El atajo a Desemboque de los Seris es un enorme jardín repleto de
saguaro, cinita y pitaya, que los jóvenes comca’ac decidieron esconder
para mantenerlo vivo. Por aquí no pasa nadie que no sea de la comunidad o
invitado por ella. Gabriela Molina va al volante. Está desvelada porque
el día anterior a nuestro encuentro enfrentó, junto a sus compañeros de
la Guardia Tradicional, a un grupo de delincuentes que robaban el fruto
de la pesca. En lancha y armados los persiguieron durante la madrugada,
lograron detenerlos y los entregaron al Ministerio Público. La estampa
retrata a esta Concejala de cuerpo entero. Lo mismo porta un chaleco
negro y enfunda un arma como parte de la Guardia, que viste una larga y
colorida enagua adornada con grecas hechas con listones, parte del traje
tradicional de la nación comca’ac.
Con las aguas del Golfo de California de fondo, sentada en una
pequeña silla de madera, Gabriela deshilvana con soltura las desgracias
de este pueblo milenario, de los primeros, dicen, que poblaron
Mesoamérica. Además del acecho de la delincuencia, los comca’ac, como el
resto de los pueblos, naciones y tribus indígenas de México, enfrentan
las amenazas de empresas mineras que se imponen en el territorio. Hace
cuatro años, cuenta Gabriela, “llegaron los mineros a amenazarnos con
armas”, porque así llegan estos proyectos a las comunidades. “Aceptas o
te encañonan”. Los comca’ac decidieron que ni una ni otra. Y siguen
resistiendo.
En el 2015, del territorio sagrado extrajeron los trabajadores de la
mina La Peineta alrededor de 300 toneladas de tierra y devastaron 31
kilómetros lineales de la reserva indígena, afectando la vida del venado
bura y del borrego cimarrón, entre otras especies, además de los daños a
la salud humana y al medio ambiente. Gabriela o Gaby, como la llama la
mayoría, advierte que los empresarios sonorenses quieren “llevarse el
oro, la plata y el cobre que abunda en estas tierras”.
Fue precisamente la lucha contra las mineras lo que llevó a esta
joven a involucrarse directamente en la defensa del territorio. Las
mujeres de la comunidad empezaron a organizarse porque se estaban
otorgando concesiones sin consentimiento y sin ninguna consulta. En ese
momento, recuerda, “pensábamos que solamente era La Peineta, pero cuando
empezamos a investigar encontramos ocho sitios concesionados a la
minería a cielo abierto”. Aproximadamente a cinco kilómetros de
Desemboque se encuentra la concesión minera La Rojiza. Y otra más en el
cerro de Tepopa, más las tierras de Punta Chueca.
Desemboque de los Seris y Punta Chueca son las dos comunidades que
conforman el territorio comca’ac. Juntas tienen una población de
alrededor de dos mil hombres y mujeres de mar y arena. La asamblea
tradicional de Desemboque fue la que eligió a Gabriela Molina para
participar en el Concejo Indígena de Gobierno. Ella, hija del actual
gobernador seri y nieta de la única mujer que ha tenido ese cargo, tiene
hoy la responsabilidad de promover la organización y visibilizar las
luchas de su pueblo, que no son pocas.
Además de la lucha contra las minas, hay otras amenazas contra este
territorio de más de 200 mil hectáreas y 100 kilómetros de litoral.
Sobre la zona desértica y la costa “hasta hoteles quieren construir”,
además de un proyecto maremotriz auspiciado por la empresa Tiburón Agua y
Electricidad que promueve el “Proyecto de desalinización de agua y de
producción eléctrica mediante energía maremotriz Hermosillo”, que no es
otra cosa que la venta de energía y agua al noroeste mexicano y al
sudoeste de Estados Unidos.
