3/03/2010


La provocación laicista de Pablo Gómez

Bernardo Barranco V.

La propuesta del senador Pablo Gómez de eliminar el inciso e del artículo 130 de la Constitución mexicana, presentada el jueves 25 de febrero, tendiente a otorgar mayores libertades políticas a los ministros de culto, ha causado fuertes convulsiones en el interior del Partido de la Revolución Democrática (PRD) y suspicacias en sectores de la Iglesia católica.

El inciso en cuestión sostiene lo siguiente: Los ministros no podrán asociarse con fines políticos ni realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna; tampoco podrán en reunión pública, en actos del culto o de propaganda religiosa ni en publicaciones de carácter religioso, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones ni agraviar de cualquier forma los símbolos patrios.

En su intervención, el senador Pablo Gómez sostuvo que la laicidad no implica prohibición alguna, que la libertad de expresión es un derecho humano ampliamente reconocido en el mundo moderno. Por tanto, no tiene sentido mantener una norma que permanentemente viola el clero. Argumentó que debemos abolir revanchismos con la Iglesia en los siguientes términos: ¿Por qué debe haber ciudadanos con derechos restringidos?... ¡Ah!, pero cada vez que se viola la Constitución por parte de algún obispo, se presenta la violación como un falso triunfo sobre el Estado laico, porque se está vinculando la laicidad del Estado con una monstruosa prohibición del ejercicio pleno de los derechos humanos y del ejercicio pleno de los derechos ciudadanos.

Desde el punto de vista de los principios que rigen la laicidad tiene razón: en un régimen de libertades laicas el Estado no puede impedir que un individuo o una Iglesia hagan valer sus principios y visiones, incluso las políticas, en el conjunto de la sociedad. Ninguna sociedad que se aprecie democrática puede impedir que una jerarquía religiosa ejerza su derecho a posicionar su doctrina sobre la vida y principios con los que debe conducirse la sociedad. Sin embargo, ¿por qué ha desatado reacciones tan dispares la propuesta del senador?

Su intervención en la Cámara recibió la ovación y aplausos de los senadores panistas: ¡excelente! No obstante, desde el PRD han llovido las críticas con descargas que van subiendo de tono: inoportuna e ingenua, señaló Alejandro Sánchez Camacho; la reforma propiciaría la aparición de partidos confesionales y gobiernos fundamentalistas, según Rafael Hernández. En cambio, Jesús Ortega, en su afán de ser siempre políticamente correcto, saluda la iniciativa para mostrar que el PRD no es un partido antirreligioso.

Muchos militantes del sol azteca se preguntan cómo es posible el menudo favor cuando la jerarquía siempre ha sido antagónica con la izquierda: desde los tiempos de Corripio, en los años 80, advirtió que era pecado votar por ellos; Onésimo Cepeda, entre demanda y demanda no los baja de estúpidos; el cardenal Sandoval los estigmatiza como los hijos de las tinieblas, y el padre Valdemar de enemigos de la Iglesia.

¿Es una concesión para aprobar el 40 constitucional? Mejor que se queden así las cosas, dicen algunos desconcertados. ¿Nuevas señales dado el clima de las alianzas?

Del lado católico, el arzobispado de México, por conducto del padre Hugo Valdemar, la acogió con entusiasmo, olvidó viejas querellas y saludó con entusiasmo la iniciativa de Gómez. Igualmente, Felipe Arizmendi, obispo de San Cristóbal, señaló: aplaudo la propuesta, ya que coartar la libertad de expresión de los ministros de culto no sólo es un anacronismo, sino una injusticia (La Jornada, 28/2/10).

No obstante, otros católicos ven con ciertas reserva y hasta suspicacia la iniciativa. Por ejemplo, en El Atrio, portal del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, Rodolfo Soriano rastrea las posturas abiertamente anticatólicas del senador y concluye: “Lo que el senador Gómez quiere es alentar las contradicciones (de la Iglesia), el conflicto en su interior, de modo que repliquen los conflictos que existen en la sociedad mexicana en general. De ahí el interés por eliminar las restricciones que limitan en la actualidad la intervención de la Iglesia en los temas públicos y obligarla a discutir esos temas…” (http://imdosoc.org/ plataforma/).

Desde diferentes ángulos la conclusión es comprometida. ¿Asevera que la Iglesia no está preparada para incidir en la arena política?

Por su parte, el Revolucionario Institucional ha guardado silencio, hasta ahora; seguramente para algunos, como pesadilla han de pasar las imágenes del abierto y mediático proselitismo del clero en favor de Acción Nacional y de la vida.

