AMLO. Foto: Cuartoscuro.
A las 8:00 de la mañana del 19 de septiembre de 2107, cruzamos la
plancha del Zócalo mi compañera Verónica Velasco y yo –que llevaba mi
cámara al hombro- siguiendo los pasos de Andrés Manuel López Obrador. Al
llegar frente a Palacio Nacional, volteó a vernos y dijo, mirando
directamente al lente: “Esta vez será a La Chingada en Palenque,
Chiapas, o a Palacio”. Acto seguido tomo aire, sonrió y luego de una de
sus proverbiales pausas recapituló: “pero yo estoy seguro de que será a
Palacio, porque así lo quiere la gente y ahí estaré –dijo señalando el
edificio- a partir del 1 de diciembre, para servir al pueblo de México”.
No se equivocó. Ahí estará a partir del mediodía de este sábado y yo,
por primera vez en mis 67 años de vida, podré decir: ya tengo
Presidente.
Y tengo un Presidente perseverante, terco, infatigable; que se ganó a
pulso el respeto, el amor y el respaldo de la gente; que supo convertir
las derrotas en victorias, estructurar un discurso de izquierda
heterodoxo e incluyente, y así hizo sentir a las y los mexicanos que
aquí basta con ser decente para ser revolucionario y que quien se alza
contra la corrupción tiene un papel protagónico en la construcción de
una nueva patria. Supo López Obrador romper lanzas, tender puentes,
construir un partido, celebrar alianzas, negociar (incluso con sus
adversarios) sin claudicar jamás, y pavimentó así el camino de la
victoria. De una victoria que es tan suya como nuestra, de todas y todos
los mexicanos y no sólo de aquellos que votamos por él.
Jamás en la historia, un político mexicano –lo decía Carlos
Monsiváis- había sido objeto de ataques tan feroces, masivos y continuos
como lo ha sido desde hace casi dos décadas López Obrador. Cualquier
otro se habría amilanado ante la andanada de insultos, mentiras y
descalificaciones. Cualquier otro se habría rendido. El no. De todas las
campañas en su contra salió fortalecido. Sus fracasos no lo desviaron
ni un ápice de su camino, sólo le hicieron ajustar la ruta. Hoy está ya
en Palacio. Le esperan tiempos difíciles, lo acecha un régimen que no se
resigna a morir y que hará todo para destruirlo. Antes de tomar
posesión, asestó duros golpes a los poderes fácticos y es previsible que
estos reaccionen con virulencia. Lo que sus enemigos aún no comprenden
es que se crece ante la adversidad y que no está solo. Que millones
comparten, compartimos, sus ideales y queremos liberar a este país de
criminales y corruptos.
He tenido el privilegio de registrar lo que sucede a su alrededor,
cuando, como peje en el agua, se pierde –literalmente- entre las
multitudes o de acercarme a la intimidad de su hogar, cuyas puertas
abrió generosamente para que Verónica, el equipo de filmación y yo
irrumpiéramos en él. He escrutado, a través del lente, su rostro en las
horas más oscuras y en las más luminosas de su historia reciente, que
son, también, las más oscuras y las más luminosas de la historia
reciente de este país herido. He retratado los rostros de quienes lo
escuchan. He visto en sus miradas la emoción que provoca su llamado a
transformar este país, a construir la paz, a conquistar la verdad y la
justicia que nos han negado. He visto cómo se le acercan, lo abrazan, lo
apapachan, lo apachurran, lo cuidan. Jamás, en mis años con la cámara
al hombro había visto a un dirigente político moverse así entre la
gente, con tal desenfado, con tal confianza, sin el escudo de un aparato
de seguridad.
He tenido también la oportunidad de compartir sus momentos de
reflexión sobre lo vivido en esas plazas abarrotadas de gente, de
sondear su pensamiento y encontrar ciertas claves del mismo. Soy apenas
dos años mayor que él y en cierta medida abrevamos de las mismas
fuentes, nos marcaron las mismas derrotas, resonaron en nosotros tanto
las palabras de Monseñor Óscar Arnulfo Romero como las tesis sobre
Feuerbach de Marx, sin convertirlas en dogma sino en herramienta de
análisis y transformación; y del Che tomamos lo más científico: su
ejemplo.
