5/27/2011

Murió la Pintora de lo Eterno

La Casa Azul
Elena Poniatowska

Foto
La pintora con Max Ernst en Francia, en 1939Foto Lee Miller
Capítulo 36

La casa Azul

En la calle Río Lerma 71, en la colonia Cuauhtémoc, encuentra una casa de tipo europeo: la embajada.

–No pueden pasar sus perros.

–Yo soy inglesa.

–Se ve a leguas que sus animales son mexicanos.

Es tan bonita que el portero la retiene y manda llamar a un secretario que le hace muchas caravanas.

–Dígame su domicilio y le enviaremos una invitación a las distintas actividades de la Gran Bretaña en México.

En la madrugada, las mujeres salen a barrer la calle con una escoba de varas. En ninguna ciudad del mundo ha visto Leonora que cada quien barra con ese esmero su pedazo de calle. Las mujeres lo hacen despacio, a conciencia, y con un recogedor toman el montoncito de hojas, la basura que dejan otros, y lo meten a su casa para que al día siguiente o dos días más tarde se lo lleve un camión que anuncia su llegada a campanazos. Decide escribirle a Maurie y darle también su nueva dirección. Ya desde Nueva York le había enviado varias postales del Empire State y de la Estatua de la Libertad.

–Mientras Max ande por allí, imposible visitarte –respondió Maurie, con su letra picuda de alumna de escuela católica.

En la embajada de Gran Bretaña Leonora conoce a Elsie Fulda, una anglosajona de carácter fuerte que le simpatiza de inmediato. Esposa de un empresario mexicano, Manuel Escobedo, su casa en la calle Durango es un oasis. Elsie canta acompañada por una amiga pianista porque le gusta compartir. También toca la viola y cuando su hija Helen le pregunta: ¿Por qué no el violín, mamá? Es más chico y manejable, responde: No, porque violas hay pocas y violines, muchos. Con su fuerza de carácter y su capacidad de convocatoria, logra que gire en torno a ella toda una vida cultural. De inmediato reconoce el talento de Leonora. Los artistas que vienen de Europa la buscan. Sus problemas se van a resolver, dice con voz fuerte. Ayuda a que Sandor Roth, maestro del violonchelo, Joseph Smilovitz y Janö Léner se instalen y formen el Cuarteto Léner. También le encuentra salida a la angustia de los refugiados de la Guerra Civil española. Voy a organizar una serie de conferencias. Su dinamismo levanta los ánimos. Hay que empezar de nuevo, nada de sentarse a llorar, México tiene mucho que ofrecer. Hasta la muerte es una vuelta de hoja. Mira, si tú no lo haces nadie lo va a hacer por ti.

En su casa, Leonora vuelve a encontrarse con Catherine Yarrow, recién llegada de Londres, a quien los Escobedo llaman Cath. Las tres inglesas se sienten en familia.

Alice Rahon y Wolfgang Paalen visitan la casa con frecuencia, se instalan en el gran sofá de la sala y no vuelven a moverse. Sus temas: la pintura, México y el arte precolombino. Después de comer, Alice embelesa a todos porque recita su poesía en voz alta. Paalen los hace modelar pequeñas figuras con plastilina. Hablan hasta altas horas de la noche y se despiden porque Leonora comienza a repetir una y otra vez que le inyectaron Cardiazol.

–Tu amiga la pintora es un poco excéntrica, ¿no te parece? –le dice Escobedo a su mujer.

—No te preocupes por sus arranques. Prefiero su locura a la pasividad de tus amigos empresarios, cuyas mujeres sólo hablan de niños y de nanas.

A pesar de su desconfianza, Manuel Escobedo toma a Leonora bajo su protección:

–Mira, si tienes cualquier problema, yo te oriento.

–Tengo que escribirle a Maurie, mi madre; no tengo un centavo.

Cuando Leonora regresa en la noche al tercer piso de la calle Artes, ya no le importa la tardanza de Renato. Estoy haciendo mi vida, se conforta, y se duerme pronto con Kitty acostada en su cuello.

