Desinformémonos
El proceso histórico de derechización o desizquierdización que hemos padecido puede medirse en el mediano plazo por el desplazamiento ideológico respecto de los debates de los años 60, cuando se discutía, por ejemplo, la tesis de la existencia o no del partido comunista en tanto cabeza del proletariado, mientras que, medio siglo después, estamos preguntándonos si existe todavía una izquierda político-electoral que merezca este apelativo más allá de la jerga periodística o de la geometría politológica.
Vivimos la paradoja -que no es tan insólita a la luz de lo ocurrido, por ejemplo, en Brasil con Lula en 2002- de que cuando más cerca de conquistar el poder estatal se encuentra la oposición colocada a la izquierda del espectro partidario, sus rasgos alternativos y antisistémicos se reducen al punto de aparecer imperceptibles y viceversa, como exaltan los ideólogos del obradorismo, se asume que la desizquierdización es la condición sine qua non y la única estrategia posible para ganar. Por otra parte, si alguna vez existió y pesó la “izquierda del obradorismo”, su ponderación relativa no puede no haber sido afectada por el desplazamiento orgánico y programático iniciado hace años y que se aceleró de forma vertiginosa en los últimos meses. Tampoco se puede confiar ciegamente en las respetables bases plebeyas y nacional-populares de Morena las cuales por ser tales no son automáticamente capaces de autodeterminación e insubordinación, aunque sean potencialmente portadoras de demandas y de identidades que pueden eventualmente orientarse y canalizarse en esta dirección.
En nuestro sangriento México pre-electoral, frente a la circunstancia inédita de que finalmente puede ganar la que ya no es izquierda, rondan dos fantasmas que nos heredaron nuestros ancestros izquierdistas y que, por ello, son parte de nosotros: el del oportunismo y el del sectarismo. Al mismo tiempo, en esta apremiante coyuntura, frente a ellos se erigen concretas inteligencias colectivas que parecen estar prevaleciendo. Como contraparte al oportunismo de aquellas franjas políticas y sociales a las cuales AMLO y Morena abrieron las puertas, aparece de forma potente el sentido de la oportunidad histórica que hace que muchos sectores sociales, incluidas numerosas organizaciones sociales y grupos de afinidad más izquierdista, decidan llamar a votar, voten sin hacer alharaca o, en todo caso, no descalifiquen a quienes decidan hacerlo. Este anticlimático y reflexivo sentido de responsabilidad histórica y política marca, para bien y para mal, una distancia epocal respecto de los entusiasmos radicalizados de 2006. Se percibe una escéptica y pragmática inteligencia colectiva que, en buena medida sobredeterminada por el espíritu de sobrevivencia y por la percepción del peligro que vivimos, contiene, reprime y suspende las pulsiones sectarias sin caer en el oportunismo. Parece que una parte del país está aguantando la respiración, lo cual hace pensar que estallarán y se liberarán los gritos, en una anhelada noche de júbilo, cuando muchos fingirán creer en el fin de una época, e inmediatamente después volverán a manifestar las demandas, las protestas y la indignación, sea cual sea el gobierno que surja de las urnas.
Dicen que hay que sonreír, que van bien, que van a ganar, parece que no necesitan de nuestros votos, podríamos abstenernos, para que no se confundan votos con exvotos, porque desconfiamos laicamente de la esperanza, pero votar en el México de hoy, aunque sea por alguien que no nos representa, votar para intentar mover el tablero y romper la continuidad en la presidencia de la república es un acto políticamente respetable que puede resultar históricamente útil en el corto y en el mediano plazo.
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