La propuesta ha levantado diversos debates y posicionamientos. Hay que agradecerlo. Creemos que en algún momento de nuestra historia se deberán derogar todo tipo de restricciones y las iglesias en México tendrán todas las prerrogativas modernas de la democracia. Probablemente no sea el momento y lo apasionado de los posicionamientos de los diferentes actores pone de manifiesto que las llagas aún están abiertas; los recelos y desconfianzas mutuas son palpables, fruto de una historia común escabrosa, cuyo dramatismo ha pasado por dos guerras fratricidas.

La laicidad, dicen los historiadores, más que un concepto es un proceso, surge como necesidad ante sociedades que se reconocen más plurales; su punto de partida es en el terreno de las creencias religiosas y ahora se extiende a nuevos ámbitos de las libertades. Por ello la laicidad va al parejo de conceptos como la tolerancia, la pluralidad y las libertades.

Sin tratar de anular con ingenuidad los debates, las diferencias ni los antagonismos de la sociedad, la laicidad es un principio que acompaña la pluralización de las sociedades contemporáneas en un marco de convivencia armónica y pacífica.

La moneda sigue en el aire. Pablo Gómez ha introducido nuevos componentes al debate que obligarán a los legisladores y partidos políticos a correr el velo del cálculo pragmático de corto plazo para situar la laicidad del Estado como parte inherente de la reforma política.

Lujambio y la impertinencia verbal

Editorial La Jornada
En el contexto de una conferencia magistral leída en el Tecnológico de Monterrey campus Toluca, el titular de la Secretaría de Educación Pública (SEP), Alonso Lujambio, realizó una defensa improcedente y equívoca de la iniciativa de reforma política presentada al Congreso por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, en diciembre pasado: el funcionario lamentó que el marco legal vigente no permita la relección consecutiva de legisladores –uno de los puntos de la propuesta calderonista–; afirmó que la aprobación de este mecanismo podría desempeñarse como un sistema de premios y castigos en poder de la ciudadanía, y calificó de tonta a la democracia mexicana, porque no aprovecha su capital político, porque no aprovecha su capital humano, porque cada tres años lo desecha.

La declaración que se comenta no es únicamente un ejercicio de incongruencia personal –habida cuenta de que el propio Lujambio llamó hace unos días a los ciudadanos a enorgullecerse de lo mucho que hemos avanzado en el ejercicio de las libertades y de la democracia y a no minar lo que tenemos a partir de ejercicios críticos–, sino que constituye una nueva y deplorable muestra de la incontinencia y de la impertinencia verbales características del grupo gobernante, expresiones, a su vez, de una alarmante impericia política: más allá de su inocultable acento despectivo hacia la institucionalidad, el titular de la SEP se descalifica a sí mismo, en tanto que integrante de un régimen conformado a partir de una democracia tonta.

Por lo demás, el que un secretario de Estado se permita semejante hostilidad al marco legal vigente en el país, y que lo haga, además, con el fin de emprender una defensa facciosa e inadecuada de una iniciativa de reforma –la cual se encuentra sumida en un momento de infortunio ante las expresiones de rechazo total o parcial de que ha sido objeto por las distintas fuerzas políticas con representación en el Congreso–, pone en evidencia un grave desarreglo institucional y político en el grupo en el poder; deja entrever –como ocurrió hace unas semanas, con la defensa de la misma iniciativa realizada por el titular de la Defensa Nacional, Guillermo Galván– preocupantes rasgos de autoritarismo por parte de los encargados de la conducción del país, y contraviene, en última instancia, lo expuesto ayer por el propio Lujambio, en el sentido de que la intención de las modificaciones legales referidas es otorgar más poder al ciudadano frente a sus gobernantes y sus representantes.

Ciertamente, hay numerosos elementos de juicio para pensar que México no vive una normalidad democrática plena, pero ello no se debe a la falta de aprovechamiento del capital político y humano de quienes integran la clase política, como sostuvo Lujambio, sino, acaso, a lo contrario: al déficit de atributos y virtudes republicanas que exhibe la alta burocracia en su conjunto, así como a la crisis de representatividad y de confianza que aqueja a la institucionalidad política del país; al empleo faccioso, por parte de quienes detentan el poder, de un andamiaje legal cada vez más distorsionado; a las alianzas tejidas desde el poder público con los poderes fácticos, y a la descomposición moral del grupo gobernante, caracterizada por la rápida adopción, bajo las administraciones panistas, de los estilos y métodos autoritarios y corruptos del viejo priísmo.

Finalmente, las declaraciones formuladas ayer por el titular de la SEP pasan por alto que el país no requiere exclusivamente de reformas legales para el ensanchamiento de su democracia: hace falta, en cambio, voluntad política, decoro institucional y transparencia en el ejercicio gubernamental.


