5/25/2011

El Frankenstein de Ciudad Juárez


Alejandro Gertz Manero

El monstruo incontrolable de la violencia en México tiene como símbolo emblemático a la martirizada población de Ciudad Juárez, que no merece ese destino aberrante, ni la manipulación irresponsable de quienes han jugado con esa comunidad en los últimos años para ensayar y fracasar en los sucesivos programas de seguridad que han sido escandalosamente publicitados y luego vergonzosamente substituidos ante sus reiteradas derrotas.

Las masacres que ahí han ocurrido en su inmensa mayoría han quedado impunes, mientras los delitos siguen al alza en la percepción ciudadana, de conformidad con la encuesta 2010 realizada por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, que midió el incremento de la criminalidad en esos dos últimos años, sobre todo en extorsiones, robos en vehículos y lesiones.

La encuesta dice que 62% de las víctimas se niegan a denunciar por su enorme desconfianza en autoridades, pérdida de tiempo y miedo a represalias; 95.3% sienten la ciudad “nada segura o poco segura” y los programas “Todos somos Juárez” y el “Operativo Coordinado por Chihuahua” han sido rechazados por las mayorías, mientras la Policía Federal es calificada con nivel reprobatorio de 2.2 sobre 10, debajo de la propia policía municipal; la federal es repudiada por 78.5% de la gente.

Las masacres, ejecuciones, enfrentamientos violentos cotidianos y feminicidios han convertido a Ciudad Juárez en símbolo de la crisis nacional en seguridad y por ello el movimiento de las víctimas del delito en el país, encabezado por Javier Sicilia, escogió a dicha población para culminar su recorrido en busca del apoyo de la comunidad, para lograr el cambio que todos exigimos.

En este contexto la dinámica electoral que ya se ha desatado y que en unos cuantos meses deberá tener candidatos a la presidencia ha propiciado el activismo político del Presidente de la República, que al no alentar ni permitir que haya un candidato de su partido o alguien que pueda destacar, más allá de su entorno familiar, se adelantó a la marcha ciudadana de Sicilia para realizar un evidente proselitismo electoral, publicitando la reducción de las ejecuciones del crimen organizado en Ciudad Juárez en los últimos meses, mientras que en el resto del estado de Chihuahua el índice delictivo va al alza, probablemente por el llamado “efecto cucaracha” que mueve a los delincuentes de una población a otra, en razón de presiones circunstanciales que no modifican el fondo del problema.

Esta confrontación del Ejecutivo con el grupo ciudadano de Sicilia, que no ha aceptado, como otras organizaciones y liderazgos, la sujeción al gobierno y al sistema, ha propiciado que Ciudad Juárez se convierta en el ámbito de un choque innecesario entre un momento cívico independiente y la tozudez de un gobierno que sólo acepta una estrategia que ha multiplicado los delitos, la violencia y la mortandad, y que descalifica a quien le pide que combatan a la criminalidad, pero con eficiencia, probidad y resultados palpables para todos.

Esta política oficial tan equivocada no nació ayer, fue engendrada cuando la brutalidad revolucionaria se transformó en sofisticación, cinismo y diletancia y creó al inefable Frankenstein de la Dirección General de Seguridad, instrumento secreto y morboso de las veleidades dictatoriales de los universitarios en el poder, que organizaron el maridaje secreto y vergonzante entre el gobierno y el crimen organizado, todo lo cual fue recreado, con sus frutos más negros en el servicio secreto de Obregón Lima y Tanus, para llegar a la verdadera apología del delito con la DIPD de Francisco Sahagún Vaca y a la simbiosis de la delincuencia, el cinismo y la desvergüenza, en la fraternal y descarada relación entre un presidente y el delincuentazo Arturo Durazo, quien fue exaltado como nadie, y aplaudido por las buenas conciencias y las gentes de bien, para que después resultara el más monstruoso promotor de la delincuencia, la corrupción, los partenones, las ejecuciones en el Río Tula y el “mando único” de todos los delincuentes oficiales, para que finalmente tuviera que acabar en la cárcel, al igual que algunos de los criminales de la Dirección Federal de Seguridad que asesinaron a Manuel Buendía y que manejaron el narcotráfico a su antojo.

Este sistema político que en nada ha cambiado, ante la evidencia abrumadora de su propia corrupción e ineficacia, siempre ha sabido transformar a sus instituciones aberrantes, para volver a crear a nuevos Frankensteins, más modernos, globalizadores y cibernéticos, como el Cisen y las nuevas policías de “inteligencia” que ahora nos azotan y que no son responsables más que de shows, pero que no puedan ser tocadas ni con el pétalo de una rosa, pese a sus fracasos y corrupción, repitiendo así el mismo fenómeno de los últimos 65 años.

