8/04/2022

Peña y Calderón


Fabrizio Mejía Madrid

Si tuviera que escoger un crimen de todos los que cometieron Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón eligiría el robo para el primero, y el asesinato para el otro. Un homicida y un ladrón que tuvieron dos disposiciones distintas frente a la opinión pública: Peña fue un sinvergüenza y Calderón un fraudulento. Peña se sabía protegido por toda la red del prianismo, desde Salinas de Gortari hasta los senadores y los jueces. Calderón trató de esconder sus delitos y pensó que era más listo que los demás, que creeríamos en su triunfo electoral, en su guerra contra el crimen organizado, en su refinería Bicentenario en Hidalgo.

De la actitud hay toda una historia. Evoquemos, primero, a Peña. Como todos recordamos, un 9 de noviembre de 2014 se destapó que la mansión de 4 y medio millones de dólares en la que vivía con su familia era un regalo de quien había recibido mil 783 millones en contratos de obra pública, Armando Hinojosa Cantú, del Grupo Higa. Descubierto, Peña pasó a la petulancia de quien se siente intocable: nombró a su amigo de la juventud, el exconsejero del IFE, Virgilio Andrade, como Secretario de la Función Pública para que lo exonerara. Tras unos cuantos meses, Andrade no encontró nada irregular, “ni beneficio, provecho o ventaja” y, de paso, absolvió al Secretario de Hacienda, Luis Videgaray, por su casa en Malinalco, y a la esposa de Peña, Angélica Rivera. Pero no quedó ahí. De una disposición descarada y hasta insolente, la jefa de su equipo de comunicación, Alejandra Lagunes, nos mandó primero a la primera dama para regañarnos. De frente a la cámara de televisión fingió una indignación: “Vengo a dar explicaciones que no tengo por qué dar. Estoy haciendo pública documentación privada sin tener ninguna obligación porque yo no soy servidora pública, pero yo no puedo permitir que este tema ponga en duda mi honorabilidad y sobre todo que se pretenda dañar a mi familia”. El entonces Presidente de México prefirió remarcar que las conductas tanto de Hinojosa como de él mismo “no eran ilegales”. Pero, no obstante, agregó: “Estoy consciente de que estos acontecimientos lastimaron e, incluso, indignaron a muchos mexicanos. A todos ellos les ofrezco una sincera disculpa”. El descaro de Peña Nieto al nombrar a su amigo para exonerarlo le permitió decir que la legalidad estaba de su lado y que, si a alguien había ofendido moralmente con su atraco, pues una disculpa.

A partir del abandono de la Presidencia, tan pronto se dieron los resultados de la elección presidencial de 2018, Peña Nieto se fugó del país. Desde entonces, ha agudizado su hueca vanidad sabiéndose impune. Pero hay un método en su banalidad. Cuando se le acusaba en Estados Unidos por recibir sobornos en la compra a sobreprecio de una planta de fertilizantes en quiebra, emergió bailando una cumbia en junio de 2019. En septiembre de 2019, cuando el exgobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, declaraba contra Peña en el caso de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, él se fotografió con su nueva pareja, Tania Ruiz, disfrazado con gorras y pelucas en una pizzería de Nueva York. En octubre del año pasado, mientras la Fiscalía lo investigaba por ordenar los sobornos a los legisladores de Acción Nacional para que votaran la reforma energética redactada por Odebrecht, fue fotografiado saliendo de un hotel en Roma cuyas habitaciones cuestan 2 mil 700 euros la noche. A últimas fechas se supo que el Gobierno español le expidió una “visa dorada”, y hoy vive en una mansión en Valdelagua, cerca de Madrid, como vecino de los actores Penélope Cruz y Javier Bardem. Tal pareciera que su forma de restregarnos su inmunidad en cada paso de la investigación por corrupción ha sido bailar, disfrazarse, aparecer en medio de la abundancia. Le importa que sepamos que no le importa. Lo hizo desde la campaña electoral para la Presidencia, por ejemplo, cuando un 11 de mayo de 2012, en la Universidad Iberoamericana, justificó así la brutal represión en 2006 en San Salvador Atenco, donde 200 agricultores fueron detenidos y 26 mujeres violadas. Dijo: “Si fuera necesario, volvería a hacerlo. Fue una acción determinada, que asumo personalmente, para restablecer el orden y la paz en el legítimo derecho que tiene el Estado Mexicano de hacer uso de la fuerza pública como además debo decirlo, fue validado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación”. A continuación, los estudiantes lo esperaron en la salida con un letrero hecho a mano que decía “Atenco no se olvida” y él tuvo que esconderse en un baño de la escuela. Es la misma altanería que tuvo cuando le ordenó a dos funcionarios suyos robarse los papeles de la investigación de la mansión que le regaló el Grupo Higa. Del robo de las evidencias no pasó nada: José Carreño Camacho, quien se desempeñaba como subsecretario de Responsabilidades Administrativas y Contrataciones Públicas de la Secretaría de la Función Pública de Peña Nieto (y ahora es subsecretario de la Contraloría en el Gobierno de Alfredo del Mazo en el Estado de México), y Jesús Antonio Suárez Hernández, también exfuncionario de los tiempos de Virgilio Andrade fueron absueltos por una Jueza el pasado 26 de mayo. Tuvieron que dar una disculpa pública y hacer trabajo social durante seis meses en el municipio en el que viven, pero no regresaron jamás los expedientes completos. Al ladrón le ayudaron sus rateros.