Renato la lleva a la calle Londres en Coyoacán, a una fiesta que dan Diego y Frida. Atraído por su belleza, Diego le dice:

–Tienes algo de Paulette Goddard.

–¿Ah, sí? ¿Y quién es ella?

–Fue mujer de Charlie Chaplin.

–Chaplin es un genio. Lo tomo como un cumplido.

Diego, vestido de overol, se sienta junto a ella y la divierte. La Casa Azul, atiborrada de gente que camina de la sala a la cocina con un tequila en la mano, tiene algo de rodeo y de feria popular. Algunos invitados vestidos de mezclilla, con un paliacate al cuello, rodean a un hombre de traje y corbata: Fernando Gamboa. Las mujeres son un espectáculo: enaguas floreadas, largos aretes de oro y trenzas tejidas con lanas de colores. Muchas doblan el cuello por el peso de sus collares de piedras precolombinas.

Vestirse de tehuana y usar rebozo está de moda.

–¿Así se visten todos los días? –pregunta Leonora a Diego, azorada.

–No, qué va, sólo para las fiestas. Los demás días visten como tú; yo las desvisto y las pinto desnudas.

Leonora se mantiene alejada de Frida Kahlo y su cabello trenzado con listones de colores. Le disgusta su forma estruendosa de hablar y el coro apretado de mujeres que la celebran. Creo que fumar es lo único que tenemos en común, piensa.

En cambio, Alice Rahon, bellísima con su largo cabello negro coronado de flores y sus brazos, que emergen de un pareo tahitiano, se identifica con Frida.

–Yo la quiero, ambas sabemos lo que es estar clavada en una cama y lo que es perder un hijo.

A Leonora la atosigan los gritos, iguales a los de la cantina, las carcajadas, las sonoras palmadas a la hora de los abrazos. ¡Cuánto ruido! Las guitarras nunca se callan. De pronto algún huésped entequilado grita: Ay, qué bonito es volar a las dos de la mañana. Ay, qué bonito es volar. ¡Ay, mamá! Apenas los ven vacíos, los meseros rellenan los caballitos de tequila, traen otra cerveza sin que se les pida, corren de un lado a otro, la sed es insaciable, nadie bebe agua. A algunos se les pasan las copas; buscan a su mamá. Un bigotón vestido de negro llora dentro de su paliacate, otro se peina con el tenedor y una más, cubierta de cadenas de oro, le da gracias a la bendita revolución.

Leonora no aguanta el continuo chirriar de las guitarras y los ¡Ay, ay, ay!, y recuerda que Napoleón exclamó: Detengan ese ruido infernal.

–Aquí no es precisamente la inteligencia lo que sobresale, veo sentimentalismo por todas partes.

–Es que todos son prometeos sifilíticos –responde Renato.

Al día siguiente, Leonora va a ver los frescos de Diego Rivera:

They are not exactly my cup of tea –le dice a Renato.

Un mes después, Renato vuelve a llevarla a la Casa Azul y Leonora, cigarro en mano, para en seco a Diego cuando le dice que él come carne humana:

–Mire, Diego, no chingue, no soy una turista, soy inglesa e irlandesa.

–Y yo soy indio.

–No tiene cara de indio.

–¿Ah, no, y de qué tengo cara?

–De panadero, de zapatero; mi marido es mucho más indio que usted.

–¿Y quién es tu marido?

–Renato Leduc.

–Ah, hubieras empezado por ahí.

A Diego le intriga la inglesita malhablada. Óyeme, ¿de dónde la sacaste? Es divina. Ya me di cuenta de que eres su maestro de español. A Leonora la fiesta le parece un carnaval, todos giran como los jarritos de barro llenos de aguardiente. Las vociferaciones y los brindis le ponen los nervios de punta. El tema recurrente es la Revolución mexicana. Esa noche Frida no sale de su recámara porque atiende a una amiga, le dicen.

–Deberías ver su cama con dosel.

En el jardín un venado tiembla, un loro verde de ojos amarillos grita: Perico-perro, perico-perro, y un invitado informa: Se lo enseñó a decir Frida.