Ahora, de nuevo, la simbólica plaza de Ciudad Juárez, donde la Revolución obtuvo grandes triunfos en 1911, puede ser el escenario en el que un pueblo que ha sido tan humillado y sacrificado comience su verdadera reivindicación frente al Frankenstein de la “seguridad” oficial.

editorial2003@terra.com.mx
Doctor en Derecho

Descomposición institucional y palabras vacías

Editorial La Jornada
En el contexto de un encuentro con empresarios españoles residentes en México, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, afirmó ayer que la gente no confía en las policías ni en la administración de justicia porque sabe que hay cadenas de complicidad o por lo menos de cobertura y corrupción que recorren esas instancias. Horas antes, en el acto de promulgación de la nueva Ley de Migración, celebrado en Los Pinos, el político michoacano lamentó que puedan existir autoridades que participen en actos de violación de derechos humanos o que, incluso, se coludan con los delincuentes; sostuvo que en el Instituto Nacional de Migración (INM) las cosas están funcionando mal, y presentó la nueva legislación como una solución al respecto, pues establece obligaciones muy claras de coordinación a las autoridades de los tres órdenes de gobierno, para la persecución y prevención de los delitos contra los migrantes.

Así, a más de cuatro años de iniciada la actual administración, y ante los saldos desastrosos –particularmente en los terrenos de la seguridad pública y el control migratorio– que han arrojado las medidas de combate policiaco-militar en curso contra el crimen organizado, el jefe del Ejecutivo federal empieza a admitir la existencia de cadenas de corrupción en los aparatos policiacos y de administración de justicia; reconoce que algo funciona mal en la dependencia encargada de regular el flujo de migrantes, y descubre, en suma, que hay un proceso de descomposición que ha minado la fortaleza de las instituciones.

La aceptación de esos problemas, así sea en forma tardía, podría ser un acto procedente y hasta meritorio siempre y cuando se haga con un propósito esclarecedor y con un fin correctivo: lo dicho ayer por Calderón, sin embargo, lejos de aclarar plantea nuevas interrogantes y puntos oscuros: cabe preguntarse si el propio declarante sabía del referido proceso de descomposición institucional hace cuatro años, cuando inició su gobierno, y, si es así, por qué decidió emprender, en tales condiciones, una guerra contra el narcotráfico que ha costado decenas de miles de muertes y ha provocado mayor desgaste al conjunto de la institucionalidad del país.

Es dable suponer que, de haber atendido ese deterioro a tiempo, habrían podido evitarse muchas de las 40 mil muertes violentas ocurridas en el contexto de las pugnas entre cárteles o entre éstos y las corporaciones de seguridad pública; habría podido prevenirse en alguna medida la erosión de instituciones clave para la seguridad nacional, como las policías, las fuerzas armadas y el propio INM, y se habría atenuado, al menos, la pesadilla que viven los extranjeros que transitan por nuestro territorio con el propósito de alcanzar el de Estados Unidos.

Por otra parte, los señalamientos de Calderón han de sumarse a los formulados por el titular del INM, Salvador Beltrán del Río, quien en entrevista con este diario afirmó que el proceso de depuración en marcha representa la última oportunidad del organismo que encabeza para alcanzar su transformación, si no es que debamos ya de plano de hablar de un nuevo instituto. Tales declaraciones ponen en perspectiva un hilo de continuidad en las prácticas de los últimos gobiernos federales priístas y panistas: tras someter a las instituciones públicas y a las empresas paraestatales a malos manejos administrativos, y tras contribuir, así sea por omisión, a que surjan en ellas la corrupción y la opacidad, la lógica oficial no encuentra otra ruta de acción que desaparecerlas o, en el caso de compañías como Pemex y la Comisión Federal de Electricidad, porfiar en los intentos por privatizarlas.

Tal perspectiva obliga a recordar que las instituciones no son buenas ni malas en sí mismas; en todo caso, son susceptibles de buenos y malos manejos por parte de quienes las administran, y para resolver su deterioro actual no se requiere tanto de nuevas leyes como de la voluntad de cumplir las existentes y de un reconocimiento autocrítico y honesto de los problemas, de procesos de depuración y moralización de las oficinas públicas y, en su caso, de las sanciones administrativas o penales correspondientes que pongan fin a la corrupción y a la extrema discrecionalidad con la que operan los altos funcionarios públicos.

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