La Isla Tiburón, corazón amenazado de la nación comca’ac
Frente al improvisado set en el que transcurre la entrevista se
yergue voluptuosa la Isla Tiburón, la más grande de la República
Mexicana, territorio sagrado comca’ac que con sus mil 200 kilómetros
cuadrados es sólo un poco menor a la Ciudad de México. Punto de reunión
de los guerreros seri, actualmente sólo está habitada por la Marina
Armada de México, institución que sin permiso de la tribu instaló un
edificio en la puerta de entrada conocida como Punta Tormenta. “Ellos
(la Marina) alegan que llegaron a un acuerdo con la autoridad seri, pero
no es así. En lugar de cuidar el territorio, defienden a la
delincuencia organizada”, acusa Gabriela.
“La mayoría de la gente del territorio no aprueba que la Marina
Armada de México esté ahí, porque nosotros le tenemos un respeto a la
isla. Su presencia no sólo no nos beneficia, sino que además, cuando se
meten barcos sardineros, son ellos quienes los defienden. A los comca’ac
nos ponen vedas en la pesca, pero a los barcos de arrastre no les
prohíben nada, los protegen”.
| La mayoría de la gente del territorio no aprueba que la Marina Armada de México esté ahí, porque nosotros le tenemos un respeto a la isla |
Al corazón de la nación comca’ac, que “desde tiempos atrás era la
cuna, el lugar donde se refugiaban los seris que quedaron”, hoy no la
habitan los pobladores originales porque la consideran sagrada y no
quieren impactarla, “pero hay gente que no entiende esta parte”, lamenta
Gabriela.
En Isla Tiburón yacen los cuerpos de sus ancestros y, aunque es Área
Natural Protegida, cuando los indígenas interpusieron denuncias para
frenar la entrada de la Marina, la Comisión Nacional de Áreas Nacionales
Protegidas no hizo nada, acusa Molina. “A ellos sí les dieron chance de
entrar y a nosotros nos pedían miles de cosas para hacer trabajos de
prospección”.
No es poco lo que se juega aquí. Un paraíso de flora y fauna que
contempla borrego cimarrón, venado bura, coyotes, tortugas del desierto,
víboras endémicas; frijoles nativos, semillas, biznagas, palo fierro y
cientos de especies más, incluyendo plantas medicinales y una amplia
variedad de cactáceas, significa recursos nada despreciables para
gobiernos y trasnacionales, pero tienen dueño y son los comca’ac. Desde
tiempos inmemoriales, las islas, bahías, esteros, cuevas y montañas
fueron zonas de refugio que posibilitaron su sobrevivencia durante la
guerra del gobierno contra su pueblo, como sostiene el antropólogo
Gabriel Hernández García.
Si nos quitan el mar, nos quitan la vida
“¿Ustedes comen de todo?”, pregunta Gaby al equipo de Desinformémonos
antes de llegar a su comunidad. Ella y su familia prepararían la comida
y quería prevenirse. “Sí”, fue la respuesta. “Es que aquí sólo comemos
mariscos”, contesta. Y así fue. Enormes platos de pescado y camarón
inundaron los platos. Hombres y mujeres de mar, su origen nómada se debe
al seguimiento de la pesca. Desde las primeras horas de la mañana
tienden sus redes sobre el Mar de Cortés y arrojan el fruto del día en
pequeñas barcas familiares. Ricas en especies marinas, a estas aguas se
asoma también la pesca ilegal y la invasión de personas externas “que
hacen todo tipo de atracos que se los achacan a los comca’ac”.
Gabriela, como parte de la Guardia Tradicional, trabaja en el
“reacomodo del territorio” y redobla la vigilancia de sus aguas. Ha
detenido “a delincuentes que no son de la comunidad y que vienen a
asaltar los barcos”. Y aclara: “Nosotros no somos ese tipo de gente, no
estamos haciendo ninguna maldad y nos culpan. Por eso nosotros mismos
los estamos deteniendo y entregando a las autoridades”.
