7/10/2022

Tú puedes ser como nosotros


 - Pie de Página

Daniela Rea

Samuel García y Mariana Rodríguez representan la aspiración a ser una élite. ¿Por qué damos likes a una pareja de ricos, blancos, exitosos y a la ilusión de cercanía que proyectan a través de las redes sociales, pese a que sepamos que es mentira?

Texto: Daniela Rea*

Foto: Gabriela Përez Montiel / Cuartoscuro

CIUDAD DE MÉXICO.- Para definir qué es una élite, me dice la socióloga Alice Krozer, es necesario saber qué tipo de poder estás analizando. Así encontramos que hay élites políticas, élites económicas, élites culturales. Eso no sucedería con cualquier tipo de colectivo humano que quisiéramos analizar-comentar-entender. Decía el escritor y poeta Jean Cocteau que «el que generaliza miente», y añadía «pero no podemos escribir sin generalizar».

Una élite es la minoría selecta o rectora. Élite viene del francés élite que se refiere a “lo elegido”. “Por definición las élites son aspiracionales”, me explica Krozer, “son un ejemplo, un horizonte, para bien o para mal, que te hace pensar que algún día serás parte de ello”.

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Me invitaron a escribir sobre las élites. Y elegí escribir sobre una pareja, Samuel García y Mariana Rodríguez, que si bien no pertenecen a ninguna élite –no son las familias más ricas de México, ni siquiera de Nuevo León, su estado natal; la familia de él no pertenece a ninguna casta política, ni ella es la influencer con más seguidores– sí representan esa aspiración a serlo.

“Quisiera ser como ellos”, dijo Samuel al periodista Fernando del Collado en el año 2019 cuando en una entrevista le preguntó si quería ser millonario e importante como los empresarios de Nuevo León. “Quisiera ser como ellos, pero somos más medianones”.

Samuel es un abogado de 33 años que en una acelerada carrera política se convirtió en gobernador de uno de los estados más ricos de México; Mariana, de 26 años, es una psicóloga organizacional egresada de una de las universidades más caras del país, que se convirtió en modelo y empresaria. Su nombre “Mariana Rodríguez” es una marca registrada (ante el Instituto Mexicano de la Propiedad Intelectual, con el número 20415289): cada imagen, cada palabra, cada respiro que ella registra en sus redes le reditúa económicamente. Según un tabulador publicado por el periódico Excélsior, cuando Mariana tenía 1.2 millones de seguidores en Instagram (en octubre de 2021 llegaba a 2.1 ) una historia individual se cuantificaba en 400 dólares, un post en el feed en mil 200 dólares y 2 mil 500 dólares por un giveaway.

Samuel es hijo de una pareja formada por un abogado fiscal y una comerciante de clase media. El padre de Samuel, Samuel Orlando García, creció en un rancho y en su adolescencia se fue a Monterrey a estudiar la preparatoria, después la carrera de derecho fiscal. Su madre, Bertha Silvia Sepúlveda Andrade, nació en una familia de comerciantes, cuyos negocios de refacciones de electrodomésticos ella administraría al terminar la universidad.

A diferencia de sus padres que formaron su patrimonio “desde abajo”, Samuel nació en una familia con solvencia económica y siempre acudió a escuelas privadas. Y siempre, también, le gustaron los reflectores: a sus 8 años formó parte de un noticiero infantil al que entró porque al dueño del canal le pareció buena estrategia comercial poner a un niño “güerito” ante la cámara. Samuel duró tres años en ese programa que despedía con  lecturas religiosas de los libros de su mamá.

Mariana –en una historia que cuenta de sí misma ante estudiantes del TEC de Monterrey como parte de los programas de vinculación entre egresados y la comunidad educativa para compartir sus historias del éxito prometido por esa casa de estudios–, dice que desde los 8 años ha trabajado para obtener lo que quiere: de niña vendió golosinas afuera de su casa para comprarse la película de El Grinch; organizó cursos de verano a sus primos pequeños para comprarse unos tenis, dio clases de baile y modeló. Mariana se cuenta a sí misma como el ejemplo de que quien quiere, puede; de la meritocracia, del echaleganismo. Si ella pudo, cualquiera puede. Y claro, cualquiera quiere.

México es un país con casi 130 millones de habitantes. Es un país tan desigual que es posible que aquí viva el hombre más rico de América Latina y al mismo tiempo casi 60 millones de personas vivan en pobreza; tan desigual que el 10 por ciento de los más ricos concentran el 60 por ciento del total de riqueza nacional. Y quizá esta desigualdad aumente los próximos años: la crisis económica generada por la pandemia llevó a la pobreza a 4 millones de personas

En este país, con esta desigualdad, conocimos a Samuel y Mariana por sus excesos viralizados en redes sociales: las fotos de él montado un camello y vistiendo una kufiyya con lentes oscuros durante un viaje como senador a Qatar; las fotos de ella luciendo un reloj Audemars Piguet —que medios de comunicación valuaron en 60 mil dólares— mientras se tomaba una selfie casual con su perro.

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Samuel y Mariana son originarios de Nuevo León, un estado empresarial e industrial. Los habitantes de Nuevo León tienen, en promedio, un PIB per cápita de poco más de 16 mil dólares al año, casi el doble que el promedio nacional y casi cinco veces más que el PIB per cápita del estado más pobre del país, Chiapas, de donde germinó el movimiento zapatista, el EZLN.

