12/18/2013

Las autodefensas y el monopolio de la violencia





No es casualidad que Calderón haya empezado la guerra contra el narco en Michoacán. No es casualidad tampoco que hoy ese sea el epicentro del movimiento de las policías comunitarias y autodefensas. Los medios se preguntan si el gobierno mexicano ha “perdido” Michoacán. La respuesta, por supuesto, es un rotundo sí. Pero el gobierno lo perdió —o parte de él— desde hace años. Hay que reflexionar un poco sobre los fundamentos del Estado para poder entender qué es lo que pasa en esas regiones, sobre todo en Michoacán y Guerrero, en donde se ha abierto un vacío de poder disputado por policías comunitarias, bandas de narcotraficantes y el ejército.
Como decían los antiguos chinos: el vacío estructura el uso. En tiempos conflictivos, de vacío de autoridad, la utilidad política del Estado aparece ante el que quiera verlo como lo que es: una institución basada sobre el monopolio legítimo de la fuerza física, un comando de hombres armados. Decía Oswald Spengler que siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado a la civilización. Spengler se equivocaba. Lo que los pelotones normalmente salvan son los Estados. Él no será, por lo demás, el primer conservador en intentar trazar un paralelo entre el Estado y la civilización —y probablemente tenga razón en hacerlo, por lo menos en el largo plazo—. Pero eso no es lo importante aquí. Por supuesto que, en el primer mundo, los estados tienen cada vez menor necesidad de mostrar esa fuerza, y entonces los procesos de construcción estática se desarrollan a través del consenso, de otras instituciones —la escuela entre ellas—. Pero la explosión de conflictos en el México (todavía) bronco, como el que ha habido en los últimos años en Michoacán, desnuda el fundamento del poder estatal.
La consecuencia primordial de lo anterior es que en esas regiones del país no existe el Estado (o el estado ha fallado, diría la ciencia política moderna), puesto que el gobierno no tiene el monopolio de la fuerza física. La cuestión se complica un poco si uno piensa que, en momentos anteriores del conflicto, los que han detentado el monopolio de la violencia no han sido las instituciones del Estado mismo sino grupos paramilitares aliados a éste; miembros oscuros pero no menos importantes del “Frente Amplio Estatal”. Por eso, en parte, los políticos no empezaron a hablar del “Estado fallido” sino hasta que ese juego —donde los verdaderos amos eran narcos aliados al gobierno— se salió de control y las policías comunitarias, que no son otra cosa más que campesinos armados, se hicieron con el poder militar de varias regiones, y no sólo corrieron a los narcos, sino que empezaron a enfrentarse con las instituciones y la gente del gobierno que estaba más claramente coludida con ellos.
Las policías comunitarias no nacieron con este conflicto, y de hecho están reconocidas legalmente. Hay que ver esta concesión jurídico-política bajo la óptica doble de la conquista y de la trampa: el gobierno permitirá algo que en principio podría ir en contra de su ethos si, por un lado, se encuentra en una posición de fuerza desfavorable y no hacerlo le traería un costo mayor, pero también si cree que con eso puede canalizar un conflicto político por la vía de sus instituciones.
Esta constatación tiene dos (o tres) posibles corolarios. El primero es que las policías comunitarias pueden terminar por convertirse en parte de la estructura de gobierno, “institucionalizarse” y por tanto dedicarse a hacer simplemente el trabajo sucio para luego perder su carácter político contestatario (un poco como los sindicatos de nuestro país). El segundo es que, en dinámica, las policías comunitarias pueden convertirse en gérmenes de un contrapoder popular en el campo. En los hechos, ellas ya ejercen la función primordial del Estado… pero por supuesto el poder estatal no se termina ni en el monopolio de la violencia ni tampoco se puede circunscribir a los territorios reducidos de los pueblos. Por eso el gobierno pone el grito en el cielo cuando éstas hacen más de lo estipulado por sus “usos y costumbres”, y sus facciones se intentan poner de acuerdo en cómo frenarlas. Como bien dice una de esas senadoras panistas que todos amamos: “En nuestro país nadie, absolutamente nadie tiene el derecho de hacerse justicia por su propia mano. Sin importar si las causas que abanderan los grupos de autodefensa son o no legítimas, sus acciones desgastan las instituciones democráticas, aumentan la imagen de ingobernabilidad y lejos de abonar al restablecimiento de la paz, generan más violencia.” (http://www.animalpolitico.com/author/gcuevas/#axzz2mXLDCNju)
En muchos sentidos, tiene razón. La acción de las autodefensas desgasta las instituciones del estado (si son o no democráticas es otra cuestión), las autodefensas aumentan la ingobernabilidad (si esa “gobernabilidad” que tanto predican es buena o incluso necesaria también es otra cuestión) y, de cierto modo, también abonan a un conflicto social cuya única alternativa, al menos en esas regiones, es la Pax Zeta.
Pero lo esencial no es eso, porque todo eso es táctico. Lo importante es que sus causas son legítimas. No es una cuestión tan complicada en realidad. Esa “causa que abanderan” es su derecho a la vida, a no estar sometidos a un barón de la droga que dispone de sus existencias. Esa legitimidad también nos obliga a los demás a solidarizarnos con ellos y con sus presos —con Arturo Campos, con Nestora Salgado—, a exigir, para empezar, su libertad inmediata.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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