El estante de lo insólito
Raúl Criollo y Jorge Caballero
“No es que seamos alzados,
ni le estamos pidiendo limosnas a la luna.
Ni está en nuestro camino buscar
de prisa la covachao arrancar pa’l monte
cada que nos cuchilean los perros.
Alguien tendrá que oírnos”.
Juan Rulfo. La fórmula secreta.
Hablar con los muertos
Como corrido ranchero, la
crónica de la vida de Juan Rulfo pasa por las consignas de la infancia
violentada, las peripecias adversas para construir una vida posible, el
éxito que corona un talento mayor, las controversias con distintos
poderes y, en el ocaso terrenal, el peso de andar cargando su propia
leyenda. En primer lugar le toca andar el mundo en terrenos de la
provincia mexicana que no ha mutado demasiado desde los postreres
momentos del fin de la Revolución.
Cuando los caciques se reorganizan, los cotos se institucionalizan y
el campo aún tiene sangre sin coagular, el niño Juan Rulfo va andando
los días entre un susto y otro, sea por querellas de terrenos y ganado,
sea porque un día una improvisada camilla mortuaria le estampa la imagen
de su padre muerto a balazos. En esos territorios donde se quiere que
lo peor resulte un sueño, los dramas son la esencia de un nuevo día y se
extraña tanto a los muertos que uno quiere hablar con ellos como lo
hizo en la alborada de la jornada, cuando nadie se imaginaba que habría
cirios encendidos por la tarde, Juan Rulfo crece absorbiendo la materia
de lo que hoy es literatura magnífica, base de estudio en una
cincuentena de países pues, como se ha insistido tanto, Rulfo es el
escritor mexicano más traducido y leído en todo el mundo.
La escritura exacta
Lector absoluto, el escritor tapatío se formó
intelectualmente por intuición y un evento formidable: un sacerdote puso
a resguardo una biblioteca en la casa familiar por temor a que se
perdiera en los refuegos cristeros. A Rulfo le sobraba qué leer. Octavio
Paz dijo que no confiaba en alguien que hubiera escrito más libros de
los que había leído; Rulfo es la elocuencia tangible de esa reflexión.
Leyó mucho, escribió poco, pero lo hizo de manera exacta.
Nadie tiene fórmulas para hacer un clásico, de lo contrario no habría
distingos memorables sino conjuntos magníficos de obras que ya no
asombrarían a lector alguno, acostumbrados a los hechizos de la
perfección letrada. Juan Rulfo construye sólo un atado de piezas. No hay
una
colección Rulfoque requiera librero aparte. Son dos libros, uno de cuentos: El llano en llamas (1953); y una novela: Pedro Páramo (1955). También existe un legajo de argumentos para el cine, y un relato corto que aún se discute si fue concebido como guión o como literatura que es El gallo de oro (como el propio escritor dijo que originalmente fue una novela breve, nos quedamos con eso).
El llano en llamas tiene algunos de los cuentos más
estremecedores que puedan conocerse. Cada episodio, relato, o segmento,
no es que más el desgranar efemérico de la propia vida de Juan Rulfo, lo
que es más notorio en Diles que no me maten, donde un hombre
trata de solventar el ocaso de su vida sin que lo crucen los balas por
un crimen añejo. Más o menos la clase de tormenta emocional que se dice
vivió en su vejez José Guadalupe Nava, evocando la tarde en que asesinó a
Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, es decir, el padre de Juan. Ese evento
marcó el derrotero personal del escritor, en su forma de entender la
vida, y la propia creación artística.
Dile al sargento que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al cabo él debe tener un alma. Dile que lo haga por la bendita salvación de su alma.
Por su parte Pedro Páramo es una novela que puede descolocar
a cualquier lector, a quien se le exige en cada frase del relato. No es
un texto de pinceladas, es un clásico. Rulfo muestra al hombre que
busca a su padre en un pueblo remoto. Siempre está todo en otra parte,
en el infortunio, en la muerte. Como un destino al que no sabemos que
hemos llegado, como la tierra más allá de todas las montañas.
En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.
