inmolar a unos niños que
no hacen sino dar continuidad a lo que el dispositivo del tardo
capitalismo, travestido de narcomáquina, sigue sembrando en un país
lleno de esquirlas?”
Lo que caracteriza a la necropolítica es justamente ese
“matar porque es posible hacerlo”, que no se circunscribe a los adultos,
sino que invade la subjetividad incluso de los menores de edad. No
puede haber resignación ante ese horror, pero tampoco puede haber un
castigo ciego. La necropolítica no sólo impone violencia sino que
también estructura nuestra subjetividad. Por eso vale la pena establecer
un paralelismo entre los adolescentes que cometieron esa infamia y
México; buscar las maneras de rehabilitar a esos chicos es también
buscar la forma de sanar a nuestro país.
Las situaciones indignantes suelen conducir a reacciones
autoritarias, donde a veces el remedio alimenta la enfermedad. En un
país lastimado como el nuestro es imperativo buscar las formas de ir
“curando” heridas que, sin duda, dejarán una cicatriz, pero al menos
detendrán el derramamiento de sangre. Ante la necropolítica –que se
instala cada vez más, lo queramos o no, en toda la población, incluidos
los chicos–, hay que buscar la manera de “rehabilitar” a los dañados por
sus esquirlas.
No va a ser fácil definir una política de
“rehabilitación”. Los regímenes socioeconómicos producen subjetividades,
y una característica de la subjetividad neoliberal es su
individualismo, lo que dificulta la solidaridad con los otros y produce
gran desmovilización social. Esta siniestra situación, que vivimos hoy,
genera desmoralización y dificulta pensar políticamente, y el gran
peligro es que confundamos el verdadero peligro.
Pese a la desesperanza que nos invade, hay que razonar
pensando en el largo plazo. En ese sentido, la mejor propuesta, con
implicaciones profundas, es la de trabajar en recomponer el tejido
social. Pero ¿cómo hacerlo? No somos el único país donde han ocurrido
horrores y por lo tanto podríamos retomar, guardando las distancias
necesarias y buscando los parámetros propios, algunas
de las medidas que se han tomado en otras partes de cara a tragedias
violentas, similares y distintas a las nuestras. El punto es
“rehabilitar” a quienes matan o delinquen, o sea, devolverles humanidad.
Esa es una forma imbatible de construir un futuro menos siniestro.
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