Fabrizio Mejía Madrid
“Norma Piña hizo una bonita paradoja: si el Congreso es soberano y no necesita de las dos terceras partes pero, si está constituido por dos terceras partes, entonces si tiene un límite que es precisamente tener las dos terceras partes”.
Siete personas quisieron sustituir a nuestra soberanía, a la Cámara de Diputados, de Senadores, a más de la mitad de los Congresos de los estados de la República, y a la Presidenta. Lo hicieron con un argumento fofo, incoherente y endeble: que hay una parte de la Constitución que ellos llaman “pétreo”, es decir, de piedra, es decir, inamovible. Hay, por tanto, otra, guanga, mollejuda, que no importa si se modifica o no. El primer problema es que nunca dijeron cuáles son esas partes de piedra o las otras flojas y guangochas. Si suponemos que la parte de piedra es que los juzgadores no deben ser electos, pues, ni siquiera ellos mismos, los ministros golpistas, lo consideraronn pétreo: en su propuesta, el ministro González Alcántara Carrancá dice que los jueces se elijan y que los ministros no. Es decir, dentro de lo pétreo hay una parte guanga también. Lo de piedra no lo es tanto, según estos siete truhanes, porque son esos principios de la Constitutción son —dijeron— “intangibles”, no son normas escritas, no se les puede subrayar o ponerles un dedo para seguir su lectura. Según ellos, lo que es inamovible realmente no puede ser citado ni ponerle un número de artículo constitucional. Es como si la Constitución fuera Dios, un fantasma que recorre los pasillos de la Corte, el espectro sobrenatural que sólo esos siete han visto y dicen proteger. Para el resto, es decir, nosotros el pueblo y sus mayorías en el Congreso y el Ejecutivo, la Constitución es un libro aprobado en nombre de todos y que se tiene que obedecer. Para ellos es un espíritu chocarrero que habita en un lugar del que sólo ellos tienen llaves.
La discusión fue vergonzosa. En algún momento, el licenciado Aguilar Morales estableció que lo aprobado por todo mundo, menos por esos siete personajes, no era parte de la Constitución. Pero quizás el que se voló las bardas cargando una bolsa de fideicomisos ilegales, fue Ortíz Mena, el que se burló de nosotros con sus amigos de Harvard. Hizo una serie de diferencias de palabras para tratar de separar lo que no le gusta de lo que sí. Su función no es esa. No estamos en Master Chef, sino en el Pleno de una Suprema Corte. Pero él probaba sus cucharones e iba decidiendo que unas cosas eran reformas y otras destrucciones, a las que llamaba “sustituciones” y citaba leyes en Taiwán y en Perú, ese país tan democrático que, hasta la fecha, gobierna una señora que dio un golpe de Estado.
Dijo Ortiz Mena que la Constitución debe ser la misma antes y después de una reforma. O sea, que privatizar el petróleo no era, ni siquiera por el nombre, “pétreo”, y la Constitución siguió siendo la misma después del Pacto por México. O que la desaparición del ejido cuando Salinas, tampoco la modificó en su parte sustancial. Él habló de esencia, de identidad, como si la Constitución fuera una persona. Habló de independencia como si fuera un país. Luego se fue contra la idea de que los representantes no representan la soberanía popular. Le llamó a las dos terceras partes del Congreso y más de la mitad de los estados de la República, “poder constituido, no constituyente. Volvían los famtasmas, los espectros, que sólo pueden fluir en su “constituyencia” pero una vez quietos, en un constituído, ya no eran una “soberanía”, sino simplemente un pobre “poder reformador”. Según él, la soberanía popular es etérea, no se materializa en ningún artículo, ni siquiera en una institución, un poder, una estructura de autoridad. Es más dijo: “La identidad de la Constitución es un entretejido”. Pensemos un instante en su metáfora. La Constitución es una cobija y si se le descose una parte, pierde su identidad. En mi casa hay varias que ya dejaron de ser sí mismas, pero igual sirven. Qué suerte que no me tapo con la Constitución porque, con las reformas de Salinas, Zedillo, y el Pacto por México me estaría tapando con un kleenex.