También hay monos que no abandonan a su ama y viven colgados de su cuello como collares negros.

Leonora ve a Orozco una vez, le repelen sus trazos rojos de cólera y Frida –que podría gustarle más– siempre está convaleciente o a punto de entrar al hospital.

–Mira, Renato, salí de Nueva York para no ser parte del séquito de Peggy; en México no voy a serlo del de Diego y Frida.

La mayoría de los mexicanos, Diego incluido, presumen de pistola al cincho.

–Yo sí viví sentada en una bomba y sé lo que es la guerra, ¡no tolero esas bravuconerías!

En las calles de la ciudad se desatan balaceras. Los cohetes estallan en el atrio de la iglesia, en las bodas de vecindad, en las fiestas patrias. La pólvora es una constante y a la menor provocación los mexicanos gritan: ¡Te va a cargar la chingada, cabrón!

Renato invita a Francisco Zendejas y a Juan Arvizu a la casa. Arvizu canta Santa y Concha Nácar. Leonora la pasa muy bien y a los tres días vuelven y Arvizu entona, guitarra en mano: Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor, y Leonora repite: “Tres cosas hay en la vida: Dicky, Daisy y Kitty.” Cuando Leonora llama Pendejas a Zendejas, Renato la excusa:

–Es que es inglesa y no puede pronunciar tu apellido.

La inglesa hace reír a Arvizu al preguntarle si quiere un chingado tequila.

–Oye, Renato, ¿es eso lo que le enseñas?

–Tiene una memoria prodigiosa –responde Renato.

Leonora canturrea en inglés: London Bridge is falling down, falling down, falling down..., y piensa que también el puente está cayéndose para ella.

Con motivo del fallecimiento de Leonora Carrington, La Jornada reproduce para sus lectores –con autorización de Seix Barral— el capítulo 36, La Casa Azul, incluido en Leonora, libro con el cual Elena Poniatowska fue distinguida con el Premio Biblioteca Breve 2011 de esa editorial. En La casa azul la escritora y periodista narra cómo se asentó la artista surrealista en México

Murió la Pintora de lo Eterno

Abatido por la tristeza
Leonora Carrington

Abatido por la tristeza, me dirigí hacia las montañas donde los cipreses crecían tan puntiagudos que habrían podido tomarse por brazos, donde las zarzas tenían las espinas grandes como garras. Llegué a un jardín invadido de trepadoras y yerbas de extrañas flores. A través de una ancha verja, vi a una viejecita cuidando sus enmarañadas plantas. Iba vestida de encaje malva, con un gran sombrero de otra época. El sombrero, adornado con plumas de pavo real, lo llevaba ladeado y se le salía el cabello por todos lados. Interrumpí mi melancólico paseo y pedí a la mujer un vaso de agua, porque tenía sed.

–Te daré de beber –dijo ella con coquetería, poniéndose una flor detrás de su oreja grande–. Entra en mi jardín.

Con asombrosa agilidad, saltó a donde yo estaba y me tomó de la mano. El jardín estaba poblado de viejas esculturas de animales, en distintos grados de deterioro. Había toda clase de plantas profusamente mezcladas que prosperaban con tropical esplendor. La viejecita saltaba a derecha e izquierda cogiendo flores, y al final me las puso alrededor del cuello.

–Ya está; ahora estás vestido –me dijo, mirándome con la cabeza ladeada–. No nos gusta que entre la gente sin ir vestida. Personalmente, pongo mucho interés en mi arreglo; hasta puede decirse que soy un poco coqueta –se tapó la cara con su mano sucia y pequeña, mirándome a través de los dedos–. Sin malicia –murmuró–. Mi coquetería es totalmente inocente, y nadie puede decir lo contrario –tras estas palabras se levantó la falda una pulgada o dos, y le vi sus pies diminutos, calzados en unas botitas de gamuza–. Me han dicho que tengo unos pies muy bonitos; pero por favor, no le digas a nadie que te los he dejado ver...