| Crecí junto al mar, es mi vida. No es un pedazo de agua, sino algo que va más allá. Es la sangre de todos nuestros ancestros y también el lugar de donde sobrevivimos |
“Crecí junto al mar, es mi vida. No es un pedazo de agua, sino algo
que va más allá. Es la sangre de todos nuestros ancestros y también el
lugar de donde sobrevivimos. Por eso hay que cuidarlo y respetarlo más
allá de lo que se conoce como vedas. Nosotros no lo hacemos por
temporadas, pues el agua es el lugar donde se reproduce nuestro
alimento, de ahí sobrevivimos. Es también la parte espiritual de
nosotros. Si nos quitan el mar, nos quitan la vida”. Con escasa tierra
cultivable, los seris han vivido de la pesca y de la cacería, pero esta
última también ha sido explotada de manera furtiva, siendo los venados y
el borrego cimarrón los más afectados.
Las tensiones en estas tierras son las del resto del país. Desde
antes de que fuera un problema nacional, aquí ya había tendido sus redes
el narcotráfico. Gabriela asegura que “donde está la Marina o hay
fuerza pública se dan este tipo de situaciones”. Antes, dice, los de la
tribu no denunciaban, “pero los jóvenes de ahora están cambiando. Hay
una nueva generación que está más consciente y está sacando todo a la
luz”. Ellos lo hacen a través de las redes sociales y dejan claro que no
lo van a permitir.
Crecí con los abuelos escuchando cantos y las historias sentada en una fogata
Janeydi entona el canto Hamat cmaa tpaaxi (La Creación) en
medio de los saguaros y pitayas, de espaldas a la Sierra Bacha. Es la
hermana menor de Gabriela y, como ella, rompe los moldes y transforma
los cantos tradicionales al ritmo del hip hop. Su hermano mayor, como
todos en la tribu, se dedica a la pesca, mientras su sobrina Nicole, de
dos años, corretea por la arena balbuceando los idiomas comca’ac y
español al mismo tiempo. La niñez de Gabriela transcurrió alrededor de
la hoguera atizada por su abuela, con quien, por azares de la vida, se
crió. “No tuve mucho tiempo para jugar con niñas de mi edad, crecí con
los abuelos escuchando cantos y las historias sentada en una fogata. Fue
algo muy fuerte que asumí desde muy pequeña. Yo creo que por eso soy
tan apegada a mi cultura, a mi gente, a las danzas y a todo lo que nos
hace del pueblo”.
Solitaria, le robaba los fósforos a su abuela y hacía su fogata en el
monte, donde jugaba a la comidita con vainas de mezquite. Si la
consigna “infancia es destino” es cierta, aplica como manual a Gabriela.
Casi recién nacida, su madre la entregó a su tía para su cuidado y ella
la hizo crecer junto a su abuela. Los motivos de la separación ellas
los conocen.
Estudió la primaria en el pueblo y en segundo de secundaria salió de
la comunidad para reunirse con sus padres, quienes decidieron que tenía
que acoplarse a la gente externa y se la llevaron a Bahía de Kino a
cursar el resto de la escuela y la preparatoria. Después regresó a
Desemboque y “como toda buena rebelde” volvió a salir para ingresar a la
universidad.
| Cuando llegué a vivir a Bahía de Kino, de mis compañeros sólo escuchaba que los indios seris eran salvajes, no estudiaban y no les gustaba trabajar, que éramos asesinos y asaltantes |
De su rebeldía culpa a sus abuelos. “Ellos me enseñaron”, dice, al
tiempo que recuerda que en las festividades tradicionales ella se
incorporaba al juego varonil de los carrizos. Nunca le dijeron “no hagas
esto porque es de hombres” y por eso creció “en libertad”, aunque eso
no hizo natural su convivencia “con los de afuera”. Cuando salió a
estudiar, “me di cuenta de que nos tachan de lo que no somos. No nos
conocen a fondo y hablan mal de nosotros, nos discriminan. Cuando llegué
a vivir a Bahía de Kino, de mis compañeros sólo escuchaba que los
indios seris eran salvajes, no estudiaban y no les gustaba trabajar, que
éramos asesinos y asaltantes”. Gabriela entonces se camuflajeaba y
nunca hablaba su lengua.