El abogado sentenció: “La soberanía no es un órgano, es del pueblo”. Es decir que es una especie de olor que viene del pueblo pero que no tiene materialidad, que no puedes transportarlo a una Cámara de Diputados o Senadores, porque se evapora. Luego, dramáticamente argumentó: “La Constitución no es un pacto suicida”. ¡Ay, por ella brindo yo, déjenme llorar! Se reunieron las dos terceras partes del Congreso, la mitad de los congresistas locales, unas mil 700 personas en total, se vieron a los ojos, tomaron un cuchillo y se sangraron, como Xóchitl Gálvez, en un pacto suicida. Su carta de despedida es un transitorio. Sus motivos son tan incoherentes como los corazones pétreos de las cobijas entretejidas: son indescriptibles, inaccesibles, inmateriales. Quién sabe por qué los mil 700 legisladores quisieron matarse. Habrán sido deudas o mal de amores.
Ya entrado en la metáfora fallida, Ortiz Mena, quizás elaborando otro chiste para los de Harvard se atrevió a decir: “En México no existe el mandato imperativo”. Podemos pensar que emprendió una búsqueda del mandato y no lo encontró en ninguna región del país, en ninguna clase social, género ni nivel de escolaridad. Para él no es mandato que la elección de jueces haya sido una propuesta de la campaña de Claudia Sheinbaum y que esa propuesta ha sido la más votada en la historia del país: 36 millones de votos. No le parece un mandato que quien lo propuso haya sido electa Presidenta con dos terceras partes del Congreso para cambiar la Constitución. No lo encontró Ortiz Mena y dice que no existe en México.
Según él se puede “reformar” pero no “sustituir” y pasó a dar ejemplos de sistemas de justicia muy reconocidos en el Mundo como la India, Belice, y Colombia, aunque no explicó por qué los tomaba de ejemplos o yo no le entendí. Porque hay que decir que no es que no sepamos de derecho, sino que los ministros se expresan mal, no se dan a entender, viven en una oscuridad donde las frases, en vez, de iluminar, sueltan humo de camión.
Norma Piña dice que ningún órgano está por encima de la constitución, ningún consenso está facultado para derogar los principios fundamentales que nos definen como una república laica y federal. No dijo en qué momento elegir jueces le quita lo federal o lo laico al estado mexicano. Simplemente unió una cosa con la otra, sin siquiera ponerle engrudo. También Norma Piña hizo una bonita paradoja: si el Congreso es soberano y no necesita de las dos terceras partes pero, si está constituido por dos terceras partes, entonces si tiene un límite que es precisamente tener las dos terceras partes. No dijo por qué, si el Congreso de Morena y aliados tiene las dos terceras partes, no puede ser soberano. Le faltó ese pequeño detalle a su argumentación que fue pobre y lastimosa. No sé para qué tiene tanta gente trabajando en redactarle sus cosas. Que los corra.
Pero todo eso no tenía realmente qué ver con el primer punto que era el que se había puesto a discusión. Lo era, en cambio, si los partidos políticos podían impugnar una reforma constitucional que no tiene que ver con ellos. Norma Piña había dicho que sí, que electoral y partidista eran lo mismo. Es decir, aquí, en vez de separar, juntaron ambas cosas. Según la señora Piña todo lo electoral tiene que ver con los partidos. Así, Alito se podría meter en la elección del comité de padres de familia de tu escuela. Así de estúpido. Ortiz Mena fue más allá y habló de que todo lo democrático tiene que ver con los partidos. No, si por ellos fuera, la salud tendría que ver con los partidos. Imaginemos que la democracia sindical o universitaria donde se eligen rectores, por ejemplo, tuviera que ver con Alito y Marko Cortés. Pero, un momento, en Coahuila sí tenía que ver hasta con las notarías.
