3/19/2011

¿Alguien por allí dijo “yo”?


María Teresa Priego

“Pienso, luego existo”, que me digo. Suspiro hondo. Visto de cerca. Es tranquilizador. Casi una conclusión feliz. En “pensar” —suponemos— está inscrita la capacidad de abstracción. La posibilidad de analizar. Aprender. Disfrutar del pensamiento del otro. Diferenciar opciones. Valorar. Elegir. Gracias a que pensamos, somos seres “hablantes”. El sueño de la razón, puede ser que engendre monstruos (parafraseo Goya, hora pico), pero “es cosa de lidiar con ellos”. Desde el imperio “inquebrantable” de la mismísima razón suponemos: si la razón obstaculiza. La razón resuelve. Voto duro por la racionalidad. Dicen. Ajá. ¿Ah?

La razón siempre más arregladita que su antípoda. Tan —supuestamente— desarrapada la irracionalidad. Yo la quiero un montón, a esa greñudita vilipendiada. No es como la pintan. La irracionalidad aprehendida. Indagada. La que busca el amor y la luz. La que quiere saber de las fuerzas ambivalentes de los procesos inconscientes. Esa irracionalidad, es una manera de aprender a crear y a acariciar. Como una mujer que baila bajo la lluvia. Desnuda y descalza. No está pensando. Está buscando otra manera de indagarse. “Le va a dar un resfrío. Quizá hasta una pulmonía”. Siempre puede suceder que algo le dé. Sólo que no hay manera de anticipar qué. Se le deshizo el chonguito. Eso sucede seguro. Cuando una se deja. Mojar por la lluvia.
Juramos por “La Razón”. Aunque se nos desvencije a cada rato. Aunque tantas veces no funcione en lo más mínimo. Aunque una sienta ganas desesperadas de decirle: “No me ayudes compañera, que me estorbas. Lo que ando buscando, está en otro lado”. ¿Cuál sería un “otro lado” de las búsquedas posibles? El “Yo es otro”, como Rimbaud. El “Soy vasto, contengo multitudes”, como Walt Whitman. El “Existo donde no pienso”, o “Soy donde no pienso”, como Lacan. La inquietante alteridad inscrita en una misma. Inevitable. Casi a nadie le gusta pensar en ese detalle peliagudo: trae un inconsciente a cuestas.

A ese viajero cargadito de equipaje, la razón lo tiene muy sin cuidado. Lo ignoramos y no deja de existir. Lo amordazamos y no calla. Muestra su cabecita impertinente: en los lapsus, en los actos fallidos, en esas “voces” que nos sucede escuchar desde adentro. En tantas emociones, pensamientos, elecciones “inexplicables”. Es dulce y es troglodo, el inconsciente. Rudimentario y sin reloj. Raspísima y poético. Memorioso como Funes. Sus memorias son nuestras. Aunque suela ser intrincado reconocerlas.

¿Quién habla cuando digo “Yo”?, pregunta hipnótica. Repletita de expediciones y desasosiegos. Una tiende/anhela creer enunciados desopilantes: “Me conozco muy bien a mí misma”. “¿Cómo podría no conocerme si vivo conmigo?”. Justamente. Con demasiada frecuencia el exceso de cercanía ciega. Armamos una historia encima de nuestra historia. Un Yo que nos rescate, por encima de todo lo que nos amenaza. Certidumbres. Nos aferramos a ellas. La memoria consciente es selectiva. La acomodamos. Conocemos aplicadamente nuestra narrativa. La tejemos de todo corazón. No estamos mintiendo. Sólo intentamos albergarnos en ese imaginario interior desempolvadito y decorado que quisiéramos que fuera el nuestro. Ese deseado espacio del tan llevado “Yo sé quién soy” o “Yo no necesito cambiar nada de mí, una es a como es”. Chonguito.

¿Quién no vive —en su interior— frente a cantidad de puertas cerradas, llaves en extravío, túneles, puentes, habitaciones inaccesibles? Luminosas u oscuras. Basta que los sueños nos apañen para constatarlo. Los sueños dormidos nos toman, nos poseen, nos infraccionan. Nos apañan. Cada noche en la que soñamos, o más bien, cada una de esas mañanas en las que logramos recordar el sueño de la noche anterior. Algo pasa. Como arenas movedizas. Las “sabidurías” se anegan ante los sueños dormidos. Felices, tristones, horribles, de medio pelo. Extravagantes. Nada que nos sea más propio e íntimo, podría presentarse en formas y contenidos de mayor ajeneidad.

“No entiendo nada de lo que soñé”. Un sueño absurdo, rarísimo”. Ese “absurdo” de contenido tan hondamente significativo cuando logramos vivenciarlo y comprender algo, es el lenguaje del otro lado de la luna. Onírico. El de esa Una Misma, desconocida para Una misma. Nombro la negritud del hilo negro. La negación está tejida de hilos negros. Evidencias interiores como catedrales. Reducidas a casitas de muñecas. En el fondo de un baúl, de un sótano. En la última calle de una ciudad ignorada por quien alguna vez. La habitó. Por quien en algún lugar, aún la habita.

Me digo: Viva Rimbaud. Whitman. Freud. Jung. Lacan. Exploradores. “Yo es otra”. También. Ante semejante sospecha, hay momentos en los que al Yo no le quedaría, sino esconderse en el ropero. Atónito, compungido. Humilde. Con su atadito de racionales-razones que pomposamente se construye. Bajo el brazo tembloroso. Calla boca Yo sabiondo. Más allá o más acá de ti. Puede que esté una yo. Menos Yo. Y más yo. Y un tú. Menos Tú. Y más tú. Y si se me ocurriera dudar de las alteridades interiores, y de las voces ajenas que me sermonean. Y de mis deseos. Y de mi ser/no ser/vaya usted a saber, escindido. Entonces, me coloco ante los dimes y diretes de mis lavaderos oníricos: Estoy frita. ¿Quién que soñó podría negar, la propia, turbulenta autoría de su sueño?
Escritora

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