Nuevo León, con su industria, contribuye con el 7.5 por ciento del PIB nacional, ocupando así el tercer lugar de los estados del país en aportación, después de la Ciudad de México y el Estado de México, con la salvedad de que éstos dos son los más poblados del país con 9 y 16 millones de habitantes, mientras Nuevo León ocupa el séptimo lugar de población con casi 6 millones.

Samuel y Mariana vienen, pues, de uno de los estados más ricos del país, del mismo lugar donde nacieron dos de las empresas más grandes del mundo en su rubro:  la cementera Cemex, y la embotelladora de bebidas  Femsa. Vienen de un estado en donde una parte de la población cree en el esfuerzo individual para salir adelante, en la “meritocracia” o “echaleganismo”, en el que se confunde la política social con el “mantener a los pobres”. 

Y, específicamente, vienen de una zona metropolitana que se cree más cerca del conservador y republicano estado de Texas, que de este país. Ya lo dijo Jaime Rodríguez Calderón durante una reunión diplomática cuando era gobernador de Nuevo León: “Somos un poquito más gringos que los mexicanos”. Monterrey está a dos horas de la frontera y a 8 horas de la Ciudad de México, esta cercanía geográfica se tradujo en una cercanía comercial y cultural, en un país sumamente centralista.  En un grupo de Reddit sobre Monterrey el usuario @turikitaka lanzó la pregunta: “¿Por qué dicen que Monterrey está Americanizado?”. Las respuestas hablaban de “emular el estilo de vida de Texas, principalmente”, “hablar inglés y comprar en los malls”, “tener mejores expectativas y estándares de vida que el resto del país”, “estar más adelantados que México en tecnología, moda”.

A diferencia de otros estados en el país que han sido gobernados por uno o dos partidos en su historia reciente, en Nuevo León la alternancia ha sido recurrente y esto es importante, coinciden el sociólogo Rogelio Hernández y el periodista Ernesto Núñez, para explicar, al menos en parte, la llegada de Samuel García a la gubernatura. Esa constante alternancia muestra el vínculo de la población con un líder más que con una ideología política. Nuevo León ha sido gobernado por el PRI, por el PAN, por un “candidato independiente” (aunque salió de las filas del PRI) y ahora por un partido pequeño y relativamente nuevo, Movimiento Ciudadano, con Samuel García.

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Samuel llegó a la política en el año 2015 cuando Movimiento Ciudadano se abrió a candidaturas externas y le dio una cuota a Rescatemos Nuevo León, una organización política fundada por un empresario con la aspiración de llegar a la gubernatura de la mano “ciudadana”. Su forma de hacer política es ruidosa y mediática: Samuel llevaba féretros de cartón a las oficinas del PRI para decir que ese partido estaba por morir; o microondas a sus compañeros del Congreso para exigir que “descongelen” iniciativas de ley. Samuel es lo que en el norte se conoce como un “hombre entrón”, es decir, macho, bravucón, un hombre que no se deja, que no se raja. Porque en México, los hombres no se rajan. Y en el norte, además, se echan para adelante.

Samuel pasó de los reflectores locales de Nuevo León a la política nacional cuando comenzó a publicar fotos de viajes y excesos. Una es aquella en la que se le ve arriba de un camello usando una kufiyya blanca y lentes oscuros en un viaje de trabajo, o la selfie junto a las ruinas romanas, también en un viaje de trabajo. Otra vistiendo una playera de Joe Montana en el Superbowl a inicios de la pandemia o posando junto a un elefante durante su viaje de safari a África. 

O cuando se hizo una selfie con el reloj Rolex que usó en su boda, valuado en 12 mil dólares, o cuando comentó en una entrevista que él conocía a gente que vive con “suelditos” de 2 mil,  2 mil 500 dólares mensuales y son felices pues con eso les alcanza para la familia y las colegiaturas de escuelas privadas. “Suelditos” que son 10 veces más el ingreso promedio de los mexicanos. Desde que era diputado, senador y ahora gobernador Samuel presume en redes sociales y en entrevistas de no necesitar dinero y regalar su sueldo de 5.000 dólares a organizaciones ciudadanas. Ya antes había donado su auto deportivo BMW i8 -con un valor aproximado de 125 mil dólares- a una asociación civil, luego de confundir que ésta ayudaba a perros en lugar de niños con cáncer.

Dice la lingüista y escritora Deborah Tannen que poder y solidaridad están en una relación paradójica y aunque parecen ser opuestos, en realidad están implicados: cualquier gesto de solidaridad implica el ejercicio y la confirmación de superioridad. El impulso “generoso” como una constante demostración de poder. En estos casos Samuel ¿está siendo generoso al compartir su riqueza, o está tratando de ostentar su dinero y recordarnos que él puede, que él tiene? 

Samuel vendría siendo algo que en México conocemos como “los nuevos ricos”,  que surgieron a partir de la llegada del neoliberalismo a México. El sociólogo Hugo Cerón dijo, durante la presentación de su libro Privilege at Play: Class, Race, Gender, and Golf in Mexico —el resultado de una investigación etnográfica con las élites que acuden a los campos de golf privados en la Ciudad de México—, que los nuevos ricos, las nuevas élites, necesitan constantemente mostrar quién son y suelen ser más clasistas. “La élite nueva requiere el clasismo para cimentar una posición casi de farsa, siente que no es porque no nació en ese espacio”, a diferencia de las élites de tradición que no ven la amenaza de dejar de pertenecer. 