El poder del arte

Arnoldo Kraus

Aunque la mayoría de los librepensadores sostiene que los creadores de arte tienen el derecho de expresar lo que deseen, hay quienes aseguran que el arte, en cualquiera de sus formas, no debe ofender. Los primeros defienden la libertad y la autonomía. Los segundos niegan esos principios y consideran lícito protestar y hacer justicia cuando sus principios han sido denostados. Entre unos y otros, entre una forma de percibir la vida y otra, las diferencias son cada vez más grandes. La imposibilidad del discurso y de la razón crece día a día. Lo mismo sucede con el odio: cada vez se acepta menos al otro. Es magro el espacio para la esperanza: es poco probable que ambas posturas logren consensuar lenguajes y actitudes. Dos ejemplos vivos como radiografía de la humanidad.

Desde hace algunos años, Kurt Westergaard vive recluido en su casa en Aarhus, Dinamarca. Vive escondido. No se esconde motu proprio. No se esconde de él. Lo esconden del mundo, de su entorno, de su muerte anunciada. Westergaard es el caricaturista danés que dibujó a Mahoma con un turbante bomba en el diario Jyllands Posten, en septiembre de 2005. Ofendidos, millones de musulmanes salieron en muchas ciudades para manifestarse en contra de los dibujos (además de la caricatura referida, el periódico publicó 11 viñetas más sobre el Islam). Varias embajadas danesas fueron atacadas, muchas banderas fueron quemadas, productos daneses y occidentales fueron boicoteados y, lo que es peor, 200 personas perdieron la vida.

En Occidente sabemos que ni el editor del periódico ni el caricaturista son los responsables de esa satanización. Algunos extremistas islámicos piensan lo contrario. El intríngulis es muy complicado. La lectura que hacen de la vida algunos fanáticos ha determinado que Westergaard es, y lo será hasta su muerte, recluso en su propia casa y cautivo de lo que ya no es su vida. Salman Rushdie también ha vivido escondido por las mismas razones y Roberto Saviano vive oculto por las amenazas de muerte vertidas en su contra por la Camorra.

El affaire Westergaard es un rompecabezas imposible de armar. Contiene al menos cuatro piezas. La primera es el derecho de ejercer la libertad. La segunda es el derecho de ofenderse. La tercera es la actitud de la sociedad y del país cuna ante las amenazas contra uno de sus conciudadanos. La cuarta es la idea de asesinar al ofensor. Las piezas son dispares y amorfas. Imposible ensamblarlas. Westergaard presenta otra versión del rompecabezas: “Después de lo ocurrido, he leído mucho sobre religión, y creo que esa frase del libro del Génesis que dice ‘Dios creó al hombre a su imagen y semejanza’ tendría que ser a la inversa: ‘El hombre creó a Dios a su imagen y semejanza”.

La segunda radiografía se suscitó en la feria Arco en Madrid, en febrero de 2010. En ella, Eugenio Merino presentó sus obras. Dos azuzaron algunas opiniones. La embajada de Israel en España protestó porque las piezas en cuestión eran una ofensa para judíos, israelíes y seguramente para otros. La primera creación muestra una ametralladora Uzi que sirve de base a una estrella de David y a una menorá –candelabro de siete brazos característico de la tradición judía.

La segunda obra expone a tres personajes orando, uno sobre otro: un musulmán, un cristiano y un judío ortodoxo. Cada uno reza de acuerdo con las tradiciones de sus credos: el musulmán postrado, el cristiano arrodillado y el judío inclinado. El musulmán carga a ambos y el cristiano al judío. Algunas agrupaciones católicas también se manifestaron: “… la asociación de una metralleta a un candelabro judío es ofensiva”. Asimismo señalaron: “… esta escultura es humillante para los creyentes de las tres religiones (...) no sabemos si el autor busca representar, a través de la verticalidad, que las religiones se aplastan unas a otras”.

Merino tiene derecho a utilizar el arte como vía de expresión. Generar polémica, crear conciencia sobre determinados problemas, manifestar indignación contra las religiones o los símbolos o promocionarse son atributos a los cuales tiene derecho cualquier artista. El problema surge cuando las imágenes incomodan o hieren susceptibilidades; ni importa si se trata de una caricatura, una novela o una obra de arte. Lo que es cierto es que Merino logró uno de sus propósitos: ser visto. Lo que también es cierto es que el arte, per se, es un catalizador de opiniones y un espacio autónomo, cuyas ideas pueden servir de instrumento para generar polémica, para sembrar ideas, para mejorar la condición humana o para aniquilar humanos. Recuérdese, por ejemplo, el famoso mingitorio de Marcel Duchamp.

Tanto el caso de Westergaard como el de Merino ilustran el poder y la trascendencia del arte, ya sea en forma de viñetas o de obras artísticas. Ilustran también la añeja y nunca finalizada discusión acerca de la tolerancia.


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