3/31/2010

Anatomía de la autoridad

Arnoldo Kraus

El sufrimiento, personal o comunitario, suele tener límites. Cuando se rebasa la capacidad de soportarlo, quien, o quienes lo padecen, pueden o no responder. Si se trata de una persona enferma –sufrimiento físico– la opción podría ser abandonar el tratamiento y buscar otras alternativas; si la condición es terminal, es lícito bregar por una salida digna de acuerdo a los valores propios (suicidio asistido, eutanasia activa, ofrecer el sufrimiento a Dios). Si se trata de una persona que es humillada por su pareja, por algún familiar, o por su patrón –sufrimiento moral– el afectado podría romper la relación o agredir a la contraparte.

Cuando el sufrimiento comunitario es el tema, como es el caso de no pocos grupos indígenas en el mundo o el de la mayoría de los mexicanos, el hartazgo hacia las autoridades puede devenir agresión o desconocimiento del poder autoritario. La falta de esperanza, la desconfianza, la ética cero de las autoridades, las dudas que emergen cuando se vislumbra un futuro muy complicado por el hurto, la corrupción y la incapacidad de la maquinaria política son algunos de los elementos subyacentes de la sociología del sufrimiento.

Cuando la autoridad no tiene autoridad, sino poder autoritario, las personas tienen el derecho y la obligación de responder. El sufrimiento comunitario tiene límites. Lo saben la mayoría de los habitantes del tercer mundo, entre ellos, los mexicanos de Ciudad Juárez o los argentinos de Baradero. Tanto unos y otros, así como los que viven entre los miles de kilómetros que separan ambas ciudades, comparten el mismo triste destino latinoamericano. Salvo algunas excepciones –Chile, Costa Rica–, la mayoría somos víctimas de raleas políticas similares. Explico la diferencia entre autoridad y poder autoritario.

La autoridad no se busca: es un reconocimiento que se gana. La persona que tiene autoridad es reconocida por la sociedad por su integridad, por su conducta, por su conocimiento, por su ética, por su compromiso. El poder autoritario se fabrica, se exige: no implica reconocimiento. A la persona que tiene poder autoritario no se le respeta, no se le admira, no se le quiere. Todo lo contrario: se le detesta. La inmensa mayoría de los políticos en Latinoamérica, responsables del tristísimo destino de sus países, ejercen poder autoritario porque carecen de autoridad.

La regla es clara: Entre menos autoridad se tiene más necesario es el poder autoritario; entre más poder autoritario se ejerza, mayor el desprecio de la ciudadanía. Escribí Ciudad Juárez y Baradero, pero podría escribir Polanco y San Miguel Chapultepec (las colonias vecinas de Felipe Calderón), Oaxaca, Tegucigalpa, Managua, Río de Janeiro, Buenos Aires y la mayoría de las ciudades latinoamericanas que arrancan con A y terminan con Z.

En Baradero, Argentina, pocos días atrás, los vecinos de la ciudad, enfurecidos contra dos inspectores de tráfico que atropellaron y mataron a dos adolescentes que viajaban en motocicleta, incendiaron la alcaldía de la ciudad y otras dependencias públicas. La foto del periódico muestra los restos de un edificio incendiado. La noticia agrega que “unos 2 mil vecinos incendiaron la alcaldía de la ciudad reclamando castigo para los culpables… El centro de la ciudad, donde se sitúa la alcaldía aparecía arrasado, con restos de miles de papeles quemados (los archivos de los municipios ardieron casi en su totalidad), piedras arrancadas y macetones volcados”.

En Ciudad Juárez, México, en marzo, el periódico El País muestra la foto de los seis integrantes de una familia, junto con su perro, a punto de viajar a Veracruz. El encabezado de la noticia reza: Nos vamos. Aquí la vida no vale nada. La familia que emigra es veracruzana. Regresan a su tierra natal apoyados por el gobernador de su estado, quien les pagará el viaje y la mudanza, y, con suerte, les encontrará trabajo. En los últimos meses 200 mil juarenses han huido hacia Estados Unidos o han regresado hacia sus lugares de origen. Han escapado de la muerte y de la violencia.

Ni en Baradero ni en Ciudad Juárez hay autoridad. Lo que hay, y mucho, es desprecio hacia el gobierno. También hay muchos muertos, la inmensa mayoría mexicanos. Lo que falta es esperanza y confianza. Sobra odio. Contra los políticos de ayer y los de hoy. Los juarenses saben que el presente carece de futuro. Ha sido demasiada la incapacidad de los gobiernos federales y locales. Ha sido tanta que el estado de derecho ha desaparecido.

En Ciudad Juárez no hay guerra. Hay algo peor. Los asesinos carecen de uniforme. Es imposible identificarlos. Matan sin uniforme de guerra. Quienes gobiernan, aunque dicen que no matan, son cómplices. Poco importa quién sea peor. Lo que importa es la verdad. La verdad es la violencia y la muerte. La verdad son los cadáveres que inundan las calles juarenses. Por fortuna, en Baradero, son pocos los muertos.

Los habitantes de ésas y de muchas ciudades latinoamericanas son víctimas de políticas detestables. En nuestro continente se escribe, día a día, una especie de sociología del sufrimiento. Lo vive y lo protagoniza la población. Lo dicta el poder autoritario de la mayoría de los políticos latinoamericanos, ese poder yermo de autoridad, pero lleno de mierda.