“Se les tiene que notar que son ricos, se les tiene que notar que sus posibilidades son infinitas”, me dice por su parte el periodista Alberto Tavira cuando le pido que analicemos sus publicaciones de Samuel y Mariana en redes. Tavira, un periodista estudioso de las historias de fama, corazón y política.

“Las mejores bolsas, los mejores zapatos, las mejores casas, los mejores coches, los mejores relojes. Como no les alcanzan luego los apellidos, tienen que mostrarlo al mundo, que se me note que pertenezco”, continúa Alberto.


Yo suelto una carcajada y en ella el fastidio de pasar horas y horas mirando las publicaciones de ambos en sus redes, su frivolidad, su privilegio que les es invisible, su mundo de filtros.

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Samuel es un millenial que estudió en el Tec de Monterrey, “el clásico chavo de familia acomodada”, dice el periodista Ernesto Núñez. Cuando cumplió 15 años, México vivía la alternancia política con Vicente Fox, el gerente de la coca-cola que se convirtió en  el primer presidente de oposición en el país; un tipo irreverente que gobernaba con polémicas frases como aquella en la que su evidenció su racismo “los migrantes mexicanos hacen trabajos que ni siquiera los negros quieren hacer” o su machismo «el 75 por ciento de los hogares de México tienen una lavadora, y no de dos patas o de dos piernas, una lavadora metálica”.

Samuel entendió la política como un show mediático y lo ejerció a través de sus redes sociales. “En ese sentido fue rompedor, le valió gorro la incomprensión chilanga, él representaba el aspiracionista de veras, con sus lentes en Qatar”, sigue Ernesto Núñez. Justo ese gesto, que fue repudiado por cierto grupo intelectual en el centro del país, en el norte lo catapultó. “Quizá también sea un cambio de época en que las masas electorales ya no quieren purezas ideológicas, sino pragmatismo”, calcula Ernesto.

Esa forma de hacer política poco empataba con la unidad y lealtad de las élites políticas tradicionales de las que escribió  Rogelio Hernández. “La unidad de una élite política, su renovación sin conflictos y sobre todo una clara continuidad en proyectos e incluso en estilos de comportamiento (…) dieron lugar a la versión de la ‘familia revolucionaria’ integrada por los políticos más destacados y que decidía quien ejercía el poder. Aunque este entendimiento fue el eje del ejercicio del poder desde el México post-revolucionario, particularmente al interior del PRI que gobernó durante 70 años ininterrumpidos este país, las escisiones del partido en otros de centro, centro izquierda, como el PRD o Morena, también responden a esas lealtades aún vigentes en una parte de la élite política.

Otra parte es esa en la que caben políticos como Samuel García. La alternancia rompió con estos patrones y reglas: el que se mueve no sale en la foto —regla de oro para frenar a los ansiosos por despegar en la carrera presidencial—, o el dedazo —otra regla de oro con la cual el presidente en turno designaba a su sucesor—, rituales que le permitieron al sistema sobrevivir hasta inicios del siglo XXI, cuando entró en crisis. Y la alternancia trajo también la llegada al poder de personas que no tuvieron formación política, sino empresarial, técnica, o simplemente fama.  Quizá el ejemplo más contundente de esto fue que un gerente de Coca-Cola, Vicente Fox, se convirtiera en el primer presidente de la alternancia.

“Una característica de estos nuevos grupos en el poder político”, me dice Rogelio Hernández en una conversación, “es su gran inexperiencia y carencia de trayectorias políticas, y que se relacionan en una especie de mutualismo: el partido que les lleva al poder se beneficia de ellos y ellos del partido”. Con algunas excepciones, siempre las hay, de políticos de oposición que se formaron en la administración pública y en puestos legislativos. En los años recientes las boletas electorales se han llenado de actrices, actores, deportistas, luchadores (esos hombres enmascarados que «pelean» en un ring) que, por su fama entre el público, o estridencia mediática, prometen ganar votos, aunque no tengan una formación política, como Samuel.

Y el mismo Samuel presume de no pertenecer a la élite política, un discurso que ya hemos escuchado antes en Trump, Bolsonaro o Bukele, políticos hechos a punta de likes. “Una degradación de la política para convertirse en otra cosa, que es el espectáculo”, opinó la politóloga Denisse Dresser en una mesa de debate sobre el triunfo del neoleonés.

En la entrevista que Samuel tuvo con el periodista Fernando del Collado, en el año 2019, rechaza a esa “vieja política” que califica como un sinónimo de mentiras y envidias. “Voy aprendiendo qué es ser político, pero no quiero ser este político, trato de ser disruptivo y revolucionario, no quiero ser el típico político que se hace de favores, de poder para llevar carne al asador”, dijo, quedarse con todo, símbolo de la corrupción política.

Ya Morelos, un estado en el sur del país, fue gobernado por el futbolista Cuauhtémoc Blanco, y varios diputados y diputadas vienen del mundo del espectáculo, específicamente del mundo de Televisa, la responsable, a través de sus ficciones, dramas y telenovelas, de la formación emocional de varias generaciones en este país, incluso de América Latina.