La hoy integrante del Concejo Indígena de Gobierno tiene dos
licenciaturas, la primera en Gastronomía, por la Universidad del Valle
de México plantel Hermosillo. Su propuesta culinaria se basó en la
comida típica de su pueblo con la incorporación de nuevos ingredientes.
Reivindicó en su tesis el uso de la harina tradicional de mezquite, en
lugar de la harina de trigo que afecta la salud de los indígenas de su
pueblo. Luego se fue a la Ciudad de México y empezó a estudiar Ciencias
Políticas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
La historia de Gabriela Molina se remonta al clan guerrero al que
pertenece y que marca su destino. Por eso para nadie es sorpresa su
incorporación a la lucha por la defensa del territorio. Cuando regresó a
su comunidad después de terminar sus estudios, se encontró con un grupo
de mujeres tan jóvenes como ella que le transmitieron la preocupación
por la mina que levantaban a la mitad del territorio. Abrieron un grupo
de Facebook para mantener la comunicación con Punta Chueca, la otra
comunidad afectada.
Aunque acordaron que no habría una cara visible, la situación de sus
compañeras casadas les impedía afrontar responsabilidades, y como ella
era la única soltera y sin hijos (y lo sigue siendo), asumió la vocería
informal y siguió denunciando la invasión minera. Y así se encontró con
las luchas de “los pueblos hermanos yaquis, los makurawe y después los
rarámuri”. Y pasando el tiempo nos empezamos a unir con los del sur del
país, de Xochicuautla (Morelos), de Atenco (Estado de México) y con
otros con los que se hicieron enlaces para brindarse apoyo.
Eran “sólo un grupo de Facebook”, no había fondos “y ni siquiera
nombre teníamos. No sabíamos lo que éramos”. Empezaron a cooperarse para
comprar gasolina para transportarse a Punta Chueca: “Nos fuimos las
mujeres en la camioneta y hablamos con el comisariado ejidal para
pedirle que convocara a una reunión con todos los ejidatarios para
exigir información a la empresa minera, para ver si había algo claro,
porque la gente no entendía nada”. La sorpresa fue que cuando regresaron
a su comunidad les dijeron que eran “unas putas, lo típico de las
comunidades machistas”, y la acusaron de alborotar a las mujeres de la
comunidad, “pero me dio risa porque ellas fueron las que me impulsaron
para hacer todo eso”.
Gaby iba y venía con el papeleo a la Ciudad de México, hasta que tomó
la decisión, apoyada por un grupo de académicos que la asesoraban en la
lucha contra la mina, de quedarse a estudiar Ciencias Políticas. Eran
tiempos de amenazas contra su vida, dice, pues, la empresa contrató
gente para amedrentar a las opositoras. “Nos decían que dejáramos las
cosas así, que permitiéramos trabajar a los empresarios mineros.
Incluso, en una asamblea pública en la cancha de basketball, uno de los
empresarios nos dijo que cuánto queríamos para dejarlos trabajar en paz y
ofrecieron una cantidad de millones. Dijimos que no porque nuestra
dignidad y nuestra vida no estaba en venta”.
Lograron parar La Peineta con un amparo contra la concesión. La
victoria estaba en el papel, pero el gobierno del estado nunca actuó,
por lo que “la tuvimos que parar con las armas”. Gabriela cuenta que el
grupo de mujeres fue hasta la mina e hizo “pedazos todo lo que había
ahí”.
Los colectivos y activistas de la Facultad de Ciencias Políticas
fueron su inspiración para no rendirse. “Me compartían libros escritos
por otros compañeros en luchas sociales en América Latina. Yo tenía 25
años. Salía mucho del país y colaboraba en el territorio con un grupo de
conservacionistas. Trabajaba en la protección de la tortuga marina y
eso me dio la oportunidad de viajar y de compartir con hermanos de
Panamá, de Colombia y de otras partes. Me interesó estar con hermanos de
otros pueblos originarios, conocía muy poco de las luchas de México,
pero empecé y ahora de ahí no me sacan”.