Cuando Pérez Dayán se pasó del lado de que no procedía que los partidos pidan anulaciones para cosas que no tienen que ver con las elecciones de partidos, Norma Piña sacó el as bajo la manga: ya no son ocho votos, son seis los que se necesitan. Incluso, aventándose una de Karam, propuso “pensarlo porque yo creo que estamos cansados”. La ministra Lenia Batres dijo:
—Wow! Seis votos para anular la Constitución, wow!
Después de un receso de una hora, en que esta columna tuvo que sacar a pasear al perro, hacer de comer, y lavar trastes, regresaron a discutir y a votar cuál es la mayoría de once. De verdad, regresaron a votar las matemáticas. Unos creen que son seis y otros que ocho. Yo, personalmente, creo que la mitad más uno de once es 7 porque no se puede dividir a un abogado por la mitad, pero sólo es mi opinión con las matemáticas que me enseñaron en la primaria. Los ministros tan estudiados en Harvard, a lo mejor opinan otra cosa. Y lo hicieron Ríos Farjat, Norma Piña y Laynez Potisek. Pero hay que decirlo. Los ministros golpistas perdieron. Ni las matemáticas los favorecieron. Aún así, no qusieron llamarle derrota. Dijo, dolido, Ortiz Mena que ya no se reía como en Harvard de todos nosotros: “Se desestiman los conceptos que plantearon las partes, por eso no es válido o inválido. Desestimar no es dar invalidez”. Lo sucedió el ponente, ese prohombre de las leyes y sus interpretaciones, Alcántara Carrancá quien dijo sin miedo a lo obtuso: “la reforma es válida sin necesidad de nuestro reconocimiento. El proyecto sólo proponía invalidar pero no reconocer la validez porque es válido”. Clarísimo, González Alcántara Carrancá. ¡Por ella brindo! ¡Déjenme llorar! En el mundo normal, cuando algo no es válido, pues es inválido, pero no en el mundo de estos jueces: sólo se desestima. No quisieron reconocer que la derrota de los partidos, de la Marea Rosa, del Junior Tóxico, de Xóchitl Gálvez, y de Piña les tocaba profundo en su corazón pétreo. Sólo hicieron un puchero y dijeron: se desestima, no porque sea válida o inváilda sino porque así duele menos. Visiblemente molesta, Norma Piña regañó a las ministras que ya se estaban despidiendo antes de que ella concluyera la sesión y tocara con su martillito para indicarlo. Estaba muy enojada porque la Constitución es la Constitución y no pudo hacer nada para hacerla pasar por un fantasma con la que ella y sus cinco ministros hablan por las noches y se mandan whattsapps.
Saliendo, Luis Aguilar Morales salió a agradecerles a los trabajadores huelguistas su apoyo. Se disculpó: “Pero no se dieron las cosas. La verdad estamos triste porque tratamos de hacer más. No fue la suficiente. Son ustedes el alma del poder judicial y por tanto del México democrático e independiente”. Parecía futbolista al que no se le dieron los resultados. Quedaban atrás seis años de entorpecer al poder legislativo, de hacer desplantes en actos públicos, de querer estar por encima de los poderes electos. Quedaba atrás la huelga todo pagado de los trabajadores de los juzgados, los plantones que me hicieron perder tres citas de trabajo. Quedaba atrás la propia propuesta de Norma Piña, a destiempo, Quedaba atrás la propuesta de Alcántara Carrancá de que se eligieran unos y no otros. Quedaron a tras esos que dijeron que esa propuesta era un punto para negociar, cuando el tiempo de negociar había pasado en junio, en los foros a los que no quisieron asistir. Quedaba atrás todo el primer litigio del cambio de régimen en México. Quedaba, a fortunadamente, atrás. Pero no lo olvidaremos. El golpismo de medios, opinadores, jueces y ministros, queda ahí en juestra memoria colectiva, en aquellos meses en que quisieron suplantarnos porque nuestro voto quién sabe para qué lo dinos, nosotros los plebeyos, los que no deberíamos de hablar de derecho porque no somos doctores de Harvard. Atrás.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
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