12/08/2018

Las traiciones del cuerpo



María Teresa Priego
“¿Por qué estoy enfermo?” ¿Qué le explico? ¿Qué hace años comenzaron las constantes traiciones del cuerpo? ¿Que así va la vida?
El derrumbe. El del cuerpo del padre, el de toda una vida. Ese jueves llegamos a su casa. Me reconoció. Dijo mi nombre. Hasta nos reímos juntos. Estaba bien. Así como es ahora “estar bien”. Para el viernes de golpe se desató el desastre. Su cuerpo delgadísimo ya no lo sostenía. Una supone que va asimilando su delgadez y su fragilidad. Pero, ¿de verdad? ¿qué tanto? Una no lo asimila y él tampoco. Lo toman bajo los brazos, lo llevan hasta su silla de ruedas. Emergencias. Esas noches larguísimas. Su dolor físico. Su angustia.
Me dice: “Eres mi hermana mayor y tú estás muy bien”. La doctora de los ricitos me dice con una voz dulce: “tiene usted como 95 años, señora. Qué conservada”. Luego fui su hermana menor, su madre. Sus fantasmas. Habitamos Tabasco y Yucatán. Nos paseamos por su infancia. Por su adolescencia. Esa habitación de hospital. Ese espacio del desamparo. Cada vez los médicos dicen lo mismo: “usted tiene que entender que es un hombre muy mayor”, “usted tiene que entender que a la edad que tiene”. “Usted tiene que entender…” Sí, los órganos fallan. Claro que lo entendemos. Es un hecho. Un estallido.
Casi diría: “usted tiene que entender doctor, que creí que entendía lo que no entiendo”. Traemos dentro una niña/un niño aferrada/o a la atemporalidad que se niega a entenderlo. Me acerco y me dice: “¿cómo llegamos aquí? A esto. ¿Por qué estoy enfermo?” ¿Qué le explico? ¿Qué hace años comenzaron las constantes traiciones del cuerpo? ¿Que así va la vida? ¿Le hablo de su edad? ¿cuál sería esa reflexión “racional” que le ayudaría a tener menos miedo? ¿cuál? No. Nada de eso. Él no quiere escucharlo y yo no quiero decirlo. ¿Qué es lo que él quiere escuchar cuando su mente viaja? Que soy su hermana. Quizá así se siente un poquito menos desamparado. Así. En el pasado.
Alguna vez fuimos juntos los más fuertes del mundo. Es tan importante. Fuimos afortunados. Muy. Nos hemos amado muchísimo. Y respetado. A pesar de ser tan distintos. Nos encontrábamos en los ríos, en el mar, en su amor por los animales. Nos encontrábamos en los juegos de palabras. A lo largo de mi vida he cerrado los ojos y lo he convocado cada vez que me falla la fuerza. Vivimos muy pronto en ciudades distintas. A mí me daba y me da por sentir que a pesar de las geografías, caminábamos cercanos. Tal vez porque hicimos un pacto sin demasiadas palabras en mi adolescencia: no juzgarnos.
Lo recuerdo sano, joven, extendiendo los brazos (siempre fue un madrugador) y diciendo en voz muy alta antes de irse al rancho: “hoy seré un hombre libre, correré por los campos”. Lo recuerdo y me río en esa habitación de cuerpo estallado. Recuerdo nuestro viaje a Mérida en diciembre del 2015. La esquina de La Calandria donde vivió hasta que se fue a buscar trabajo en Tabasco. La tierra de sus padres. La nuestra. Lo recuerdo a caballo con mi hijo pequeñito en sus brazos. Lanzándose al mar junto a su perro Nohoch (“el gran sacerdote”) que lo buscaba ansioso cada vez hasta que lo veía emerger de entre las olas. Las enfermeras entran y salen.
Dos enfermeros lo cargan para acomodarlo en la cama. Me dice: “sácame de esta jaula”. Alzaron las protecciones de metal porque insistía en salirse. “Sácame de esta jaula”. ¿A dónde te llevo, papá? ¿hacia dónde querrías ir? Algunas veces viajamos juntos en la realidad. Muchísimas veces viajamos juntos en nuestras historias imaginarias. Quisiera volverlo a hacer. Ningún abrazo lo arranca de esa desesperación que siente. No aceptó comer hasta que pudo regresar a su casa. Años ya de litigio contra esos límites que le ha ido imponiendo el cuerpo. Ya está en su casa.
A mi padre le gustaba negar. Quizá a mi también. Hace muchísimos años –en Tabasco- le dije que iba por cajas para llevarme los libros que había dejado en su casa. Hacía años que yo ya no vivía allí. Es más, vivía lejísimos. “No te los lleves, lagartija, por favor. Necesito ir a tus libreros y verlos. No te los lleves, entonces sí sentiría que ya no vas a regresar “. Allí se quedaron mis libros. Es probable que ya no recuerde que me decía “lagartija” y que a mis hijos les decía “tus lagartijitos”.
En algún momento se le comenzaron a confundir los tiempos e insistía en hablar de ellos como si se hubieran quedado niños. En algún momento me buscaba y me reconocía en las calles en muchachas de la edad de mis hijos. Tal vez ambos pensamos que era eterno. O que teníamos el infinito y descabellado poder de detener el tiempo. Nos encantaba inventar. Es cierto. En mucho nuestro amor se fue tejiendo de historias que nos contábamos. Esa primera noche me aprieta fuerte la mano y debe representarle un gran esfuerzo: “mamá, ¿eres tú?” “Sí”.

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