El sexenio de Peña Nieto será recordado por “el nuevo PRI”, ese que regresó por una última vez para robarse todo lo que pudieran a sabiendas de que no iban a regresar jamás al poder. Ahí están los del “nuevo PRI”: Javier Duarte, Gobernador de Veracruz, robó al erario mil 750 millones de dólares; Rosario Robles, como encargada de erradicar la pobreza, desvió 250 millones de dólares a sus cuentas personales y a la campaña del PRI; Cesar Duarte, hasta hace poco preso en los Estados Unidos, 300 millones del estado de Chihuahua; 800 millones del Gobernador de Quintana Roo, Roberto Borge, entre más de otra docena de funcionarios. Así, el emblema del peñismo es el ladrón descarado.

Calderón, por su parte, es fingido y espurio. Se roba la elección presidencial con la complicidad del presidente del IFE, Luis Carlos Ugalde, y toma posesión como sea, entrando por la puerta de atrás, entre curules atrincheradas, “haiga sido como haiga sido”, como él mismo dijo en una entrevista para la televisión. Diez días después, el 11 de diciembre de 2006, Calderón decide decretar una guerra contra el crimen organizado. Pero no hay justificación para ello. El índice de homicidios tiene una tendencia a la baja del 20 por ciento en la última década. Los delitos a la alza eran los que tienen causas en la desigualdad: asalto, robo, y secuestro. Luego de tres años de guerra, había logrado lo imposible: en México había un asesinato cada hora. Calderón trató de esconderse una vez más: aseguró que los narcos tenían pedazos del territorio nacional y sustituían al Estado en sus funciones. No era cierto, salvo por los retenes en las sierras, pero jamás se supo de un narco que pusiera hospitales, escuelas, o construyera carreteras. La consigna “para que la droga no llegue a tus hijos”, fue ideada por quien ahora sabemos que trabajaba para el Cartel de Sinaloa, Genaro García Luna; que el principal negociador de Calderón entre grupos criminales era el exintegrante de la Brigada Blanca contra las organizaciones sociales y las guerrillas de los setentas, Mario Arturo Acosta Chaparro, que había sido detenido en 2000 por sus nexos con Amado Carrillo, “El señor de los cielos”, y condecorado por Calderón en 2008 por su “patriotismo, abnegación, dedicación y espíritu de servicio a las instituciones”. Decapitados, colgados de puentes, narcomensajes, miles de “daños colaterales”, es decir, inocentes, y la exigencia en enero de 2010, fraguada por el monero Eduardo del Río “Rius”, que pronto llegó a ser mayoritaria: “No + Sangre”.