No hay partido que sea la excepción en reclutar este tipo de entes, lo hacen los de la derecha, los de la izquierda y los que se autonombran “ciudadanos”. Aunque destacan los partidos Movimiento Ciudadano y Partido Verde Ecologista de México que, a diferencia de otros de más tradición como el PRI y el PAN, no tienen una ideología definida, tienen poca militancia y están a la caza constante de quien pueda darles votos. En otras palabras: son partidos comodines que igual irán a la derecha o a la izquierda según sus necesidades de electores.

Así que en este mundo de rarezas la llegada de Samuel no sorprendería tanto si no fuera por la rapidez con que llegó a la gubernatura de uno de los estados económicamente más importantes del país, por la pronta edad a la que llegó a ese cargo —33 años cumplidos, ubicándolo como uno de los dos gobernadores más jóvenes—, por haberlo hecho de la mano de su esposa Mariana Rodríguez, una influencer; y por la  constante exhibición de sus viajes y lujos en redes sociales, en un país donde la mitad de su población apenas alcanza para comer.

En Nuevo León, durante su candidatura a la gubernatura, Samuel García ganó gran popularidad entre el público joven asiduo a las redes sociales como el rostro joven de la política que promete traer un cambio al gobierno. Foto: Arturo Contreras Camero / Archhivo PdP.

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En el año 2015, cuando Samuel García era candidato a la diputación local, declaró en una entrevista: “En México en el norte trabajamos, en el centro administran y en el sur descansan”.

Si vemos un mapa de México, trazado por los niveles de pobreza, hay una clara división entre el norte y el sur. El sur, el sureste del país, concentra los mayores niveles de pobreza y también de población indígena. En el sur están los estados de Oaxaca, Guerrero y Chiapas, estados de gran tradición de lucha social, sindical, magisterial y territorial. El norte es una región con tradición industrial orgullosa de haberse construido de la nada: los norteños domaron la hostilidad del desierto y construyeron un imperio.

La frase de Samuel García —sobre el norte trabajador y el sur mantenido representa una forma de pensamiento en la que se culpa al pobre de ser pobre: son pobres porque quieren, son pobres porque no trabajan. Una idea decimonónica de lo racial que considera a las personas indígenas flojas porque asume que en el sur exuberante sólo con estirar la mano pueden tener los alimentos de los árboles, un mango, un coco, un banano; una idea que visualiza a las personas del norte como esforzadas y trabajadoras, frente a las del sur, a las indígenas, a las morenas, como atenidas y flojas. “Se están actualizando los discursos raciales en México, poner de nuevo en el discurso la diferencia racial, no sólo en el color de piel, sino en el estilo de vida”, me dice Itza Varela, socióloga del Colegio de México, enfocada en los estudios de género y racismo, “es una especie de adecuación de lo que Trump dice de los mexicanos, pero al interior de México, esa idea de que en el norte son mejores, son menos indios que en el sur”.

Una forma de pensamiento que encarna el racismo y el clasismo que se entrecruzan en este país y que han sido estudiados por los sociólogos Alice Krozer y Hugo Cerón.

“El racismo no se puede separar del clasismo ni de la exclusión económica porque todas las anteriores operan como un conjunto, escondiéndose una detrás de las otras”, escribió Hugo Cerón en el verano del año 2020. A este efecto le llamó “la racialización de la clase”.

“¿Cómo se puede reconocer a simple vista si una persona es rica o pobre?”, preguntó Alice Krozer en una investigación sobre el privilegio. La respuesta: por el color de su piel. El oscuro tendrá cuatro veces más posibilidades de vivir en la pobreza y seis veces menos de acceder a la universidad que un blanco. El quintil más rico del país está compuesto en su mayoría por personas de piel clara.

“La realidad es que la pobreza tiene rostro moreno, mientras que la élite sigue viéndose blanca”.


En la zona metropolitana de Monterrey el antropólogo Juan Antonio Doncel realizó un estudio en escuelas preparatorias y encontró que los estudiantes relacionaban el ser indígena a estereotipos como “incapaces de progresar”, “conservadores en sus tradiciones”, “higiénicos a veces”. Docel les preguntó qué pasaría si tuvieran un maestro indígena y respondieron con burlas y risas.

En este contexto, en este país, Mariana publicó en su IG un video sobre un curso que había tomado para aprender a ser ama de casa: “Te enseñan de todo”, contaba a sus seguidores, “cómo tender una cama súper bien, cómo lavar un baño, lavar, planchar…  ahí pueden mandar a sus empleadas de su casa, si tienen, y las capacitan porque a lo mejor no tenemos el tiempo de andar capacitando y les dan el curso de 4 sesiones, les enseñan desde todo, desde arreglos florales, envolver el regalo, el jardín, baños, camas, etcétera”. En México las trabajadoras del hogar son, casi en su totalidad, mujeres de piel oscura y sólo 1 de cada 10 tiene seguridad social, pero de eso no era el taller, menos hablaba el video.

