Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
Cómo mueren las lenguas
Es bien sabido que en el territorio que ahora habitamos, mucho antes de la llegada de los españoles se hablaban cientos de lenguas, de las cuales sobreviven, según los cálculos oficiales y una manera particular de contarlas, 68.
Estas lenguas, que actualmente siguen siendo las lenguas maternas de casi siete millones de mexicanos, tienen reconocimiento legal como “Lenguas Nacionales” y la Ley les otorga el mismo estatus que al español. Sin embargo, sabemos que lo que está en la Ley no siempre es lo que se vive en la práctica cotidiana.
La diferencia más evidente entre el español y el resto de las lenguas nacionales es que el primero es la lengua materna de la enorme mayoría de los mexicanos, y es además el idioma de las comunicaciones oficiales -pese a no ser, declaradamente, lengua oficial-; es el dominante en los medios de comunicación y el vehículo preponderante de la educación formal, desde preescolar hasta la educación superior. En contraste, las 68 lenguas maternas de seis por ciento de los mexicanos son prácticamente invisibles para el resto, los espacios y situaciones en las que se usan son cada vez más reducidos y, en resumen, se encuentran al borde de la desaparición.
Existe, pues, una enorme desigualdad de facto entre el español y el resto de las lenguas, y esta es, por un lado, el reflejo de la desigualdad social entre las comunidades de hablantes y, al mismo tiempo, es un lastre que la perpetúa. En otras palabras: la desigualdad social se refleja en la desigualdad entre lenguas y a la vez se reproduce con ella.
Algunos podrían pensar que el problema se acabaría si todos los mexicanos tuvieran la misma lengua materna -el español- y se dejara de hablar el resto de los idiomas. Por despótica que parezca esta alternativa actualmente, esa fue, de hecho, la política propuesta por el integracionismo posrevolucionario (la llamada ‘castellanización’), y su consecuencia fue reducir por mitad el número de hablantes de las lenguas originarias, de modo que pasó del 15 por ciento de la población nacional en 1910 al seis por ciento actual que mencionamos anteriormente.
Reemplazar las lenguas originarias por una sola lengua hegemónica es una idea pésima por varias razones, de las cuales sólo mencionaré una: no es verdad que una sociedad que habla una sola lengua es más igualitaria que una sociedad plurilingüe. La desigualdad económica y social puede prevalecer a pesar de que todos hablen el mismo idioma. En nuestro país el flagelo de la pobreza no afecta únicamente a quienes hablan una lengua indígena, aunque a éstos sí los afecta más gravemente: según la ENIGH 2022, el ingreso promedio trimestral de una persona hablante de lengua indígena (HLI) es 47.2 por ciento menor al promedio nacional; el 70 por ciento de las mujeres y 65 por ciento de los hombres HLI están en situación de pobreza (confróntese con el 36 por ciento de la población nacional), mientras que en pobreza extrema se encuentra el 32 por ciento de los HLI (compárese con el siete por ciento nacional). Dicho de otro modo, aunque la pobreza afecta proporcionalmente más a los hablantes de lenguas indígenas, no se limita exclusivamente a ellos, por lo que reemplazar las lenguas indígenas por el español desde luego no redundaría en la erradicación de las carencias.
El caso es que la muerte de las lenguas originarias no es un escenario deseable y, sin embargo, en el panorama actual, es la realidad ineludible. El porcentaje de la población hablante de lenguas indígenas ha disminuido, pero de manera más importante, el porcentaje de hijos de hablantes de lenguas indígenas que no adquieren la lengua de sus padres es suficientemente alto (40 por ciento) como para alertar que en el curso de unas cuantas generaciones la proverbial diversidad lingüística de México será sólo un recuerdo.
No podemos entender cómo mueren las lenguas si no sabemos, primero, dónde viven y cómo sobreviven. La lengua es quizá la única cosa del mundo que está al mismo tiempo en dos lugares: vive en la mente-cerebro del individuo y también en su comunidad de hablantes. La lengua, cualquier lengua, es al mismo tiempo un complejo sistema cognitivo y una práctica cotidiana colectiva. Vive, pues, en dos ámbitos a la vez y si deja de existir en uno de ellos deja de existir del todo.