Suspendió los estudios por el trabajo en la defensa de los bienes
comunales en Isla Tiburón, “pues había una autoridad tradicional que
estaba haciendo mucho daño”. La comunidad ya les tenía confianza a estas
jóvenes “y nos pidieron acompañamiento jurídico, porque dentro de
nuestro grupo hay un abogado y otro que estudió ecología. Y esos estamos
hasta la fecha”.
El 4 de noviembre de 2017, un día después de la entrevista, las
mujeres se reunieron en el solar del clan guerrero. Su padre, el
gobernador tradicional, hombre fuerte y enérgico, convoca y organiza la
comida que habrán de compartir al centro de la reunión. El Concejo de
Ancianos está presente, al igual que la Guardia Tradicional con sus
armas y uniformes camuflajeados. Las mujeres seri con sus largos
faldones y los pañuelos cubriendo su pelo llegan primero y comparten la
elaboración de los alimentos. El menudo hierve a un lado mientras toma
la palabra don Miguel Estrella, la autoridad del Concejo de Ancianos, el
mismo que autorizó la realización de este reportaje en su comunidad.
La lengua comca’ac es la única. Se habla de los problemas del ejido
(me traducen las mujeres que se cubren del sol bajo el nogal). Ponen la
olla con la comida al centro y mientras transcurre la reunión los
hombres se van sirviendo. Al final, don Adolfo, el anciano cantador,
lanza su voz hacia el mar.
Gabriela es la única mujer que toma la palabra. A saber qué dice.
Luego se reúne con las mujeres y sigue el encuentro. “Muchas veces he
estado en situaciones de peligro”, reconoce, “pero desde que asumí este
trabajo sé que es vivir por todos. No siento que deba tener miedo porque
hay algo mucho más allá que me está cuidando, los abuelos que ya no
están. Cada vez que voy a hacer algo, trato de hacer un rezo, una
oración, como me enseñaron ellos. No siento miedo, no sé si eso sea ser
valiente”. Su madre, una artesana que teje cestos de torote, la mira y
sonríe.
Las mujeres seri son parte importante de la economía familiar.
Representan, en muchos casos, el mayor ingreso de dinero. Aprenden el
arte de la cestería desde niñas y sus productos se cotizan en dólares en
Estados Unidos. La nación comca’ac era una cultura de matriarcados
hasta que llegó el hombre blanco y la cambió. Hoy, mujeres como Gabriela
intentan recuperar la política interna: “El trabajo es fuerte porque se
quiere retomar el rol de la mujer. Antes era ella quien diseñaba la
estrategia de guerra y más en mi familia. Eran las mujeres las cazadoras
de venado y lo entregaban a los guerreros”.
Y justamente su clan es el de los guerreros, por parte del padre; por
parte de su madre pertenece al de los cantores. Hay también clanes de
artesanía, guías espirituales, médicos tradicionales, entre otros roles
dentro de la comunidad. “Desde chiquita te instruye tu clan y te cuenta
las historias de antes para que no traiciones a tu pueblo y no te
vendas, para que veas por el bien de la comunidad y del territorio. Te
van formando y contando cómo llegaron los mestizos a exterminarlo todo,
desde el puerto de Guaymas hasta Puerto Peñasco”.
Descendientes de los 24 seris que quedaron después de la guerra de
exterminio, Gabriela asume la responsabilidad “para seguir conservando
todo lo que tenemos y dar la cara por todo lo que hay aquí”. A ella no
la arrullaron con canciones de cuna, sino con cantos de guerra.
