11/15/2023

No es el teleprónter

 sinembargo.mx

Fabrizio Mejía Madrid

Desde el 1 de julio de 2018 hemos vivido el derrumbe del sistema de partidos en México. No me refiero sólo a la caída estrepitosa del PRIAN y PRD que pasaron de 2018 en que gobernaban 31 entidades a 2023 en que ya sólo les quedan siete, cinco de Acción Nacional y dos del PRI. También me refiero a lo que cayó junto con los partidos: los organismos autónomos como el INE, que dependía de las cuotas de los tres partidos; los medios de comunicación corporativa que viven bien de la propaganda partidista y, también, de cobrar las entrevistas a modo; el aparato judicial que, desde que Ernesto Zedillo se lo cedió completo a Acción Nacional en 1995, es un brazo ejecutor contra la izquierda; y finalmente, también al declive de la idea de que la política es de expertos en políticas públicas, de políticos profesionales que desayunan, comen, y cenan tramando acuerdos, de comentaristas de la radio y la televisión que saben algo que el resto ignoramos. 

Este derrumbe del sistema de partidos trajo consigo el descrédito de la llamada “transición a la democracia”, que nunca ocurrió porque, al fraude de 1988, le siguieron el de 2006, y la absoluta inequidad de gastos de campaña de Amigos de Fox y el Pemex-gate en el 2000; y a favor del PRI en 2012. Esa “transición democrática” entrañó elecciones jamás limpias del todo y el crecimiento de la influencia y dinero público para las burocracias de los partidos, a tal nivel insultante, que uno de los mejores negocios en México se convirtió en crear un partido nuevo. Se perdía el registro electoral pero los recursos públicos ya habían fluido a familias, iglesias, grupúsculos sin escrúpulos de ningún tipo. En esa llamada “transición”, sólo existía como prueba de sus bondades la alternancia, es decir, que unas veces perdiera el PRI y, otras, el PAN. Pero el contenido de la democracia, es decir, la representación popular, no fue importante y un exconsejero del INE, Murayama, que debe de estar gozando unas vacaciones en su sabático en la UNAM, llegó a asegurar que: “el pueblo no existe”. La idea que se derrumbó es que la democracia era esa cosa con plumas donde unas élites divididas en partidos gastaban dinero público en los medios para ganar votos y aplicar, cualquiera de los tres, la misma política económica, la neoliberal. Así, vimos casos como el fraude a favor de Felipe Calderón perpetrado por la compañía de su cuñado en el software del Programa de Resultados Electorales Preliminares, el trsitemente célebre PREP, que tomó posesión de la Presidencia en medio de sillazos en la Cámara, y que decretó una guerra contra el narco diez días después de electo. Una acción que jamás fue debatida como parte de su plan de Gobierno. Según Calderón en campaña, él iba a ser el Presidente del Empleo, y terminó siendo el de García Luna, las fosas clandestinas, los desaparecidos, y los cientos de miles de ejecutados. Otro ejemplo del mal que hizo la llamada “transición” que no se ocupaba de los contenidos políticos y de la representatividad, fue el Pacto por México, que firman PRD y PAN con Peña Nieto sin que mediara una mínima consulta a los ciudadanos que acababan de votar por ellos, unos meses antes. Así que se derrumban esas ideas de que la democracia es un rosario de leyes, sus consejeros de partido, y sus procedimientos, y no lo que demandaba una sociedad que quería participar y que irrumpe el 1 de julio de 2018 con el triunfo de Andrés Manuel y de su partido nuevo, Morena, que en 2018 tenía cuatro entidades y la capital, y tan sólo cinco años después, gobierna 22 estados. 

Digo esto porque al derrumbe de este sistema de partidos, le falta su propia reconstrucción o la emergencia de nuevas formas de representación y reparto del poder. Sólo Morena, que nació apenas en 2014, entendió ese imperativo de la nueva democracia mexicana. Su contraparte, el PRIAN, se dedicó a desaparecer, perder el registro en varios estados, enganchado a las órdenes de un junior del papel de baño, Claudio X. González y sus asesores intelectuales como Aguilar Camín, Krauze, y Castañeda, cuyas ideas han sido la debacle de la oposición, su deriva. Y es que, si algo sabrán esos personajes, es de ligas con el poder político para que les perdonen impuestos y, en el caso de los catedráticos, pues acaso de historia, pero de política, nada. Se equivocaron al proponer la alianza entre el PRI, el PAN y el PRD; se equivocaron al proponer la “moratoria legislativa” en ambas Cámaras; se equivocaron, de nuevo, en la imposición de una figura lastimosa, que provoca pena ajena, como candidata presidencial. Es, por supuesto, responsabilidad de las élites de los partidos el seguirles haciendo caso, pero se enfrentan a su propia disolución en las próximas elecciones, a tal grado, que la Senadora Xóchitl Gálvez está batallando para que no le gane en las encuestas el “no sabe, no respondió”. 

