3/12/2017

¿La la land? ¿De veras?


Juan Arturo Brennan

Más allá del oso imperecedero que protagonizó hace unos días la Academia de Hollywood al final de la entrega de los Óscares, con el anuncio equivocado y presurosa rectificación del premio a la mejor película, y de la infinita polémica que es posible desatar (como de costumbre) sobre las demás nominaciones y premios, me parece que este año los académicos votantes se dejaron llevar por el lugar común y la chabacanería a la hora de elegir la mejor partitura cinematográfica de 2016. Catorce nominaciones, seis estatuillas y un Óscar en falso es la cosecha que levantó el musical La la land, dirigido por Damien Chazelle, y quizá uno de los premios que más puede prestarse a la controversia es el otorgado a Justin Hurwitz por su música para este filme.
De entrada, no es del todo ocioso especular con la posibilidad de que, en el marco de tantas nominaciones para La la land, y con la decisión (seguramente muy negociada) de designar como mejor película a Luz de luna para quitarse el bien ganado estigma de racismo, la Academia decidió dar alguna morralla de consolación al mediocre y sobrevalorado filme de Chazelle. Entre esa morralla, cayó el premio musical a Justin Hurwitz, creador de una partitura meramente eficaz y competente, pero que carece de momentos realmente memorables. A la música de La la land le ocurre, me parece, lo que le ha sucedido a las partituras de otros musicals con los que la crítica ha sido demasiado tolerante: una falta generalizada de convicción y una ausencia de música perdurable. Recuerdo, por ejemplo, las fallidas músicas de Los miserables y Sweeney Todd, que en su momento comenté en este espacio. Para enfatizar la mediocridad de la música de La la land y entender mejor el asunto, basta echar un vistazo a la lista de algunos musicals ganadores del Óscar a la mejor película: Un americano en París, Gigi, Amor sin barreras, Mi bella dama, La novicia rebelde, Oliver!, Chicago. Todas ellas tienen partituras claramente superiores a la que escribió Justin Hurwitz para La la land, y en todas ellas es posible hallar varias melodías imborrables, buen número de las cuales se han vuelto clásicas. Y para más señas, mis oídos me dicen que cualquiera de las otras partituras nominadas en esta ocasión (las de Jackie, Un camino a casa, Luz de luna y Pasajeros) tiene, claramente, más méritos que la de La la land.
Lo que no deja de ser aún más extraño es que la mejor partitura fílmica del año (de nuevo, mi opinión personal), la de La llegada, escrita por Jóhann Jóhannsson, ni siquiera fue considerada en las nominaciones. Al realizar la breve investigación de rigor, me entero de que la música de La llegada (que es, además, una de las películas más inteligentes y sensibles de 2016) no pudo ser considerada para las nominaciones por mejor música original debido a que al inicio y al final del filme se escucha una pieza de Max Richter titulada On the Nature of Daylight. Si sus castos oídos, lector, sufrieron confusión y enredo en medio de la hipérbole mediática que se generó alrededor de La la land y su olvidable música, no deje de ver (o revisitar) La llegada, filme que además de sus muchos valores conceptuales, narrativos y visuales, tiene un soundtrack (música, efectos y todo lo demás) de primer orden, y la partitura de Jóhannsson vale la pena de ser escuchada también por sí misma. (Y ya que de ciencia ficción se trata, hay que comparar la inteligente película que es La llegada con el bodrio impresentable que es Pasajeros, de Morten Tyldum). La buena noticia es que hacia el fin de 2016, la música de La llegada fue lanzada al mercado en un disco compacto que, venturosamente, ha circulado con amplitud. Un detalle, no menor, que avala en buena medida la calidad de la música de Jóhannsson para el filme de Denis Villeneuve, es que apareció con el sello de la Deutsche Grammophon, que no suele imprimir y poner en circulación cualquier cosa. Más allá de la evidente diferencia de géneros fílmicos, la distancia que hay (y que se escucha) entre la música de Hurwitz y la de Jóhannsson es abismal, tan abismal como la distancia que hay entre nuestros primitivos lenguajes terrícolas y la sofisticada forma de comunicación de los visitantes heptápodos.

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