Hugo Cerón, en su investigación etnográfica con las élites —todas ellas altas, blancas y rubias— buscaba entender cómo se articula el privilegio en México y cómo los privilegiados entienden las inequidades. Cerón quiso saber por qué las élites creen que los pobres son pobres y les formuló la pregunta: ¿Por qué los caddies -asistentes de los golfistas- son pobres, teniendo un nivel de juego semejante a alguien profesional? Para las élites la decisión de un caddy que elige la seguridad económica de los torneos nacionales en lugar de arriesgarse en los torneos americanos, era un ejemplo de la mediocridad que tiene a los pobres sumidos en la pobreza. Lo que no veían las élites es que ese caddy tendría que invertir todo su capital de 3 o 4 años de trabajo, para saltar a la liga norteamericana de golf, un riesgo demasiado alto para tomar. “Desde la riqueza, las barreras cotidianas que la pobreza genera son invisibles y les parecen ilógicas”, dijo Cerón durante la presentación virtual del libro. Desde las élites eso era una muestra de mediocridad.

Además encontró que el poder se entrelaza con nociones de género y, en ese sentido, la masculinidad es clave. Desde afuera, un hombre y una mujer se ven iguales, igual de ricos, pero las dinámicas de género juegan un papel fundamental en la reproducción del privilegio. Las mujeres son, pues, privilegiadas subordinadas. Con todo el dinero y poder, las mujeres no pueden asistir a jugar golf a ciertos horarios. De hecho, esta relación entre géneros se replica a lo largo de los estratos socioeconómicos de la población mexicana: hay machos con dinero, hay machos sin dinero. ¿Por qué habríamos de pensar o esperar que las élites no encarnan las violencias de género? ¿Es ese un gesto de nuestro racismo?

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Eso pensamos quienes vimos el video de IG que transmitieron en vivo Samuel y Mariana a mediados del año 2020 cuando ella se contagió de covid-19 y compartieron una cena “virtual” en habitaciones separadas dentro de su casa. Comiendo costillas con las manos, él le ordenó a su esposa ante la audiencia “Sube la cámara, estás enseñando mucha pierna”. Mariana, consternada, le pidió perdón porque ella no alcanzaba a ver lo que mostraba su pantalla. “Me casé contigo pues pa’ mi, no pa’ que andes enseñando”, le respondió Samuel.

Los comentarios no se hicieron esperar. En redes sociales, en el Congreso (Samuel era senador en ese entonces) se dijo lo obvio y esperado: que era un macho y ella considerada un objeto. Políticos y usuarios de redes sociales creyeron que su aspiración a ser gobernador estaría en quiebra a partir de esta escena. Pero no fue así. Tres meses después la intención de voto para Samuel pasó de 8 a 32 por ciento. Y una de las explicaciones que hacen a la distancia analistas políticos es la capacidad de Mariana de venderlo como un producto. Fue ella y no él quien ganó la elección. El Instituto Nacional Electoral revisó los gastos de campaña para gobernador de Samuel y calculó que Mariana hizo mil 345 publicaciones en sus redes sociales de apoyo al candidato, es decir su esposo, y señaló que esos posts en sus redes equivalían a 1.300.000 dólares, por lo que impuso una multa al candidato ganador por violar la ley, una multa que aún se pelea en tribunales.

Y de nuevo la polémica. La pareja argumentó que apelaría la multa y Mariana, una Mariana feminista e indignada, puso una denuncia ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos en contra de los funcionarios del órgano electoral por haberla cosificado y considerado un objeto de su marido, una mujer sin voz ni opinión propia.

“Seamos honestos, muchos pensamos en Mariana como una mujer hueca, pero yo ahora me trago cada una de mis palabras”, dijo la periodista Carolina Hernández en su video-columna “¡Yo qué voy a saber!”. En ella, Carolina explicaba cómo subestimó la personalidad de Mariana después de la escena de las piernas y las costillas, hasta que entendió su madera empresarial. Samuel y sus frases, sus derroches, su machismo, su arrogancia, su exhibicionismo se había convertido en un meme, pero Mariana lo capitalizó convirtiendo a Samuel en un producto. “Entendió perfecto cómo aprovechar la cultura aspiracional que se vive en Nuevo León. Mariana definitivamente sabe vender cosas que nadie necesita y los regios saben comprarlas”, dijo Carolina Hernández en su columna.

¿Por qué Mariana permitió que su esposo le hablara así y meses después reclamó a los funcionarios electorales que la consideraran un objeto? Quienes vimos ese vídeo entendimos que quien la trató como un objeto fue su esposo y ella no sólo lo permitió sino que incluso le pidió perdón por enseñar su pierna en público. ¿Es la personificación de una buena esposa, una buena mujer que no es rijosa, no muestra su cuerpo en público y, sobre todo, se asume que se debe al hombre frente a ella? ¿Es esto una falsa moralidad de este tipo de élites?

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Cada vez que contamos nuestra vida estamos construyendo una ficción, dice la escritora Sylvia Aguilar Zéleni. En sus talleres de autoficción, Sylvia nos dice a quienes queremos aprender a escribir historias personales, que nos inventamos constantemente, desde la forma en que narramos cómo fue elegido nuestro nombre, hasta la manera de contar cómo llegamos a donde llegamos. En cada palabra, en cada imagen, elegimos la forma en que queremos ser mirados y conocidos.