Esta última campaña lo seguí por 19 estados. Ni en las zonas más
conflictivas del país lo vi utilizar vehículos blindados. Sólo una
camioneta sin escolta, recorriendo 600 kilómetros al día, comiendo al
paso o en el mismo vehículo; un mitin tras otro y luego otro y otro; un
discurso unívoco. Esos fueron sus días. Para verlo y escucharlo, la
gente reconquistaba el espacio público que el crimen organizado le había
arrebatado, se reconocía en los otros que se atrevían a salir y al ver a
López Obrador entre ellos, sin seguridad, todas y todos se reconocían
en él. Un sentido hasta ahora inexistente de comunidad, una
recomposición del tejido social, se fue generando. Ese es el origen de
su fuerza, la razón de su victoria: es uno más entre nosotros, se la
juega como nos la jugamos los ciudadanos de a pie. No ve el país desde
la ventanilla de un avión o un helicóptero, no lo recorre rodeado por
una guardia pretoriana. El gran reto de su gestión será conservar, a
pesar del peso y las implicaciones del poder, esta cercanía.
Para mí, que vengo de la guerra y se de la facilidad con la que esta
se desata y de sus terribles consecuencias, del dolor que provoca a los
pueblos, lo que más me sorprende de Andrés Manuel, lo que más admiro en
él, lo que más le agradezco, es la forma en que asimila los golpes sin
responder jamás de la misma manera y su voluntad indeclinable de buscar
el cambio por la vía pacífica. Cualquier otro hubiera incendiado al país
luego del fraude electoral que abrió a Felipe Calderón la puerta de Los
Pinos y convirtió a México en una enorme fosa clandestina. Cualquier
otro, ante esa multitud indignada y expectante que llenaba el Zócalo en
esos días oscuros de 2006, hubiera caído en la tentación de llamar a la
gente a la insurrección. López Obrador, en cambio, la llamo a plantarse
en el Paseo de la Reforma. Contuvo así la inminente posibilidad de un
estallido social y asumió el enorme costo político de esa acción. La
derecha lo crucificó por subversivo, la izquierda lo tacho de tibio.
Hoy sucede lo mismo. Le exigen, le exigimos muchos, por ejemplo,
castigo a los corruptos. Él repite una y otra vez que no desatará una
cacería de brujas, que no habrá de perderse en el pasado; que habrá de
concentrarse en construir un futuro distinto, que mirará hacia adelante.
No le falta razón. Sería rentable políticamente lanzarse a una cruzada
pero el régimen está vivo, conserva un enorme poder y él no necesita
ganar legitimidad con golpes mediáticos. Tiene que andarse con cautela y
mucha serenidad. El compromiso adquirido con quienes con su voto le
dieron su confianza no es el de que, uno o dos corruptos, den con sus
huesos en la cárcel. De lo que se trata es de construir la paz con
justicia, de generar bienestar de forma equitativa, de dar a los jóvenes
futuro y a los mayores una vejez digna. De lo que se trata es de
erradicar la corrupción y la impunidad, los dos componentes genéticos de
ese régimen al que hemos decidido sepultar.
Yo -permítaseme decirlo- estoy emocionado, contento, orgulloso,
esperanzado. También estoy decidido, en compañía de la mujer que amo,
por nuestras hijas e hijos, por nuestros nietos, a participar en la
transformación del país como un ciudadano más; así de simple, así de
honroso: como uno más. No aspiro a tener cargo alguno, ni quiero hacer
negocios a la sombra del poder o recibir, así fuera por medio lícitos,
ni un solo peso del erario. Mi independencia, mi libertad me sirven una
vez más para tomar partido. No soy neutral, pero soy objetivo: este país
no aguanta más, o lo transformamos o se nos deshace entre las manos. Yo
celebro que aquella mañana en el Zócalo Andrés Manuel López Obrador
haya tenido razón, haya luchado por tenerla y que no fuera su finca La
Chingada, en Palenque, su destino sino Palacio Nacional, hoy por fin -y
como lo fuera en 1936- sede de un poder digno y soberano que sólo ante
la voluntad del pueblo se somete.
TW: @epigmenioibarra
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