La marca cinematográfica
El crimen del padre de Juan Rulfo podía ser una página
del diario de muchos niños de entonces. Algo que puede leerse muy bien
en los documentos de su hijo Juan Carlos Rulfo: El abuelo Cheno y otras historias (1994) y Del olvido al no me acuerdo
(1999). Ambos filmes son una intromisión cabal, poética y ciertamente
genuina en la vida y, aún más, en la sique del creador. El habla del
pueblo, los dichos, las bebidas, los amores, la música, el peligro, el
absurdo aborregado de nubes empujadas por vientos de otros mundos
(espléndidos pasajes con fotografía en time lapse mientras Jaime Sabines habla al oído del espectador). Como el parroquiano que contempla, escucha y se apropia del entorno en En este pueblo no hay ladrones
(Alberto Isaac, 1964), donde se puede apreciar a Rulfo compartiendo
escena con el caricaturista Abel Quezada y el escritor Carlos Monsiváis.
Los libros de Rulfo han tocado el cine con variada fortuna,
destacando los trabajos de Mitl Valdés (particularmente el largometraje Los confines, de 1987), y la gran producción El gallo de oro (Roberto Gavaldón, 1964), sobre el relato citado, que también tendría segunda versión en manos de Arturo Ripstein con El imperio de la fortuna (1986). De gran importancia fue el texto que hizo para la cinta de Rubén Gámez La fórmula secreta (1965), mucho menos palabras que las que puso en argumentos y guiones, pero de enorme fuerza.
La yunta de jalisco y el escritor imposible
Juan José Arreola, ese maravilloso funámbulo en la pista
de circo del arte, declaró que Rulfo era un escritor imposible, ya que
los escritores se habían vuelto lo mismo, porque se repetían,
escribiendo sólo por oficio. Arreola y Rulfo fueron nombrados
La Yunta de Jalisco, en el sentido de los escritores que jalaban el arte del estado tapatío. La amistad entre esos hombres legó muchas frases y fuegos literarios, aunque quizá destaque la afirmación de Rulfo diciendo que Arreola enseñó a leer y escribir a su generación. Juan José Arreola entendió como ninguno la permanencia invariable de Rulfo en la posteridad literaria, mucho antes de los premios, los homenajes, las frases que se dirigían a su estatua de carne y hueso.
La otra visión de un mundo único
Se dice que Rulfo no es un retratista de la escena
mexicana sino un creador de su propio mundo en el contexto de México.
Veía todo de otra manera, y por lo mismo jamás aceptó una posible
relación entre su labor como fotógrafo y la del venerado escritor.
Fotografiaba todo y de todo. Personas, escenas, costumbres,
arquitecturas (fue muy apreciada su gran exposición sobre las iglesias
de México, como un espectro de las múltiples arquitecturas de la fe) y
hasta vagones colosales. De las miles de fotografías (resta mucho por
admirar, una vez que los materiales salven curadurías rigurosas para
ediciones y galerías), se reconoce su maestría en la composición y, más
allá de la estética y la sapiencia técnica, su aproximación a los temas
frente a la lente. Lo que da una variante admirable en el trabajo que
hizo como
foto-fijas–además de ser asesor en la veracidad histórica del guión– en el rodaje de la película La escondida (1955) de Roberto Gavaldón, ya que hizo prácticamente dos series gráficas: por un lado, las tomas hechas
cámara a cámara, es decir, cuando su material se volvía el punto de vista de la cámara de cine para capturar los fotogramas que venderían la cinta, y aquellos en que buscaba otra óptica para enmarcar los artilugios escenográficos con los actores. Varias de esas fotografías podrían confundirse como
auténticasdel periodo revolucionario si no tuvieran a María Félix a cuadro, como se aprecia en la gran elocuencia de su material en el libro En los ferrocarriles (editado en 2014 por Fundación Juan Rulfo, UNAM y RM), donde el arrabal y la palidez social es parte de la pequeñez frente a las grandes máquinas.
Hacer citas con los elogios que han hecho muchos grandes literatos
sobre Rulfo, de Susan Sontag a Salman Rushdie, de Günter Grass a Jorge
Luis Borges, daría para un compendio mayor, pero cerramos con, digamos,
una cita clásica sobre el hombre de Sayula, narrador de todos los
tiempos:
“A Juan Rulfo se le reprocha mucho que sólo haya escrito Pedro Páramo. Es un error. Para mí los cuentos de Rulfo son tan importantes como su novela Pedro Páramo,
que, lo repito, es para mí, si no la mejor, si no la más larga, si no
la más importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito
jamás en lengua castellana. Si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía, ni volvería a escribir nunca en mi vida”. Gabriel García Márquez.
Twitter: @nes
nas@yam
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