11/23/2023

Xóchitl y Milei entran a un bar


Fabrizio Mejía Madrid


Una hora después de que se declarara vencedor el candidato de la ultraderecha argentina, Javier Milei, Xóchitl se abalanzó a felicitarlo en la red social “X” con los siguientes elogios: “¡En Latinoamérica soplan vientos para mejorar a nuestros países! El pueblo argentino le puso un alto al mal gobierno y los malos resultados. Mi reconocimiento por esta histórica jornada electoral. Felicitaciones al presidente electo Javier Milei”. Un día después, Ciro Gómez Leyva le puso en la boca otra respuesta. Gómez Leyva: “Te veías ayer muy emocionada por el triunfo del señor Milei, que más allá de lo que representa, que está en contra del aborto y esas cosas, votó el 76 por ciento, y los perdedores en el gobierno salieron sin ambajes, sin titubeos, a reconocer su derrota. Qué jornada de los argentinos ayer”. “Eso fue lo que me emocionó, Ciro. Yo celebré eso: la participación de los argentinos, la democracia. No comparto la visión de derecha de Milei. Lo que sí celebro es que en las últimas 16 elecciones, los candidatos oficiales han perdido quince. Son tiempos de cambio en América Latina y eso se va a reflejar en México”. Así que, con 14 puntos de intención en la última encuesta domiciliaria –la de María de las Heras–, Xóchitl quería celebrar cualquier triunfo, el que fuera y no, como ella misma lo escribió la noche anterior, la condena al Gobierno de Alberto Fernández como “mal Gobierno” y tampoco la idea de que Milei iba a ser “mejor” que el peronismo en el poder. Xóchitl, como cada vez que habla, se desdice después, se queja de que la mal interpretan, pero lo cierto es que no sostiene una posición por más de 24 horas. Nunca. Lo que dice que celebra ahora es que la democracia sirva para que cambien personas en el poder, sin importar si es la ultraderecha anti-derechos de Milei, Vox de España, Bolsonaro, Trump, y Mario Vargas Llosa, todos financiados desde Estados Unidos por la red Atlas. Es la democracia sin contenido de los neoliberales: donde importa que se alternen dos partidos, no importando si están secretamente aliados en su propuesta económica o si son cómplices en casos de corrupción graves, como el PRI y el PAN con Odebrecht. No importa que esos 14 países que han cambiado de partido en América Latina hayan votado todos a la izquierda. A Xóchitl le da igual y lo dice porque cree que hay en el auditorio de Gómez Leyva algún incauto que no sabe que ella, abanderada del PRI y el PAN, que reivindica a Vicente Fox y a Felipe Calderón, jamás podría compararse con Gustavo Petro en Colombia, Lula en Brasil o Boric en Chile. Todos de izquierda.
Pero hagamos el chiste completo: Javier Milei y Xóchitl Gálvez entran a un bar. ¿Qué se dicen? No mucho si uno está recibiendo mensajes de Dios para “dinamitar” el Banco Central y la otra pensando en una mariposa que le dijo que tenía que ser la candidata presidencial y no sólo de la Ciudad de México. Pero son compatibles: Xóchitl siempre se desvive por estar de acuerdo con su auditorio; si está con los priistas, dice que su papá murió priista, si está con feministas, que su papá era un borracho “que nunca construyó una casa”, y si está frente al panismo, asegura que su papá le enseñó “el valor del trabajo”. Milei, por su parte, es alguien que se exalta cuando no le dan la razón, así que así va la conversación en el bar.
Antes de seguir, permítanme un análisis del triunfo de Milei por 11 puntos en la elección presidencial argentina. Me basaré en un documento de las universidades argentinas, publicado por Argentina Futura, llamado “Análisis y proyección de configuraciones subjetivas y tendencias ideológicas relevantes en la Argentina actual”, firmado por la socióloga Silvia Hernández en julio de 2022, es decir, cuando Milei era tan sólo una posibilidad aventurada. El texto se hizo con base en entrevistas largas y publicaciones en Instagram sobre qué estaba pasando en Argentina: cómo se veían a sí mismos los votantes, cómo veían la política y a los políticos, qué sentían del presente y qué esperaban del futuro. El resultado es una radiografía de la anti-política que llevó a Milei al triunfo. Abordo cuatro rasgos que me parecen definitorios. Lo hago para explicarme el sentido que le dieron a su voto los argentinos y, también, para visualizar qué hemos hecho en México que hace muy poco probable el triunfo de la anti-política.