La diferencia entre los partidos del bloque de Claudio X. González y Morena, no es sólo que PRI y PAN tienen más de medio siglo de existencia, sino su naturaleza misma: el PRI fue formado desde el poder presidencial con los militares que dominaban regiones enteras del país después de la Revolución. Después, se incorporaron a su estructura los sindicatos obreros, agrícolas, y los maestros, además de la burocracia del Estado. A eso los priistas les llamaron los tres sectores, donde un cuarto siempre fueron los profesionistas, los abogados, ingenieros, médicos y, finalmente, los economistas de Harvard. Acción Nacional, por su parte, era un partido de abogados de derechas, fanáticos religiosos, empresarios del norte, sobre todo los ligados al Grupo Alfa en Monterrey. Habían nacido contra el reparto agrario cardenista, contra su expropiación petrolera, y reivindicaron siempre la Guerra Cristera, a Porfirio Díaz, a Maximiliano y a Agustín de Iturbide. Tenían una pinta de hacendados despojados por la Revolución con una fantasía monárquica, que encarnó, llegada la hora, Martha Sahagún de Fox en sus fiestas en el Castillo de Chapultepec. Pero ambos partidos, PRI y PAN comenzaron un amasiato desde el inicio del neoliberalismo, hermanados en la misma disposición ideológica del Estado mínimo, la socialización del fracaso y la privatización del éxito, la idea de que la iniciativa privada era superior al interés nacional. Parte de ese amasiato fue el pacto de la “transición democrática” en la que suponían que el bipartidismo forzado de los Estados Unidos se podría aquí realizar en alternancias sucesivas entre el PRI y el PAN, como allá era entre demócratas y republicanos. Para llevarlo a cabo, necesitaban frenar a la izquierda o comprarla, como sucedió con el PRD. El problema con López Obrador fue que nunca pudieron frenarlo, a pesar del desafuero, las campañas del “peligro para México”, y los fraudes electorales. Tampoco pudieron comprarlo y López Obrador encarnó a todos los que estábamos excluidos de los asuntos públicos, cuyas voces nunca eran atendidas, que carecían de medios para difundirlas.

Ahora, Morena no es un partido ni de “sectores” al estilo priista, ni de abogánsters ilustres como Acción Nacional. Es un partido-movimiento, a la usanza de Brasil con el PT, Uruguay con el Frente Amplio, Bolivia con el MAS. Tienen una ventaja: no necesitan crear sus bases porque éstas los preceden. No es como, cuando nació el PRI, que tuvo que echar mano de organizar desde el Estado a los sindicatos. No es como Acción Nacional que se desarrolló a partir de una élite profesionista y empresarial que requería ser convencida de participar en política. A Morena la preceden sus bases porque es un movimiento en torno a la idea de acabar con la corrupción, convertir lo público en una virtud, devolverle a la política su carácter moral.  

El reto de Morena es similar al de estas organizaciones que son a la vez movimientos. De arriba hacia abajo debe crear una estructura de liderazgos; y de abajo hacia arriba: abrir la participación en forma de demandas y también esperanzas. La correa de transmisión entre los dos es la idea de los principios éticos y de los compromisos políticos pero, en el caso de Morena, se añade el hecho inesperado de que la irrupción en la política de los excluidos les brinda a estos una identidad. Además de las demandas hechas planes, y de la confianza en los líderes que hacen lo que dicen, el obradorismo está hecho de una identidad que es indignación moral contra la corrupción, un nuevo arriago republicano muy lejano del viejo nacionalismo revolucionario, y un sentimiento anti-oligárquico. La indignación moral viene de la pérdida de la confianza en casi todas las instituciones, incluyendo los medios masivos de comunicación. El nuevo arraigo o sentido de pertenencia al país está definido por la participación política, sobre todo el debate a partir de las “mañaneras”, la agenda presidencial, la irritación con el pasado prianista y neoliberal. Y el sentimiento anti-oligárquico es una defensa de que no se les vuelva jamás a excluir de los asuntos públicos o, como en los sexenios panistas, de la idea de que forman parte de México. Cualquier señal de que se utiliza al partido sólo como un vehículo electoral para una élite política partidista, será condenado por el movimiento. Es decir, para el partido Morena, el movimiento obradorista es un espacio de vigilancia de que no sea utilizado para intereses particulares. Para el obradorismo, el partido es la posibilidad de estructurarse, de contarse una historia común y enorgullecerse de ella.     