Democracia rota

Luis Linares Zapata

La conformación derechista del sistema mexicano fue un proceso lento, guiado y consistente. Poco a poco las cúpulas públicas, en sus variadas versiones, fueron remplazando los remanentes con perfiles nacionalistas heredados de la pasada Revolución. La sustitución no cayó en contemplaciones: fue directa, abarcante e insensible a famas, intenciones justicieras, apoyos ciertos, méritos individuales o de grupos El viejo directorio inició así su etapa de destierro sin causar disturbios o tajantes oposiciones, simplemente fueron esfumándose para gozar de lo obtenido y recordar glorias. Los demás, una capa de funcionarios y políticos de menor talla, se subordinaron ante una camada de jóvenes y ambiciosos tecnócratas adoctrinados en el exterior, curas rellenados con prebendas, empresarios de gran tamaño en control de centros neurálgicos y una obsequiosa madeja de difusores y consejeros a su servicio.

Durante el sexenio de Luis Echeverría el recambio generacional del directorio se hizo notorio. Hombres y mujeres con formación administrativa y financiera empezaron a orientar y hacer ejecutar las decisiones clave del país. Los sucesivos gobiernos priístas impusieron el carácter neoliberal al poder mediante al ajetreo de sus figuras salidas de la matriz burocrático-hacendaria. Y en adelante, todo se tiñó con los ribetes y esencias de una derecha sin ideas originales y miras estrechas, compulsiva en su afanes de entrega disfrazados de eficiencia y con pulsiones de lucro instantáneo sin medida. La confluencia desvergonzada entre lo privado y lo público ha sido un ir y venir con amplios carriles para los trasiegos de los traficantes de influencias, los negocios al amparo del poder y el ascenso a la fama de los escogidos por el sistema.

Ningún sector de la actividad política quedó sin ser tocado por ese proceso derechizante. Aun los entronques críticos, los reductos académicos, sindicales o partidistas con posturas de izquierda fueron combatidos hasta la represión violenta o anexados a sus filas de apoyo en la retaguardia. El amplio segmento productivo quedó en las codiciosas manos de una derecha empresarial que se nutre con lo más conservador y reaccionario del repertorio más tradicional. A medida que aumenta la concentración de la riqueza en pocas familias, empresas y organizaciones, más se endurecen los ímpetus para uniformar conductas y opiniones del entorno social. La disidencia se desprecia y estigmatiza con sobrenombres tontos, pero útiles: populistas.

El campo, antes sostenedor del crecimiento económico, se desmanteló con una consistencia digna de las mejores causas. Una obediencia ciega a las consignas de un modelo globalizador dominado por el mundillo financiero especulador. La abundante mano de obra que lo trabajaba fue dejada a la vera del destino. Sus remanentes forman las trashumantes legiones de trasterrados que habitan las barriadas y ciudades perdidas. Los más osados emigraron para emplearse como fuerza semiesclava en actividades agrícolas y de servicios en Estados Unidos.

La corona del estamento derechista que controla las decisiones vitales se forjó con instituciones de justicia cooptadas sin el mínimo decoro y medios de comunicación con sus adláteres de la llamada opinocracia. Un cerrojo de simple carácter y continua operación de soporte y legitimación. En ellos ha sido depositada la tarea final de orientar la conciencia colectiva y defender, con apariencia de legalidad e intensa propaganda, las más extremas de las posturas e intereses de la derecha. Se entronizó así el largo, cruento y penoso periodo decadente que vive la República. Los sucesivos intentos de los gobiernos panistas se han perdido en la ineficiencia más torpe, corrupta y ruidosa. El desperdicio de los recursos ha sido su bandera distintiva.

A pesar de las reformas que el proceso democrático ha recibido en su versión electoral, su normalidad adolece de serias fallas, todas convenientes para la continuidad del sistema establecido. Una es de carácter estructural: su incapacidad para aceptar el triunfo de una opción salida de la izquierda. En dos ocasiones, a escala nacional, se ha truncado, mediante abiertos fraudes, que un candidato propuesto por agrupaciones y partidos de izquierda ocupe la Presidencia de México. En ambas ocasiones las fechas de tales fenómenos han permanecido como referentes en el imaginario colectivo: en 1988 con el ingeniero Cárdenas y en 2006 con Andrés López Obrador. Ambos líderes han vencido resistencias instaladas y forzado al poder en varias de sus modalidades para ocupar el lugar que sus opciones para conducir los asuntos públicos merecían. Han sido acompañados, en sus empeños de cambio, por sendos movimientos masivos de insurgencia electoral. Sólo la manipulación, las trampas más abyectas y la confabulación de aquellos que han debido resguardar (pero traicionaron) la voluntad popular, torcieron el rumbo de la historia reciente.

La derecha, encaramada en el poder, ha hecho nugatoria la voluntad popular. En tales ocasiones ha echado mano de cuantos mecanismos, instituciones y normas se requieren para dar apariencia de legalidad a los designios previos de sus más altas cúpulas decisorias. Nada ha quedado a salvo de la conjura. Una vez para sentir, como afirmó Miguel de la Madrid, que sería irresponsable entregar el poder al ingeniero Cárdenas. En el otro caso para evitar, a como diera lugar y sin escatimar recursos, que el país cayera en las manos de alguien catalogado como un peligro inminente. En ninguno de estos cruentos episodios para la vida democrática se tuvieron en consideración la capacidad personal mostrada por los candidatos para llegar a ser efectivos conductores de la nación. Menos aún su oferta programática y la independencia de sus posturas, siempre enfocadas en la justicia distributiva. De poco sirvió la masiva confianza ciudadana demostrada en las dos campañas. Todo se dirimió en la oscuridad y entre los pocos que tienen el poder de someter a los muchos a sus designios e intereses. El año 2012 no prefigura sino el intento adicional de idéntica continuidad, pero que, ahora parece, ya no da para más.

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