Nunca un gobierno
mexicano ha recibido un repudio más vasto. Hay un hilo rojo de sangre
entre las matanzas de Tlatelolco de tiempos de Díaz Ordaz y Echeverría,
los 50 mil muertos durante el gobierno de Calderón y los más de 15 mil
que lleva en su haber Peña Nieto, que es el representante de las
transnacionales y la oligarquía reducida que explotan México.
El PRI
en el gobierno siempre reprimió sangrientamente o asesinó a los
henriquistas, a Jaramillo y otros dirigentes campesinos, a los
ferrocarrileros, maestros, médicos pero nunca descansó sólo en las
desapariciones y los asesinatos porque en otros períodos todavía podía
añadir a sus crímenes concesiones y promesas y aún tenía en su seno
grupos y tendencias nacionalistas que se diferenciaban de los fascistas
del PAN. Ahora el PRI está unido al PAN y al resto de los partidos del
régimen y tiene dirigentes que plantean la necesidad de un nuevo Díaz
Ordaz, es decir, de matanzas masivas “ejemplarizadoras” y de la
imposición del “orden” de los cementerios a “los nacos y patas-rajadas”
que osan protestar. Ante la desintegración del Estado, convertido en un
semiEstado ligado a la delincuencia y dependiente de Estados Unidos, el
capitalismo ya no puede gobernar sino con la violencia y los métodos
clandestinos e ilegales.
Eso asusta a una parte de los
empresarios e industriales a los que debió dirigirse antes de su viaje
Peña Nieto porque aquéllos temen que la banda de siervos ineptos que
sólo piensan en gozar el lujo malhabido y en multiplicar los Atenco y
los Tlatlaya fabrique una situación tal de odio y desesperación que
lleve a millones de mexicanos y mexicanas a arriesgar la muerte para
salvar al país de la crisis que se profundiza y de la desaparición como
nación soberana y sacarse de encima el peligro constante de asesinato,
violación, despojo, desaparición ilegal. Incluso en los serviles diarios
del régimen comienzan a escucharse voces de crítica y diferenciación.
Por su parte, los creyentes sinceros y los religiosos populares que
creen en los principios humanitarios, de amor al prójimo, de igualdad de
todos los seres humanos, de justicia y repudio a la explotación del
prójimo, se unen a las movilizaciones por la aparición con vida de los
desaparecidos de la normal rural de Ayotzinapa. Los estudiantes de todo
el país y los sindicalistas más conscientes se rebelan a su vez y llenan
las calles. En las grandes empresas y en las clases medias pobres, si
bien no hay todavía paros ni movilizaciones, debido a la desinformación y
la intoxicación por los medios y la despolitización, serpentea sin
embargo una sorda inquietud. El mismo gobierno de Estados Unidos no sabe
si desembarazarse de Peña Nieto para salvar lo salvable de su
dominación en este país- como intentó hacer en su momento con Somoza en
Nicaragua- o si esperar que la rabia se calme, que la ola de indignación
popular refluya.
La protesta popular, por su parte, ya alcanzó
un punto alto y, al mismo tiempo, llegó a límites peligrosos. En efecto,
es general la conciencia de que estamos ante un nuevo crimen de Estado,
no ante un delito de un grupo de de narcotraficantes y del alcalde de
Iguala (a los que el gobierno quiere transformar en chivos expiatorios
sin convencer a nadie). El odio y la rabia se concentran en
manifestaciones de repudio y en la quema de los atributos formales del
poder estatal, como sucedió hace más de dos siglos con la destrucción de
la prisión de la Bastilla, símbolo odioso de la tiranía. Pero el poder
no está en las casas de gobierno ni en el Parlamento: está en
Washington, en las transnacionales, en la Bolsa y las Cámaras
empresariales, Televisa, TV Azteca, la jerarquía eclesiástica, los
bancos. Ese es el poder que hay que quebrar, el de los amos y mandantes
del títere Peña Nieto. La legítima violencia de los oprimidos debe
ejercerse con eficacia para que no disperse en el aire.
Este fue
un nuevo crimen de Estado y es el Estado el que debe cambiar. Pero eso
no se logrará, como propone MORENA, pidiéndole a Peña Nieto, quien es el
responsable del crimen, que renuncie antes del 1° de diciembre y
convoque a elecciones anticipadas (¿organizadas por sus agentes de la
llamada Justicia Electoral, que le dio el triunfo al fraudulento
Calderón y al fraudulento Peña Nieto? ¿o por el Congreso PRIAN-PRD y
adláteres al cual hay barrer?
Peña Nieto no renunciará. Debe ser
echado por la sociedad movilizada una parte importante de la cual son
los 15 millones que votaron por López Obrador queriendo un cambio. El
propuesto paro del 20 debe servir para explicar y organizar en las
grandes empresas y en los barrios un paro cívico nacional preparatorio
de una huelga general nacional obrera-estudiantil-campesina con la
exigencia democrática de la aparición con vida de los de Ayotzinapa, la
libertad de los presos políticos, el castigo a la corrupción estatal
coludida con el narcotráfico y a los responsables de los crímenes y
desapariciones, el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés sobre los
derechos indígenas, la anulación de las leyes lesivas de los derechos
laborales, de la ley contra la Educación pública, de la entrega de los
recursos naturales.
Sólo una amplia movilización popular podrá
separar en las fuerzas armadas a los legalistas y nacionalistas de los
agentes del narcotráfico y del imperialismo como sucedió en Bolivia o en
Túnez. Sólo ella podrá hacer pensar dos veces a Washington antes de
llevar a cabo su tentación constante de intervenir en México, como
durante la revolución mexicana o cuando Lázaro Cárdenas nacionalizó el
petróleo. Un frente único contra Peña Nieto y el gobierno oligárquico
proimperialista podrá imponer, como en Bolivia, la expulsión del
presidente asesino y un gobierno provisorio que organice elecciones
generales limpias para una Asamblea Constituyente con los medios de
comunicación bajo control popular y distribución justa de los espacios y
tiempos.
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