Fabrizio Lorusso*
Hablar de modelos
de desarrollo hoy día parece algo obsoleto y demodé. Suena como
expresión de la jerga económica de antaño, de cuando los estados todavía
planeaban su política industrial, económica y social para generar no
sólo el crecimiento del producto interno bruto (PIB), sino también el
desarrollo, o sea, una mejora cualitativa, más que puramente
cuantitativa, de la actividad económica y, sobre todo, de la vida de las
personas.
También la expresión
redistribución de la rentase fue olvidando, así como la idea de un salario digno y condiciones laborales que vayan mejorando año tras año.
Reducción del horarioy
alza del poder adquisitivoparecen lemas polvorientos del sindicalismo decimonónico, pero son más urgentes que nunca. Además, escasas emociones cobra hoy el debate sobre la lucha por un
estado de bienestaruniversal y gratuito.
Era una bandera de la antigua socialdemocracia que la mayoría de las
izquierdas partidistas mexicanas tímidamente han enarbolado por partes o
de plano han abandonado: pensiones dignas de vejez y antigüedad laboral
como derecho inajenable, un sistema único de salud universal y
gratuita, educación verdaderamente pública e incluyente, eficaces
subsidios de desempleo, bienes comunes como el agua de calidad, la renta
básica universal, entre otros elementos de un welfare state mínimo y no negociable dentro del pacto social.
El goce de estos derechos, contrariamente a la vulgata neoliberal, no
debe subordinarse a condiciones subjetivas o jurídicas. Que si soy
beneficiario, si tengo tantos años e hijos, si soy viuda, si trabajé
formalmente este año, si soy migrante, etcétera. Ni siquiera deberían
condicionarse a la nacionalidad, sino que han de reivindicarse como
universales, y son compatibles con una visión amplia del desarrollo,
entendido como aumento de la seguridad humana, del bienestar global, no
sólo material, y del respeto de los derechos humanos de toda la
población.
Posiblemente un sistema de este tipo, en principio, sea más costoso,
aunque en el mediano plazo genera, sin duda, más ventajas y beneficios.
Pero, además, ¿para quién sería más costoso realmente? Crear mayores
protecciones sociales y humanas en una sociedad desgarrada, conflictiva y
desigual es una tarea apremiante, pero involucra temas tabús, sobre
todo cuando el entorno político sobrevive para reproducirse y está en
una campaña electoral permanente.
Un gran tabú, impronunciable, son los impuestos: prever el cobro de
más y mejores impuestos, con un sistema progresivo en el que pagan más
quienes más tienen, sin que eso se perciba o se transforme en una
invitación a más corrupción y despilfarro. Estos últimos son otros dos
temas
sensiblespara la gente y la agenda política, relacionados con la recaudación y el gasto. Una propuesta factible es que ciertos rubros fundamentales del gasto público, derivados de aumentos en la base imponible fiscal, estén vinculados férreamente dentro la Constitución y su ejercicio monitoreado por instituciones ciudadanas e independientes, ajenas al poder. Que la cuenta la paguen especialmente quienes, en proporción, menos lo han hecho hasta ahora, como los grandes capitales, las mineras, los especuladores, las finanzas, los consorcios nacionales y trasnacionales que, contrariamente al asalariado promedio o al trabajador informal, sí pueden
consolidarbalances y allanar asperezas con el Servicio de Administración Tributaria mediante arreglos. El corolario de lo anterior es la austeridad, no en el gasto social, como se entiende en Europa, sino en el costo de la burocracia estatal y política mastodóntica del país. Pero eso no basta. Hace falta volver a tocar temas de redistribución de la riqueza y de modelos de desarrollo, dejando de confiar en el mercado puro, que mostró no ser un buen regulador de la vida económica y social, y al modelo de (sub)desarrollo neoliberal.
Romper la sabiduría convencional hegemónica con palabras ha
sido más fácil que en los hechos. Sin embargo, hay islas e intentos de
modelos alternativos esperanzadores, como en los caracoles
zapatistas y en las comunidades autónomas, que aplican alternativas de
desarrollo centradas en sus exigencias, incluso fuera del capitalismo.
El buen vivir andino y latinoamericano, el slow movement
italiano y la teoría del decrecimiento, cuyas ideas son llevadas a cabo
en distintos contextos locales, representan otros modelos con futuro que
se complementan entre sí, más que contraponerse, aunque no alcanzan
todavía el rango de antisistémicos.
Hace un cuarto de siglo o más que en México y, tendencialmente, en
todo el mundo occidental, la riqueza o renta global de los trabajadores
ha perdido su batalla con el capital: frente a un monto creciente de las
utilidades y los beneficios empresariales sobre el PIB, repartido en
cada vez menos manos, el peso total de los salarios ha ido decreciendo,
perdiendo su participación en el pastel y su poder adquisitivo,
como bien describe un reporte del Centro de Análisis Multidisciplinario
de la Universidad Nacional Autónoma de México titulado El salario mínimo: un crimen contra el pueblo mexicano (https://goo.gl/jx4TrV).
Frente a los retos y oportunidades que plantea el modelo
neoproteccionista, nacionalista y xenófobo de Donald Trump en Estados
Unidos, de este lado de la frontera prima
el miedo al abandonoy la clase política no ofrece perspectivas. El mercado interno ha ido estancándose, la economía popular es menguante, el comercio depende en 80 por ciento de Estados Unidos, y fuera de las autonomías indígenas, son muy pocos los espacios de experimentación de nuevos modelos de desarrollo.
Más de la mitad de la población vive en la pobreza con un salario de subsistencia o
arreglándoselas. El modelo actual, basado en bajos salarios, un estado de bienestar parcial e insuficiente y una división internacional del trabajo que asigna a México el lugar de maquilador, plataforma de exportación y destino turístico, tendrá que cambiar a raíz de las drásticas modificaciones a la política comercial y económica del vecino del norte. El debate sobre el rumbo de este cambio es fundamental, pero está suspendido entre vaivenes político electorales, ideologías dominantes duras a morir y modelos distintos, aún emergentes y poco comprendidos, que implican lentos y profundos cambios en nuestras culturas y mentalidades.
*Periodista italiano
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