Y nosotros conocemos a Samuel García y Mariana Rodríguez a partir de lo que nos han mostrado en las redes sociales, a partir de la ficción que construyen de sí mismos. Samuel y Mariana de piel blanca y cabello rubio, de cuerpo atlético, saludables, afortunados, amados. Samuel y Mariana ejercitándose, maquillándose, vistiéndose, rescatando mascotas. Mariana visitando niños enfermos de cáncer, rapándose con ellos como símbolo de su enorme corazón empático, arruyando bebés de adolescentes en una institución de refugio, exhibiéndolas, exponiéndolas en su cuenta de IG (“la mamá de este bebé consume cristal”, “esta se embarazó de un hombre de 40”), enseñándoles a “ser madres”, a dormir con sus bebés porque quien les manda andarse embarazando. Mariana llorando ante la cámara la muerte de su mascota, promoviendo las empresas de sus seguidores. Samuel y Mariana muy cerca de sus seguidores con quienes comparten sus alegrías, como su noviazgo, su compromiso, su boda, hasta sus problemas y dificultades: como cuando Mariana contó en un video de IG “todos los obstáculos que me han tocado vivir” como perder las chanclas en la playa, o que se le cayera su iphone en la marina; o Samuel que contó en una entrevista con un influencer su difícil juventud cuando su papá lo llevaba a trabajar a la oficina “pero era bien duro porque me decía si quieres que te pague la semana te tienes que ir conmigo al golf el sábado y al terminar los 18 hoyos te pago la semana”. El papá insistía que en el golf era el lugar en el que podría relacionarse y encontrar clientes importantes. ¿Quiénes tienen acceso a jugar golf en este país? La gran mayoría de los habitantes del país son el caddy con la bolsa y palos a cuestas, o son quienes se quedan sin agua en sus casas para que los jardines del campo estén siempre regados.

Una autoficción. Incluso lo que parece ser un día cualquiera de su vida cotidiana, como las fotos de Mariana recién levantada y desmaquillada, en esta lógica de construirse y contarse, es una creación con un objetivo claro: mostrarse, exhibirse, ser deseados.

“No soy esa figura que tachan de frívola de puro Ferragamo de lujos”, dijo Samuel García al analista político Hernán Gómez en una entrevista en que lo puso de frente con sus fotos de viajes, lujos y despilfarros.  “Quizá mis redes dan la impresión de otra cosa, de materialidad, pero no hay nada de eso, soy un regiomontano común y corriente».

¿Qué les permite a Samuel y a Mariana hacer un víieo y exhibir sus riquezas y problemas como perder una chancla o madrugar para jugar golf  en un país de 10 mujeres asesinadas al día, de 90 mil desaparecidos, de casi 60 millones en pobreza? ¿Qué lo permite? le pregunto a la socióloga Itza Varela. “Lo permite que se creó una burbuja alrededor de las redes sociales. Esas tesis de que las redes sociales democratizaban las voces es bastante chafa porque en realidad no democratizó nada. Sólo hizo una nueva burbuja de toma de decisiones donde la voz se mide a partir de cuántos seguidores tienes. Hablar de una chancla, hablar del golf es una distracción profunda y por lo mismo es profundamente político. Estamos viviendo la idea de la caja idiota de la televisión, remasterizada”.

En la historia contemporánea de México abundan los políticos que se casaron con mujeres famosas antes de llegar al poder o ya en él. Estas historias las conoce bien Alberto Tavira, que nos ha traido a la vida nacional la historia rosa de los hombres poderosos, primero con sus columnas, después con sus libros y recientemente con su serie de podcast llamada “Dinastías del poder” que cuenta los lazos de sangre y amor en la política mexicana.

Justo en esta serie de podcast Tavira narra las historias de amor entre políticos y mujeres famosas, como la del ex presidente Enrique Peña Nieto con la actriz Angélica Rivera, entonces en la cúspide de la carrera por haber personificado a la Gaviota en la telenovela “Destilando amor”. O el romance entre Emiliano Salinas, hijo del ex presidente más polémico del país, Carlos Salinas de Gortari, con la actriz polaca Ludwidka Paleta. Hace ya un par de décadas Ludwidka protagonizó la telenovela infantil “Carrusel” en donde personificaba a María Joaquina, una niña rubia y millonaria que acude a una escuela en donde un niño moreno y pobre se enamora de ella. Yo vi esa telenovela y aprendí, en sus 358 capítulos, que los rubios y blancos son más felices, más exitosos, más amados. Yo quise ser rubia y ser amada. Recuerdo a otra compañera del salón que también veía la telenovela también quería ser rubia y amada. Llevó sus deseos al grado de vestirse, peinarse y actuar como María Joaquina. Una tarde que hacíamos en casa la tarea escolar, su papá la recogió en un auto destartalado. Mi compañera negó que ese hombre moreno fuera su papá, en su ficción nos dijo que se trataba del chofer.

“Lo que hoy es el discurso y la estética del IG, del tiktok, para las generaciones anteriores fue la telenovela”, dice Itza Varela, “en términos mediáticos, pero también, desde mi perspectiva, con una noción muy particular de lo racial, sin que se enuncie como lo racial”. No sólo es el color de piel (blancos, rubios) de Mariana y Samuel, sino la vida que representan: ser atléticos, tener dinero, tener voz, poder decidir y no tener discapacidades o neurodivergencias.

Le pregunto a Alberto Tavira qué diferencia encuentra entre la pareja de Samuel y Mariana -si bien ella no es actriz, es modelo e influencer- y las otras parejas entre famosas y políticos.

