Cambio de Michoacán
Hace
casi un año, el 31 de enero, una potente explosión cimbró el edificio
central de Pemex en la ciudad de México ocasionando la muerte de por lo
menos treinta y siete personas y más de cien heridos. Transcurridos más
de diez meses, aún no hay una explicación clara de las causas del
siniestro; la versión oficial, basada en la hipótesis de la acumulación
de gases y de un corto circuito no ha resultado convincente ni se ha
presentado un peritaje completo.
El robo de combustibles en los
ductos de la empresa petrolera es, como se sabe, un problema crónico y
endémico en el que están involucrados poderosos grupos de la
delincuencia organizada. La pérdida se estima en unos 15 o 20 mil
barriles diarios. Más allá de ello, las instalaciones de la petrolera
mexicana han sufrido en más de una ocasión atentados terroristas cuyo
origen no ha sido siempre esclarecido, pese a que se trata de un asunto
de seguridad nacional.
Frente a problemas de esa magnitud, el
Estado mexicano ha exteriorizado sus debilidades, así como lo ha hecho
cotidianamente, desde hace siete años, en su fallida guerra contra el
narcotráfico y la delincuencia organizada en general. Y es en ese
escenario que ahora ese mismo Estado ha resuelto entregar la industria
petrolera, en todas sus fases —exploración, extracción, refinamiento,
transportación, distribución, etc.— al capital privado, prácticamente
sin restricciones. Este capital no puede ser otro que las grandes
empresas que ya son dominantes en el sector, de origen estadounidense,
británico, holandés o español, y que difícilmente aceptarán realizar
inversiones importantes en nuestro país si no se les dan garantías
suficientes no sólo de acceso a los recursos y mercados sino también en
materia de seguridad. Por eso, el Estado mexicano necesita articular
esta reforma con nuevas estrategias ante lo social y lo delictivo, en
lo que ha fracasado hasta ahora.
En la experiencia reciente, la
ampliación de las reservas para el mediano y largo plazos en manos de
las grandes empresas del sector —que de eso se trata, y no de resolver
problemas de abasto inmediato— se ha resuelto por la vía de la guerra,
como en Iraq y Libia, y ahora, en el caso de México, bajo la de la
entrega consentida por el Estado de los yacimientos para ser integrados
como parte de los activos de las grandes corporaciones. El atentado a
la nación que el bloque en el poder (la oligarquía mexicana, el PAN y
el PRI) ha consumado tiene que ver con eso y no con la mera atracción
de capitales.
La reforma energética, que viene a culminar con
la integración rapaz iniciada en 1994 a través del Tratado de Libre
Comercio, es la puerta grande por la que se incorpora a México a la
globalización. Estamos entrando, a partir de ahora, a formas inéditas
de la dominación imperial sobre nuestro país, si bien éstas pueden
encontrar paralelismos con las que prevalecían durante el porfirismo y
hasta antes de 1938, sin excluir cuerpos propios de seguridad de las
empresas que se asienten sobre nuestro territorio, ante el vacío del
Estado mexicano. En la necesaria afirmación de la hegemonía y
fortalecimiento estadounidense sobre sus áreas naturales, para la
competencia feroz que en el siglo XXI le espera frente a China y otras
potencias emergentes: la India y Rusia, México tiene un papel de piedra
angular. Ahora esa afirmación se ha consolidado con la entrega de estos
días.
En ese contexto, era anunciado que las fuerzas que
integran el bloque oligárquico mexicano iban a trabajar desde el inicio
del sexenio para obtener por fin la llamada reforma energética que ni
Vicente Fox ni Felipe Calderón pudieron concretar, paradójicamente, por
la renuencia del PRI en el Congreso a apoyar un esquema de cambio tan
radical como el de los panistas. Los priistas parecen haber esperado a
regresar a la presidencia para ser ellos quienes hicieran la entrega de
los recursos energéticos al imperio, redimensionando su papel ante
éste. Sin embargo, es el proyecto más radical del PAN, no el del PRI y
Peña Nieto, el que ha salido adelante en los cambios constitucionales,
tal y como los panistas se han esforzado en resaltarlo para que los
oigan en Washington. Los sueños de seductor de los perredistas de que
iban a cogobernar con la firma del Pacto, se han esfumado como
vapor de opio que siempre fueron, pero habiendo cumplido su papel de
argamasa para consolidar la Santa Alianza que desde hace un año se ha
cernido contra el pueblo. El acta de defunción del Pacto expedida por
Jesús Zambrano es grotesca, cuando el acuerdo cumplió ya a cabalidad
con los propósitos que al verdadero bloque gobernante le interesaban.
La entrega energética —que no reforma, en realidad— no hubiera podido
darse con la rapidez y tersura con que salió de haberse mantenido
intacto el frente político-social popular que encaró a la oligarquía en
2006 y aún en 2012. Romper ese frente era el propósito del Pacto, que
el PRD cumplió con absoluto entusiasmo en las reformas educativa,
fiscal, financiera y política, a las que se lo convidó. Divorciado el
perredismo del lopezobradorismo, de los maestros y de los sindicatos y
otras fuerzas sociales movilizadas, lo que significaba una ruptura
entre el aparato parlamentario y el movimiento real, el comodato sobre
los yacimientos que el Congreso otorgó entre el 7 y el 12 de diciembre
era ya miel sobre hojuelas, un asunto consumado. Lo que en la calle
fue, al final, sacrificio y dramatismo para muchos, en la tribuna se
convirtió en patetismo desnudo y gritos de desesperación.
Y si
bien es cierto que la reforma laboral disfrazada de educativa ha
encontrado una resistencia muy superior a la prevista, el desgaste de
la CNTE y de otros contingentes magisteriales después de meses de
movilización y su disociación de las expresiones parlamentarias se
convirtió, al menos en lo inmediato, en parálisis frente a la
imposición de la reforma. Ante a los tiempos por venir, el bloque
dominante necesita ir más a fondo; completar la derrota de las fuerzas
populares e impedir que éstas se recompongan. El asentamiento de las
empresas mineras a lo largo y ancho de nuestro territorio durante los
años recientes ya da una idea de lo que vendrá con el arribo de las
petroleras, agravando la conflictividad social en las regiones y
localidades. La disgregación de las luchas, la militarización, el
terror y el acallamiento de las fuerzas de autodefensa popular es el
escenario trazado para contener las respuestas que puedan surgir a
futuro. La criminalización de la protesta social anunciada en el Código
Penal del Distrito Federal y en la nueva ley de manifestaciones
expedida por la Cámara de Diputados da idea de la tendencia frente a la
movilización social.
Para los grupos emergentes desde la
sociedad la recomposición no será fácil y va mucho más allá de lo
electoral y de coyunturas como el 2015 o el 2018. Estructurar redes de
resistencia lo más amplias que sea posible y generar un nuevo proyecto
popular es indispensable. El campo popular tiene a su favor el que las
modalidades de la movilización son cada vez más diversas y sus formas
de expresión más creativas, como lo mostró en el 2012 el #Yosoy132 y lo
han hecho otros movimientos a escala internacional que rompen con el
esquema de los partidos y sindicatos tradicionales. Imprevisibles,
estos nuevos movimientos sociales necesitan sin embargo encontrar
puntos de convergencia y organización en común para consolidarse y
avanzar. Para nuevos escenarios se requieren nuevas respuestas.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo - UMSNH
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