Morena, como partido, debe usar este mensaje de abajo hacia arriba para revisarse y rectificarse como institución, para no encerrarse en su propia jerarquía burocrática o en la concentración de la autoridad que, inevitablemente, va generando una lógica que la aleja del movimiento. Ahora, cuando hablamos de movimiento, no necesariamente hablamos de todos sus electores. Éstos están divididos en dos tipos: los que apoyan de una forma identitaria, moral, por lo que debe ser lo público; y los que son leales porque los resultados de la Presidencia de López Obrador son notorios y palmarios. El electorado de Morena no es tan práctico como el de los otros partidos —me beneficia, lo voto—, sino que apoya por un propósito que lo trasciende: la purificación de la vida pública, el humanismo mexicano, la soberanía nacional. Como estado de ánimo, ese es el obradorismo. No son los morenistas ni tampoco los que votan por él. Es un objetivo final, bueno, deseable en sí mismo. Una forma de pertenecer al país dominada por la recuperación de las virtudes públicas. Una nueva forma de ser mexicano que se comparte entre millones, dentro y fuera del país. De arriba hacia abajo, Morena necesariamente debe estructurar al obradorismo, formulando ese estado de ánimo, haciéndolo narrativo, y haciendo coincidir las demandas de las organizaciones y grupos con el plan de Gobierno y, de ahí, a las políticas públicas.

Por eso el resultado de las encuestas como procedimiento interno para decidir candidaturas hizo coincidir al movimiento con el partido. Está el ejemplo de las condenas morales contra Ricardo Monreal y Marcelo Ebrard. Pero, en positivo, está la nominación de Clara Brugada en la Ciudad de México o de Rocío Nahle en Veracruz. Como se empatan movimiento con partido, lo que tenemos es que son dos expresiones de sus respectivas entidades. Por un lado, Clara Brugada surge del movimiento urbano-popular del oriente de la Ciudad de México y el área conurbada con el Estado de México. Ella representa la llegada al poder municipal, es decir, Alcaldía en la Ciudad de México, de las organizaciones que luchan por la tenencia de la tierra, por servicios urbanos, contra la especulación. Las luchas de los inmigrantes de Oaxaca en Iztapalapa, en San Miguel Teotongo, para que sus tierras fueran parte de la urbanización, las luchas de la Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata en las que confluyen las demandas de Ciudad Neza y Ecatepec con las de los barrios del centro de la Ciudad de México afectados por el terremoto de 1985, son las luchas de los Superbarrio, de las costureras de San Antonio Abad, de la Guerrero, la Morelos, Tepito, y todo Iztapalapa. Esa es la historia que atraviesa la figura política de Clara Brugada. Mi otro ejemplo es Rocío Nahle, que comienza su actividad política precisamente en las instalaciones petroleras, en Pajaritos y Cangrejera, viendo la situación de la labor petrolera en sus dimensiones técnicas, sindicales, ambientales, y de soberanía nacional. Ella proviene de una larga tradición que se remonta a la expropiación petrolera, pero que tiene en el ingeniero Heberto Castillo en los años ochentas del siglo pasado, su preocupación por la soberanía energética de la nación. Ahora es la candidata al Gobierno de uno de los estados petroleros, Veracruz.

Morena entendió que, para sobrevivir, tendría que apelar al movimiento, a su lealtad, a su capacidad de movilizarse, y estructuró la idea de las encuestas para tener un punto de apoyo por fuera del partido que dotara de legitimidad a sus candidatos y dirigentes. Claudia Sheinbaum ha salido fortalecida de ese proceso. Por el contrario, el Frente Opositor no tiene un ancla afuera de él mismo y todo lo que vemos son las imposiciones, los madruguetes —como el de Santiago Taboada en la Ciudad de México o la respuesta de Sandra Cuevas— y que, una vez que ya se habían inscrito dos millones de electores en una plataforma, simplemente los partidos —Alito, Marko Cortés y Zambrano— se ahorraron la elección interna. Así sin explicaciones. De hecho hicieron un montaje de una supuesta entrevista en la calle a “Alito” Moreno que, en realidad, no ocurrió y ahí, en ese montaje, el dirigente del PRI aseguró que Xóchitl le ganaba a Beatriz Paredes. Ni la Senadora Xóchitl ni ninguno de sus candidatos tendrá legitimidad. Y es por eso que, cuando en días pasados, a Xóchitl se le perdió el discurso que estaba leyendo en el Monumento a la Revolución, muchos pensamos que a toda la oposición se le ha ido mucho más que el teleprónter

Fabrizio Mejía Madrid

Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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