“Esta pareja es la culminación de una crónica de redes sociales anunciada”, me dice Alberto. Se refiere a que desde el año 2012 los analistas políticos calculaban hasta qué punto las redes sociales serían una influencia determinante en la intención del voto. En ese entonces la apuesta seguía siendo la televisión, como lo evidenció la unión entre la actriz del horario estelar, Angélica Rivera, y el heredero de la élite política, Peña Nieto. Pero en el 2021, dice Alberto, “me parece que se actualiza el canal, aunque en el fondo estamos viendo este fenómeno de usar distintos reflectores”.

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El humor de Alberto en medio de las lecturas y la redacción de este texto es un respiro. Samuel y Mariana no me simpatizan. De alguna forma lo que ellos muestran de sí mismos en las redes sociales, la forma en que accedo a ellos, representa mucho de lo que rechazo en las personas. De él su machismo, su arrogancia -incluso cuando “pide perdón”-, su prepotencia. De ella su frivolidad, su protagonismo, el cálculo constante y permanete de su (falsa) empatía. Desde que empecé a reportear y escribir este texto me he enfadado conmigo misma por dedicar horas y horas a revisar su carrera política, sus redes sociales, ver sus videos, sus derroches; por tratar de articular algo que tenga un poco de sentido y no sólo mi tripa y mis prejuicios vertidos en la página. Le cuento esto a Alberto y con una frescura envidiable me dice: “Pero si son fantásticos (los ricos), de verdad. Yo los observo y los analizo y me entretienen tanto”. Alberto disfruta analizar a los protagonistas del poder político desde la sociología y la crónica rosa. Y nos lo hace digerible, nos permite reírnos de ellos.

Ya antes había conversado con la socióloga Alice Krozer sobre mi antipatía a los ricos que no tienen empacho en ostentar su privilegio, su supuesta superioridad a base del dinero. Parto de mi prejuicio, de una generalización hacia ellos (y los errores que esto implica) y de mis sesgos como reportera que  durante 20 años de trabajo he investigado y escrito sobre pobreza, sobre violencias de estado y criminales, sobre violencias de género, sobre comunidades desplazadas y despojadas por la migración. Mi antipatía surge de mi incomprensión sobre la disociación entre su vida (o lo que muestran de ella) y la vida de la mayor parte de personas de este país; sobre esa estupidez que les impide ver el mundo más allá de su privilegio que les es invisible, más invisible conforme más viven en él.

Alice realizó una investigación en la que se entrevistó con personas ricas, privilegiadas y blancas para tratar de entender la experiencia subjetiva del privilegio, su comprensión de la desigualdad y la movilidad social. En su investigación Krozer encontró que los ricos se explicaban la desigualdad en el hecho de que las personas son diferentes. Desde su concepción es naturaleza humana que haya desigualdad, porque hay personas diferentes, unas más inteligentes que otras o más suertudas que otras o más trabajadoras que otras. “Y está bien que exista, lo que tú quieres es que el que sea muy pobre, pues no se esté muriendo de hambre”, le respondió uno de sus entrevistados.

“El mito de la meritocracia no sólo es falso, sino también injusto”, escribió Alice Krozer, “pues acepta una diferencia de ingresos sistemática ignorando que el privilegio, en vez de distribuirse de forma aleatoria a través de una población, es acumulativo: la suerte es atraída por los suertudos (…) Y así la meritocracia, el echaleganismo terminan siendo el mecanismo para la transmisión dinástica de la riqueza y del privilegio de una generación a la siguiente. Lo insidioso del discurso es que, conforme más refleje la riqueza la distribución del talento natural y los ricos se casen entre sí, más la sociedad se termina ordenando en dos clases principales, ambas aceptando que tienen (más o menos) lo que se merecen”.

En una conversación con Alice le pregunté qué requería de ella el hacer trabajo académico con las personas blancas, ricas, privilegiadas; muchas de ellas clasistas y racistas. Alice me dijo que contaba con dos condiciones: una, la curiosidad auténtica de acercarse a preguntar para entender; otra, la empatía.

Mientras escuchaba a Alice recordé que cuando Pablo Ferri, Mónica González y yo trabajamos una investigación sobre soldados que matan, ambas condiciones que plantea operaron en las entrevistas con los soldados: la curiosidad y la empatía. Pero también, mientras la escuchaba, pensaba que quizá yo podría tener una curiosidad genuina para entender a las personas blancas, ricas, privilegiadas, pero no me sentía capaz de llegar a la empatía que, de alguna forma, sí operó con los soldados. Me siento capaz de tener empatía con los soldados, pero no con una pareja que se regodea de su privilegio en uno de los países más desiguales del mundo.  ¿Por qué puedo tener empatía con soldados acusados de matar, torturar y desaparecer personas y no con una pareja de nuevos ricos que cada día ostentan ante el mundo su privilegio?  Los soldados sobre quienes investigamos fueron personas construidas para ser violentas, como dice la teórica Pilar Calveiro, llevadas a los límites de su propia vida para salir dispuestos a matar o a morir; los soldados fueron entrenados en el ser violentos y forzados a responder a mandatos de masculinidad, como dice la feminista Rita Segado. Por otro lado, (de nuevo advierto sobre mi prejuicio y el riesgo que conlleva la generalización) las personas blancas, ricas, privilegiadas, o al menos lo que representan Mariana y Samuel en sus redes sociales, tienen la posibilidad de actuar desde la voluntad propia, al menos en teoría y según  lo confirman en sus redes. Toman decisiones activas, libres, marcadas por su estructura. Y esa actuación y el contexto general del país en el que se enuncia, es tan abismal que llega a ser obsceno. Mientras los soldados enfrentan un exceso de realidad que supera su propia voluntad, los ricos, blancos, privilegiados simplemente no la ven. Y no la ven porque pueden decidir no verla.