Las mujeres en la lucha ya no son sólo cocineras o las que siguen a su hombre
A Punta Chueca, la otra comunidad comca’ac, llegó el entonces
Subcomandante Marcos en octubre del 2006, en el contexto de La Otra
Campaña. Fue el primer acercamiento de la tribu con las iniciativas
zapatistas y el Congreso Nacional Indígena. Gabriela era una niña
entonces. Su encuentro con esta red de pueblos, naciones y tribus del
país fue en 2016, en el marco de la asamblea que se llevó a cabo en
Chiapas para discutir la iniciativa de visibilizar las luchas de los
pueblos y llamar a la organización en el marco del proceso electoral del
2018. La tribu yaqui fue el puente.
Hoy son los jóvenes comca’ac los que participan en el Congreso y en
el Concejo. Los mayores se mantienen detrás de ellos, los protegen, pero
los dejan ir solos a las reuniones fuera del territorio. Ambas
generaciones acuerdan que los partidos políticos sólo los han usado y
dividido y que “llegó nuestro momento”, como dice Gabriela, “para unir
las fuerzas y visibilizar todas las luchas del país”.
La joven luchadora aclara que, a diferencia de los partidos,
“nosotros no prometemos nada, sino que estamos visibilizando a los
pueblos originarios y también a la sociedad civil”. Se trata, explica,
“de que afuera se conozca nuestra organización indígena, mostrar cómo
trabajamos en las comunidades. Los partidos políticos son gente que ni
siquiera conocemos y ellos eligen, ponen y quitan. Con nosotros cada
Concejal fue nombrado en asamblea, por decisión de un pueblo, esa es
otra diferencia”.
En cada acto público del Concejo Indígena de Gobierno son las mujeres
las que toman la palabra. Su vocera, María de Jesús Patricio, Marichuy,
es la última en hablar. Las voces femeninas denuncian y llaman a la
organización. “Somos muchas compañeras las que estamos en esto”, dice
orgullosa Gabriela Molina. Y todas, explica, “tenemos un trabajo en
nuestras comunidades, no es que una Concejala haya sido nombrada nada
más por bonita o por equis razón. Todas tenemos una trayectoria, muchas
son maestras, mujeres que trabajan con la medicina, que están en la
lucha social defendiendo su territorio. No somos gente que estábamos en
nuestra casa y que de un día para otro la comunidad o nuestros pueblos
nos nombraron porque sí”.
| Siempre las mujeres hemos levantado la voz para animar a los hombres a que den el paso para defender el territorio |
Las mujeres en la lucha ya no son sólo cocineras o las que siguen a
su hombre, cual fiel costumbre Adelita. Ahora toman la palabra y se
ponen a un lado de los hombres. No más atrás. Gabriela no niega el
machismo en su pueblo, pero asegura que cada vez más son las mujeres las
que levantan la voz. “Pero esto no es nuevo”, aclara, “pues siempre las
mujeres hemos levantado la voz para animar a los hombres a que den el
paso para defender el territorio”.
Asegura Gaby que antiguamente la nación comca’ac era un matriarcado y
que, en la toma de decisiones importantes, primero platicaban entre las
mujeres y ellas decidían. El machismo, dice, “llegó hace unos años y
también tiene que ver con que mujeres seris se casaron con hombres
blancos, el coxa o mexicano”. La diferencia no es poca. El coxa es el que no es comca’ac, el de afuera.
Se considera que son pocos los más de dos mil integrantes de la
nación de arena, pero el gobierno seri advierte que en 1920 llegaron a
ser sólo 200 habitantes. El incremento de la población es proporcional
al tamaño de su resistencia. Simplemente se niegan a dejar de existir.
“Aquí seguimos más vivos que nunca, luchando contra corriente, pero lo
queremos hacer. Queremos que entiendan que no estamos de acuerdo con las
reformas estructurales, que nunca nos consultan. Queremos que sepan que
no queremos sus proyectos. Queremos que ellos entiendan que estamos
aquí y queremos participar”.
Como pueblos, explica Gaby, “estamos acostumbrados a escuchar”, y es
justo lo que están haciendo en el recorrido por el país. Nada llegará
solo, dice, “así es que nosotros no nos quedamos sentados a esperar”.