12/04/2022

Humanismo


Me gustaría conmemorar el cuarto aniversario del triunfo obradorista refiriéndome al tema del humanismo propuesto en su discurso del 27 de noviembre por el Presidente. Como sabemos, este movimiento es por el derecho a la existencia de millones que fueron tachados de desechables por el régimen neoliberal. Los que no tenían propiedades, los que no consumían lo suficiente, los que no sabían lo necesario, eran inhumanos. Pero ese rechazo, ese borramiento, empujó a los desechables desde la precariedad hacia la vida pública. Los desechables usan la politización para autodefinirse y, en su camino, ejercen ese influjo de clarificar nuestros conflictos hacia otras áreas que el antiguo régimen consideraba separadas y hasta superiores a la política: la economía, la academia y la moral. Todavía recuerdo a los que se escandalizaron cuando se comenzó a hablar de moralizar la vida pública: se trastornaban porque la moral era una cosa privada. La politización de la ética significa sacar al juicio entre hacer el bien o hacer el mal de la esfera puramente privada y hacerlo un asunto público. Así, se opera uno de los cambio sustanciales de cómo vemos al gobierno y a los gobernantes: no es que desplieguen una técnica, la indolente gobernanza, lo corporativo llevado a los cargos públicos, sino que deben tener una moral pública a favor de la felicidad de los más.

Primero, hay que separar al humanismo de lo humanitario. Éste último se preocupa por el pobre y el débil sin cuestionar el por qué de la pobreza y la precariedad. Lo hace, con frecuencia, para quedar bien con Dios, es decir, su objetivo no es resolver la injusticia, sino salvarse. Lo vemos cuando los neoliberales hablan de la filantropía como forma de aproximarse al tema de la pobreza, adoptando un mexicano o sorteando dinero por sus redes sociales. Ser humanitario es una opción personal que puede o no tomarse, pero está dirigida, no a hacer el bien, sino a quedar bien con los demás, a pasar por bueno, por caritativo. No es una relación con el otro débil y vulnerable, sino con quien asiste al acto de bondad, sea la divinidad o la celebridad. No es binaria, sino triangular. El humanismo, al contrario, parte de otra coordenada: que el individuo es resultado de una construcción social y que su buena o mala fortuna es, en esencia, un producto del azar. Del azar de nacimiento, de la geografía, de las desventuras. Es más: el sujeto es sólo social; no existen esos sujetos-átomo del liberalismo que piensan y, luego, existen, que se conducen con racionalidad y un propósito deliberado. Cualquiera que haya sufrido una pena o sentido una pasión sabe que no hay tal cosa como sujetos que se autoconduzcan. Más aun, aunque el liberalismo creó la individualidad como propiedad privada, el propio neoliberalismo tomó la pasiones de la ambición y la avaricia para mover a sus sujetos, ahora que nos remachan con aquello de que la democracia mala es la de las emociones. Reconociendo que somos movidos por algo que está más allá de nosotros, es que podemos hablar de humanismo, como el reconocimiento íntimo y común de que somos resultados del azar y que, en esa vulnerabilidad existencial, somos iguales. La disposición al humanismo es colectiva y es moral, pero también debe ser institucional. A diferencia de la decisión individual del humanitario, el humanismo es por derechos universales, no por donativos. Se otorgan los derechos como reconocimiento de nuestra igualdad en la fragilidad. Y es política: hay prioridades, se trata de atacar las inequidades, se escuchan las dolencias ajenas, se actúa en consecuencia. La moral no es más un asunto privado, sino que se ve arrastrada a lo público. No debe existir más una población o grupo sobrante por razas, clases sociales, géneros, capacidades, tipos de familias, y sus esferas que habían sido consideradas cuestiones privadas, íntimas, que no debían discutirse como parte de la política.

Aquí surge otra distinción necesaria: entre responsabilidad y responsabilización. Como han dicho Judith Butler y Athena Athanasiou en sus diálogos, responsabilizar a los individuos cuando se privatizan los servicios, fue una de las maneras en que funcionó la moral encubierta del neoliberalismo. Tú eres el responsable de tu propia educación, salud, seguridad, y desarrollo. Si fallan los servicios es porque eres indolente para procurártelos. La responsabilización creó culpables. Por el contrario, la responsabilidad debe recaer en el Estado, que es auditable. El humanitarismo es caritativa, paternalista, y sentimentaloide. Al contrario, el humanismo es el reconocimiento político de que los daños ajenos son también parte de nuestra acción.

Cuando, entre los siglos XIV y XVI, Petrarca, Bocaccio, Alberti y Bruni crearon la política humanista, además de separar a la divinidad y al derecho heredado, imaginaron una pedagogía de las virtudes públicas. Rechazaron el uso instrumental de hacer el bien para sostenerse en el poder. Hacer el bien y ser bueno debían ser valiosos en sí mismos y deberían constituir a los políticos, educados en la historia, las artes, y la elocuencia. Ellos hablaban desde pequeños principados, pero ahora que estamos en democracias, bien podrían servir sus enseñanzas a la creación de ciudadanos. El humanismo siempre creyó en el mejoramiento de las personas y los estados. Hay que recordar que a la inteligibilidad moral de la política, ellos le llamaron conciencia. Hasta el propio Maquiavelo, al que con facilidad se le tilda de pragmático, reconoció las virtudes públicas en sus Discursos: Sin confianza, sólo queda el uso de la fuerza. Cuando no hay conciencia para guiarse, sólo queda el cálculo frío que, en un mundo de circunstancias siempre cambiantes, sólo puede salir mal. Un régimen popular demanda, más que abolengo o linaje, virtud. Petrarca y, luego, Maquiavelo proponían a la política como parte esencial de la vida buena y creían que los regímenes eran mejorables. Justo lo contrario de lo que nos recalcaron durante 30 años los neoliberales: que el poder era malo, la política, corrupta y todos los políticos, iguales. Ese inhumanismo es el que habría que desterrar.


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