10/03/2016

Roger Waters: ¿Hay alguien ahí?



Hermann Bellinghausen
La Jornada 
Felices de escuchar las grandes rolas de Pink Floyd como-en-el-disco pero recargadas de producción y sentido, unas 200 mil personas cubrieron los requisitos para apersonarse la noche del sábado en el Zócalo. De todas las edades, pero en su mayoría jóvenes, dejaron que les lloviera una parte bien conocida del soundtrack de sus vidas. ¿Quién que es no conoce las viajadas rolas de Pink Floyd? A fin de cuentas las juventudes de todo un periodo histórico le deben a Roger Waters el himno Otro ladrillo en la pared: no necesitamos educación ni que nos controlen el pensamiento, no más sarcasmo en el salón, oigan tíchers, dejen a los chavos en paz. Como ha venido pasando con los Beatles durante medio siglo, la gente en el mundo canta las canciones de Waters y su desaparecida banda sin siquiera saber inglés.
Mas el monumental montaje en el Zócalo no queda en un mero acto de nostalgia sensorround, como ocurre con otros retornos y refritos de bandas desbandadas por el tiempo, los pleitos y la tercera edad. El gran acierto de Waters es que, ante el impacto de su música (y sus a veces crípticos mensajes), que ha pasado de padres a hijos y nietos, la integra al terrible presente con una sensibilidad y un compromiso que pocos roqueros sostienen hoy. Así, con las partituras originales casi intactas (aunque falte la lira de David Gilmour, que ya es repertorio, como tocar Chopin), Roger va por el mundo con su bajo de madera de maple montando espectáculos que apelan a las conciencias y dicen cantidad de cosas. The Wall acompañó astutamente la caída del muro de Berlín y trae atravesado el de Gaza. Aquí se topó con el de Donald Trump (eres un pendejo, reza una proyección monumental con el rostro del pendejo vomitando o perorando en cueros y peluca de Miss Universo). Roger va más lejos y apela al Estado. Recuerda al presidente Peña Nieto que nos faltan 43 y le exige que aparezcan ya. Brotan grandotas y humeantes unas chimeneas sobre Catedral, y un emblemático puerco volador. Otro cerdo más, inmenso jabalí multicolor, cae lentamente sobre la multitud con un clamor por los 43 de Ayotzinapa escrito en la panza. Lo cósmico y los animales, las monedas, el perro que aúlla blues y el sax de cuánto quisiera que estuvieras aquí, todos los tics de Pink Floyd al servicio de la causa. Derribar el muro que separa a los privilegiados de los demás.
Sin Catedral a la vista y de frente a Palacio Nacional, Roger Waters advierte: Señor presidente, los ojos del mundo lo están observando. La pantalla acaba de decir renuncie ya. Le pide que escuche al pueblo y señala lo que todos sabemos: que sus políticas han fallado. Es la carta que tanto coraje les dio a los payasitos de la prensa oficial que se quisieron burlar del viejo Roger, su rudimentario español y sus dudosas exigencias aunque, como todo lo que tiene un fondo de tragedia colectiva, sean imposibles de caricaturizar sin hacer el ridículo.
Durante dos horas, la música y sus voces habladas, conmociones, ternuras y escandalera con el sello Pink Floyd (esa manera de embellecer el ruido-ruido entre armonías, atmósferas y poesía) satura a escala monumental la plaza con imágenes, marejadas, terremotos, fábricas y tomas etéreas de los músicos en escena, entre elaboradas citas de la visualidad Pink Floyd. O la tecnología al servicio de la magia. Pocas veces en México el mensaje de un roquero mayor ha sido tan contundente. Quizás sólo Manu Chao y Rage Against The Machine le pusieron tanto sabor al caldo. Pocas veces un espectáculo a esta escala fue tan desafiante. Como enseñan las experiencias argentina y sudafricana, el rock no sólo es catártico, puede ser liberador.
Cada tanto la multitud corea fue-ra Peña, fue-ra Peña. Una multitud indoblegable que deliberadamente se deja hipnotizar, y resiste bailando o como puede la necia lluvia que dura un buen rato. Requieren auxilio más de 400 apachurrados y sofocadas, pues la plancha de Zócalo en varios tramos está tan retacada de chavos y chavas que es fácil perder aire y piso con el yo atrapado por la circunstancia (ya cálmate Gasset).
No sin ironía, Waters nos dedica a todos Run Like Hell: Corre como el diablo, porque si te agarran en el asiento de atrás con tu chica te van a devolver a tu mamá en una caja de cartón, así que córrele, güey. Es el signo de los tiempos.

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