Así como tienen dos lugares donde vivir, las lenguas tienen dos vías para morir: o se dejan de hablar en la comunidad, o dejan de albergarse en las mentes de los hablantes. Esto último es lo que sucede cuando una madre o un padre, casi siempre motivados por presiones sociales, no le transmiten su propia lengua a sus hijos. Les hablan desde pequeños en otro idioma, los crían, por decir así, como extranjeros en su propia casa. Entonces esa lengua tal vez se habla entre algunos miembros de la familia, pero no en la mente del niño, no es esa la lengua en la que piensa, ni en la que forja sus primeros recuerdos, ni en la que aprende a hacer sus primeras cuentas.
También puede suceder que los niños sí adquieran la lengua de sus padres, pero en cuanto no están con su familia tienen que hacer todo en otro idioma: el que se habla en la escuela, en la tele, en la clínica y en todos lados. Poco a poco, la lengua que vive en su mente desde poco antes de nacer empieza a menguar porque no tiene dónde replicarse. Otro idioma, que aprendió más tarde, es el que sustituye al que le regalaron en su casa.
La muerte de una lengua nunca es una muerte natural. La presión social, la discriminación, la falta de espacios de uso, las condiciones económicas correlacionadas con la lengua materna, son algunas de las fuerzas que sentencian a unas lenguas a morir mientras que otra -la hegemónica- toma su lugar y todos sus espacios de vida, como cuando la hierba que se expande en un terreno mata las plantas que estaban ahí desde antes.
Para que las lenguas de México no mueran, primero que nada, hay que dejar de matarlas. Es decir, hay que dejar de reproducir las políticas y prácticas que inhiben su uso y alientan a los padres a detener su transmisión: castigos en las escuelas, falta de intérpretes en los ministerios públicos y en los servicios de salud, ausencia de programas y materiales educativos bilingües, etc. Eso sería lo mínimo indispensable. Pero además, dado el avance del desplazamiento, va a ser necesario diseñar políticas públicas, avaladas y financiadas por el Estado, que reviertan la situación y recuperen los espacios de vida de las lenguas.
Toda política, como sabemos, necesita de una planificación y ésta, a su vez, debe partir de un diagnóstico: hay que saber exactamente en qué condiciones se encuentra la lengua de una comunidad para saber, en acuerdo con la misma comunidad, qué necesidades se deben cubrir y cómo fomentar el uso y la transmisión de la lengua originaria.
En esa planificación comunidad por comunidad, así como en el diagnóstico que lleve a ella, será necesario articular el conocimiento de los especialistas con el de las comunidades de hablantes, pues estos últimos son quienes tienen la última palabra sobre qué se debe hacer para preservar sus lenguas -o, si así lo deciden, y por duro que sea, para dejarlas bien morir.
Por último, así como la castellanización fue una política de Estado, detener y revertir los efectos del desplazamiento lingüístico -es decir, del reemplazo de las lenguas originarias por el español- debe ser, igualmente, una política acordada con las comunidades de hablantes, pero liderada desde el Estado. En las acciones de Gobierno propuestas por Claudia Sheinbaum al inicio de su campaña figuran la realización de un diagnóstico de la situación lingüística de cada comunidad para proponer políticas de planificación lingüística, y el fortalecimiento de la enseñanza de las 68 lenguas originarias.
Existe, pues, en la siguiente administración, la conciencia de un problema que debe atenderse. También están delineados los primeros pasos de lo que puede ser la primera política de planificación en favor de las lenguas originarias. Si los profesionales, los hablantes de las lenguas originarias y los oficiales de Gobierno saben aprovechar el momento, podríamos encontrarnos en la antesala de la primera política de planificación favorable para la diversidad lingüística en la historia de este país.
Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York y profesora-investigadora en El Colegio de México. Se especializa en el estudio del significado en lenguas naturales como el español y el purépecha. Además de su investigación académica, ha publicado en diversos medios textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje, ideología y política.
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