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En los últimos años se ha puesto sobre la mesa la discusión de cómo el mestizaje funcionó como una forma de blanqueamiento (o borramiento) de muchas poblaciones indígenas y afrodescendientes. Esta idea de que en México no existe la raza, pues todos venimos del mestizaje, con la intención de una supuesta unidad nacional. Cuando nuestra piel no es blanca, intentamos blanquearnos con nuestra forma de consumir, con nuestras aspiraciones, con lo que vemos, con lo que seguimos, con lo que calificamos con un like. Lo decía Hugo Cerón, el sociólogo que hizo etnografía de las élites en los campos de golf. Una de sus metodologías de trabajo, por decirlo de alguna manera, era “blanquearse” para acceder a los poderosos, él, para ser escuchado, considerado. Él, un hombre moreno, les hablaba en el perfecto inglés que aprendió durante sus estudios de postgrado en Oxford, les comentaba sobre los bares europeos en donde tomó alguna cerveza. Blanquearse, copiar patrones,  parecerse a lo que es el éxito, según uno mismo o, en este caso, los demás.

Una de las cosas que llamó la atención de Krozer durante su investigación sobre el privilegio fue la relación entre la riqueza y la apariencia por el fenotipo. Quinientos  años después de la llegada de los españoles a América la élite en México sigue siendo blanca, comparada con el resto de la población. “Hay criterios de exclusión que les permite mantenerse igual, pero al mismo tiempo tiene que haber mecanismos desde afuera que avalan eso y ahí hay una cuestión específica de la sociedad mexicana, hay una aspiración, hay un valor atribuido a esa apariencia física y cultural porque la blanquitud es una actitud y eso es valorado porque está asociado a la riqueza, al éxito”, me dijo en la conversación que tuvimos.

Rogelio Hernández, del Colegio de México, considera que un triunfo de alguien como Samuel (y Mariana) refleja que el racismo está latente y  que no hay una formación política en la sociedad. Para la periodista Carolina Hernández “no hay culpa de los regios al elegirlo, es que no hay opciones” y en esas pocas opciones Mariana y Samuel resultaron accesibles, cercanos y simpáticos al electorado.  Para Tavira ese triunfo representa que somos una sociedad con sobredosis de entretenimiento e ignorancia. O, en palabras de Zygmunt Bauman, “la sociedad de consumo proclama abiertamente la imposibilidad de la satisfacción” que nos hace demandar cada vez más y más inmediatos satisfactores, al tiempo que hacemos de nosotros humanos más dependientes e incapaces de razonar, dudar, resolver, por nosotros mismos, ideas y problemas y formas de relacionarse con esos problemas, como lo propone el ensayista Antoni Brey.

“La sociedad quiere que le cuenten cuentos de hadas”, me dice Alberto Tavira. “Cuentos de mujeres bonitas, felices, de príncipe azul, de casas bonitas”. Eso lo entendió muy bien la revista Hola, fundada en 1944 a finales de la Segunda Guerra Mundial: la gente ya no quería ver muertos, ni pobreza, ni destrucción, quería ver gente bonita, feliz y rica y a partir de ahí el mundo tuvo un cuento de hadas semanal.

Mariana es ese cuento de hadas. Y sí, claro que la gente queremos ser felices y si no somos felices, queremos ver a otros ser felices y vivir esa vida que no vamos a poder. Ese anhelo, esa aspiración está depositada ahí”.


“Una persona mestiza puede buscar blanquearse con lógicas de consumo que permiten pertenecer a ciertos espacios que, por  su condición de clase y corporalidad, no podría”, dice Itza Varela.

“En sus publicaciones, en sus redes, lo que Mariana y Samuel nos dicen es que ser rico está bien, tener está bien. Y lo que sus seguidores ven es esa posibilidad de serlo, esa aspiración”, me dice Carolina. “Queremos eso, en el fondo todos queremos irnos a Aspen a esquiar, en el fondo tenemos miedo a ser prietos”.

Damos likes a una pareja de ricos, blancos, exitosos; damos like a esa aspiración de pertenecer a la élite, a lo exclusivo; damos like en esa ilusión de cercanía que nos dan a través de las redes sociales, en cada post que nos dice “tú puedes ser como nosotros”, aunque sepamos que es una mentira.

*Este texto es parte del proyecto Élites sin destino. Apoyado por el programa de medios y comunicación para América Latina y El Caribe de la Friedrich-Ebert-Stiftung (FES).

Daniela Rea

Reportera. Autora del libro “Nadie les pidió perdón”; y coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado”. Dirigió el documental “No sucumbió la eternidad”. Escribe sobre el impacto social de la violencia y los cuidados. Quería ser marinera.

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