5/26/2011

El cuarto poder

Luis Maldonado Venegas

El debate en torno a la reforma política puso nuevamente de moda la expresión “participación ciudadana”. Estas dos palabras han merecido espacios en artículos, declaraciones y análisis de prestigiados abogados, líderes políticos, respetables analistas, acuciosos legisladores y hasta de un ex presidente de la República.
El tema es apasionante: cómo romper el cerco impuesto desde el poder, llámese público, político, económico o fáctico, a quienes son (o debieran ser) fuente de legitimación de toda democracia: los ciudadanos.
Hace un par de años, el doctor Alejandro Gertz Manero (hoy diputado federal) y el autor de estas líneas, promovimos la creación de un cuarto poder, el poder ciudadano. Dijimos entonces que, en teoría política, el equilibrio de poderes supuso que la creación de tres instituciones: una que legislara, otra que aplicara la ley y una tercera que resolviera las controversias, generaría el balance necesario para terminar con el despotismo ilustrado, que hoy podríamos identificar con el autoritarismo antidemocrático.
También advertimos en el 2009 que, en muchos casos, los poderes están convertidos prácticamente en el instrumento de la fuerza de unos cuantos sobre los derechos de las mayorías. Se ha ido pervirtiendo el modelo original porque los poderes y muchos partidos se han convertido en un todo sistémico que se sirve a sí mismo.
Para Max Weber, la culpa es de un grupo (una minoría) de “profesionales”, involucrados activamente en la cosa pública, que viven de la política y no para la política. Los ciudadanos sobreviven secuestrados por ese grupo de profesionales, que mantiene su control sobre la sociedad.
En tanto, el politólogo argentino Guillermo O’Donnell, experto en el tema ciudadano, dice que la calidad de una democracia se mide por su capacidad para dar vigencia a los derechos de los ciudadanos, pero está en peligro cuando excluye a su razón de ser: la ciudadanía. En recientes declaraciones al diario La Nación, de Buenos Aires, dijo O’Donnell que son los ciudadanos los que prestan el poder a los gobernantes, lo que convierte al ciudadano en origen y destinatario de ese poder. Pero ocurre que “el poder tiende a olvidar su origen y termina creyendo que es para sí mismo”. Eso, concluye, se llama corrupción.
Sin duda, los ciudadanos han logrado avanzar en el agreste camino hacia la participación plena en los asuntos públicos. Entre otras adversidades, han tenido que enfrentar a quienes con arrogancia insisten en llamar “minorías” a quienes en realidad son mayoría excluida de las decisiones copulares. También debe resolverse el problema de la desigualdad: el ciudadano de nuestras serranías está a años luz del que vive en la zona metropolitana de Monterrey. Poco tienen en común y son abismales sus diferencias.
Largo trecho queda por recorrer a la reforma política. Debiera enriquecerse, por ejemplo, con la incorporación de las asambleas comunitarias y municipales de los pueblos indígenas, mecanismos milenarios de democracia directa y participación ciudadana.
Finalmente: si el ciudadano es quien confiere el poder, ¿por qué negarle la facultad de revocarlo a quien no le cumple? Esta omisión legal ha construido en México paraísos de impunidad.

luismaldonadovenegas@hotmail.com
Secretario de Educación del estado de Puebla

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