En un primer saque, el estudio describe un ciudadano argentino que se ve a sí mismo como impotente frente a lo que le sucede a su país. En vez de darle rostro y nombres a quienes endeudaron inconstitucionalmente a la nación, Macri, quien apoya a Milei, la mayoría simplemente desea que lo dejen en paz. No involucrarse en política es lo más inteligente y sus quejas son las de la anti-política: un pluralismo de gueto, de separación, de apartheid, que mira al otro como una amenaza. Es decir, nos presenta a este ciudadano argentino que tiene una fantasía de vivir “sin que lo molesten”, y el conflicto con lo diferente le crea una sensación de acoso. A este sujeto, la política no lo ha desilusionado sino que lo ha resignado. Las palabras con las que se refieren a ella y al gobierno es “repetición”, “estancamiento”, y muchos de los entrevistados dicen que “todos son iguales” y que “esa película ya la ví”. Hay desaliento, pero no desilusión porque no han esperado nada de los políticos, desde Néstor Kirchner, es decir, en 2003, es decir, hace veinte años. La idea de que nada cambia los lleva, por lo tanto, a no contar con una idea del futuro porque la acción política no cambia en nada su vida personal. Pero Silvia Hernández detecta lo que ella llama un “deseo de catástrofe”, es decir, que algo se rompa que lleve a un cambio drástico. Como esa catástrofe no tiene contenido sino que es abstracta, es como un deseo de colapso definitivo desde el cual surja algo completamente nuevo. Ese es el sentimiento del que Milei hizo su personaje, el de la motosierra, el que arrancaba de un pizarrón los nombres de los ministerios que iba a desaparecer por costosos e inútiles, en una visión del hipermercado que todo lo resuelve, como un Dios con su mano invisible. Es la destrucción de la que ya no se puede caer más bajo. Ese “deseo de catástrofe” es la emoción sobre el futuro. No un plan de gobierno, ni siquiera un conjunto de promesas de esperanza. Es mucho más cruel: es la contraparte del “que se vayan todos” del 2001 y que ahora sería: “que se destruya todo”.
La catástrofe es una forma anti-política de pensar el futuro: llega sin que hagas nada, no es tu responsabilidad y, en el fondo, esperas que, por lo menos, no sigue todo igual, estancado; moverse aunque sea en una explosión. Ya no vivir en los ciclos de las crisis, la inflación, la corrupción política pero sin realmente proponerse participar, sino, simplemente, dejar que a todo se lo lleve el carajo. Escribe Silvia Hernández: “Este cambio drástico” funciona en diferentes planos: remite a una idea abstracta de novedad (es decir, escasa o nulamente definida y desanclada de experiencias o procesos concretos en curso), delimita una espera (en el sentido de aguardar pasivamente y en el sentido de tener esperanza) conectada con la imposibilidad de imaginar un cambio social en el cual el sujeto sea capaz de verse interviniendo activamente y, finalmente, ofrece otro nombre posible para el mencionado deseo de catástrofe (como interrupción, o algo excepcional)”. Pero, como catástrofe, es como un terremoto, un huracán o, como lo ha sufrido la Argentina recién, una sequía. Es decir, es algo que viene de afuera, sin planeación, no imputable a nadie. Algo que se espera en su advenimiento pasivamente. Un cambio abstracto. Aquí hay un rasgo distintivo de la despolitización neoliberal: la desconfianza hacia la política produce votantes, pero no ciudadanos, es decir, gente que va y deposita su voto pero no se involucra ni en el proyecto detrás, ni menos en las dificultades, obstáculos, que tendrá para su éxito. “Ellos”, son los políticos y “nosotros” los que pagamos impuestos. Por eso tuvo tanto calado el término “casta” que Milei les receta a la élite política, sin importar que él forma parte del macrismo, de la ultraderecha internacional, y que tiene ligas públicas con los dueños de los medios de comunicación. Es lo mismo que hizo Trump cuando empezó a hablar del “pantano en Washington”.