Hoy está claro que Calderón lanzó una guerra que no tenía como objetivo la seguridad sino dirigir a los grupos criminales desde la silla presidencial y, quizás, atacar regiones puntuales del país que contuvieran gérmenes de defensa del territorio, opositores a las concesiones mineras, del agua, del viento. Pero se ha escondido de la responsabilidad insistiendo en un país que sólo gobernó entre los humos de sus ensueños. Ahora da consejos desde Twitter de cómo debería gobernarse México, Estados Unidos y hasta Ucrania. Cuando su Secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna fue detenido en los Estados Unidos por encabezar una red de tráfico, Calderón sólo alcanzó a responder: “Yo no supe”.

Calderón dice que no se enteró de que su Secretario de Seguridad Pública trabajaba para el narcotráfico, a pesar de que mandó encarcelar a quien se lo advirtió. Hace poco, su esposa dijo que ignora que Calderón presionó, mediante el entonces Secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, al Magistrado de la Suprema para que sus familiares quedaran impunes por la muerte de los 49 niños en el incendio de la guardería ABC. En muchos sentidos, el calderonato es el sexenio de la amnesia, la ignorancia, y el secreto. Calderón es un avestruz. Por el Instituto de la “transparencia” no podremos saber de los muertos de su guerra interna hasta 2024. Hay estimaciones que llegan a las 300 mil y un número de desaparecidos cercano a los 45 mil. Los desplazados podrían sumar hasta los 2 millones. Ahí duerme ese secreto. En cuanto a la ignorancia, ésta fue usada como una táctica política para justificar el que militares y policías federales se lanzaran a una matanza cuyas consecuencias han durado ya dos sexenios.

Su ignorancia actual es para no enfrentar la cárcel y se conoce como el mandato del avestruz o “ceguera voluntaria”, según los tribunales británicos. Fue en 1861 cuando obtuvo fama como término legal. Se trataba de un particular que fue arrestado por poseer armas propiedad de la Corona. La defensa del abogado parecía infranqueable: no hay alguien que pueda demostrar que el particular sabía que esas armas eran del Estado británico. El Juez instruyó al jurado que deliberara si el acusado “se abstuvo intencionalmente de adquirir ese conocimiento”. En ese caso, la ceguera voluntaria podría ser un delito criminal. Cuando alguien sabe lo que debe ignorar para no ser responsable, la ley exige demostrar si el acusado tenía o no las posibilidades a su alcance de informarse de que sus acciones eran criminales. En el caso de Calderón, su propio comisionado de la policía federal, Javier Herrera Valles, le mandó dos cartas asegurando que García Luna era narcotraficante. Seis meses después, el comisionado Herrera Valles estaba en una cárcel.

A pesar de sus resultados casi opuestos a lo que se supone que buscaban –reducir la violencia y la inseguridad–, hay todavía quienes piden “mano dura” y balazos más que abrazos. Su ignorancia es no haber sufrido ninguna muerte, desaparición, masacre en su entorno. Son los que siguen fantaseando en que, para que ellos vivan, los demás merecen morir, que el Mal existe como tal y no como acciones malas o malas condiciones de vida, o malas decisiones. Si el Mal existe en sí mismo es muy fácil de combatir: sólo hay que asesinar a los malos. Y ese es Calderón el asesino taimado, el que sigue sin aceptar su responsabilidad política y moral en la decisión que tomó como presidente para beneficiar al cartel de su secretario de Seguridad.

Y así llego al final de esta columna que es de indignación moral. Como siempre que la justicia no llega, prescribe, es detenida por un juez, nos queda por lo menos el patíbulo de lo dicho y escrito, de lo escuchado y repetido. En ambos casos, tanto Peña como Calderón violaron la confianza social al abusar del poder público para fines privados. Peña se enriqueció a partir de servirle a las empresas energéticas extranjeras con una reforma constitucional a la que se llegó mediante sobornos. Calderón fingió una pacificación que avanzó como nunca la violencia, todo para beneficiar a una organización criminal. Violaron el principio de igualdad usando a su capricho las instituciones del Estado. Merecen un juicio y una sentencia tan dura como las consecuencias de entregar la energía a las empresas extranjeras; tan severa como haber asesinado a cientos de miles de mexicanos. En el infierno del juicio público ya existe un círculo para ese ladrón y aquel asesino.

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