Hay otro elemento clave que hace de Milei una creación de sus votantes. Y es lo que entienden por igualdad social. Con asombro se lee en las entrevistas del ensayo que se confunde con homogeneidad, con uniformación de la gente. Es decir, que si se ayuda a los pobres, a las madres solteras, a los ancianos, muchos argentino entienden que eso es “comunismo”, el “autoritarismo” porque uniforma lo que es distinto. Hay una confusión entre diverso, diferente, y la desigualdad. Pero asombrosamente, en Argentina están confundidos esos términos y, por lo tanto, la idea de Milei de que los derechos sociales provienen de la envidia de los pobres hacia los ricos, tuvo un colchón semántico en la sociedad argentina. Escirbe Silvia Hernández: “La política aparece desgajada de intereses de clase, de disputas en la tramitación de lo común y de identidades culturales e históricas, y reaparece adherida a un grupo específico: “los políticos”. De este modo, puede ser vista como “lo otro” de la sociedad”. Así, la ideología neoliberal de la anti-política genera un votante argentino que desconfía de los “políticos” a quienes considera sus enemigos sociales. Pero ese votante no es un sujeto. Es un objeto en el que se desquitan los poderosos, casi con sadismo.
Así, casi todos los entrevistados se identifican como “apolíticos”, como escribe Hernández, “una identificación imaginaria como sujeto esclarecido, racional y libre, al tiempo que ecuánime, pluralista y tolerante, que rechaza “los extremos”, que es capaz de “criticar” sin deberle nada a nadie”. Ese imaginario de ser ecuánime desde lo racional va en contra de los que hacen política que son “propagandistas”, “fanáticos” o abiertamente militantes de los partidos.
Pero aquí viene la principal contradicción del imaginario del votante “apolítico”: si bien él se precia de ser desapasionado, le exige a los gobernantes lo contrario: critica al justicialismo de “no tener rumbo”, de ser “tibios” en las políticas públicas. De hecho, a Milei se le reconoce el lenguaje exaltado y sus abiertas groserías como signos de integridad, de que no se vende. La idea de que está loco es, también, asociada a que es él mismo, sincero. Es decir, los votantes no están eligiendo a alguien que los represente sino a alguien que los suplante. Eligen a un boquiflojo estrafalario para que haga ese trabajo sucio que los “apolíticos” jamás harían.
Pero Hernández afirma algo muy grave sobre esta característica de querer un gobierno firme, incluso grosero, mientras ellos se mantienen en la vida privada, moderada, y tolerante. Escribe: “apoyar a Milei aparece como rebelarse no solamente contra “la casta”, como suele afirmarse, sino más profundamente contra la sociedad”. Es justo la irresponsabilidad de los “apolíticos”, de los que consideran que el voto es como una compra de un empleado y no de un representante. Alguien sin poder en la extraña política, puede votar a alguien que insulta con impunidad a sus interlocutores. La “locura” de Milei funciona como un signo de que está fuera del sucio y corrupto juego de la política. La “locura” de Milei también funciona como un grado de aislamiento de los demás, los distintos como las feministas, los gays, los pobres de la nueva crisis inflacionaria. Es como incendiar algo y, luego, irse a casa a verlo por televisión.
“¿Cómo interpretar esta impotencia —escribe Silvia Hernández— “que conlleva un grado de desresponsabilización, ante un cambio que se avizora como potencialmente peligroso, arriesgado, negativo? A la ya analizada vivencia de desimplicación entre “los políticos” y “nosotrxs”, puede sumarse la impotencia como vivencia predominante respecto del futuro en general: si la tendencia catastrófica o repetitiva es inexorable, poco puede incidir una decisión personal de voto”. Así, lo que hizo la mayoría apolítica de la Argentina fue contratar a un sicario que acabara con todo de una buena vez. No se equivocaron ni son suicidas, ni la culpa de todo la tiene Cristina Fernández o los peronistas o la izquierda. No, en realidad es una expresión de la anti-política neoliberal que ha calado en los votantes argentinos a tal grado que no se sienten parte de esa sociedad, que desconfían de la política, que prefieren esa fantasía de libertad que les ofrece Milei: la libertad como separación del resto por la cantidad de dinero que tengas.
Así llegamos a la pregunta de qué se dirían Xóchitl y Milei en un bar. Nada en México es como en Argentina: acá existe una identidad política mayoritaria de atención a la desigualdad; es palpable la idea de futuro como planeación y no como catástrofe; los ciudadanos no sólo votan sino que están ahí para respaldar las decisiones. Es otra situación. Afortunadamente, Xóchitl sólo le diría a Javier Milei en el bar:
—Como que hace hambre de sed, ¿no?
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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