–Señora –dije–; me han ocurrido un sinfin de contratiempos, y le agradezco muchísimo que me haya enseñado los pies más bellos que he visto en mi vida. Tiene usted unos pies pequeños como hojas de cuchillo.

Se echó a mis brazos y me besó varias veces. Luego dijo con gran dignidad: Intuyo que eres una persona de inteligencia excepcional. Me gustaría invitarte a que te quedaras aquí, conmigo. No lo lamentarías.

Así es como llegué a conocer a Arabelle Pegase. Jamás olvidaré sus ojos negros ni sus pies. Me llevó a un pequeño lago de su jardín y me invitó a beber. Aquel lago estaba rodeado de sauces que rozaban el agua clara. Arabelle contempló su imagen en la superficie.

–He llorado mucho, aquí –dijo–. Encuentro mi belleza realmente conmovedora. Durante noches enteras, he dejado desparramarse en el agua mi cabellera lujuriante, y he bañado mi cuerpo, diciéndole: Rival de la luna, tu carne es más brillante que su luz. Y lo decía para complacerlo porque mi cuerpo tiene celos de la luna. Una noche te invitaré a verlo.

Temblando, miré el agua con atención.

Vi un grupo de pavos reales que pasaban por el otro lado del lago. Oí sus gritos roncos.

–Yo siempre llevo ropa interior de color azul pavo real –prosiguió Arabelle–. De seda, naturalmente; toda adornada con ojetes bordados. Los ojetes son para mirar; ¿adivinas... qué?

Yo negué con la cabeza. No sé adivinar, dije.

Arabelle se cubrió la cara otra vez con la mano, ruborizándose como una adolescente.

–Pues... ¡mi cuerpo! –dijo–. Ellos lo miran de la mañana a la noche, ¿verdad que tiene suerte? –esta pregunta me turbó de tal manera que no pude contestar. Arabelle no se dio cuenta, y prosiguió–: Llevo un montón de enaguas de todos los tonos de azul y verde. ¡Y si vieras mis pantalones! Cada par es más bello que el anterior. Te hablo como artista, compréndeme; nada más que como artista. Tengo un vestido hecho enteramente con cabezas de gato. ¿A que es precioso? Si lo llegas a ver... en la época en que era el último grito.

Las sombras del anochecer, largas y azules, se volvían más densas a nuestro alrededor. La cara de Arabelle aparecía envuelta en una neblina como algunos paisajes en un día de verano. En algún lugar del otro lado del lago son una campana.

–La cena –dijo Arabelle, cogiéndome de repente del brazo–. Y no estoy vestida. Vamos corriendo; Dominique me va a regañar otra vez –tiró de mí sin parar de hablar.

–Es muy amable, Dominique; pero muy nervioso... Hay que tener cuidado con criaturas tan sensibles. Ha estado rezando toda la tarde y ahora tiene hambre; y vamos nosotros y llegamos tarde. Que el Señor nos asista.

Íbamos por senderos invadidos de musgo y de yerba. Llegamos frente a la casa: una gran mansión rodeada de esculturas y terrazas que descendían una tras otra en asombrosa confusión.

Cuando Arabelle abrió la puerta de la entrada, nos encontramos en un gran vestíbulo de mármol, adornado con árboles frutales que crecían por todas partes. Había una gran mesa en medio de la estancia, puesta para la cena.

–Voy a dejarte aquí un momento para cambiarme de vestido –dijo Arabelle–. Sírvete vino y pasteles mientras esperas –me dejó con una enorme garrafa de vino tinto y gran cantidad de ricos pasteles. Me serví un poco de vino; y estaba mirando tranquilamente a mi alrededor, cuando descubrí que no me encontraba solo: había un joven de pie, junto a mí, que me miraba con ojos hostiles. Tenía tal palidez que costaba creer que estuviera vivo. Estaba vestido como un sacerdote; como un jesuita, creo, y tenía la sotana manchada de comida y toda clase de suciedad. Su presencia me hizo retroceder involuntariamente.

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Leonora Carrington en imagen de 2003Foto Lucero González
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Circa 1964, en imagen del libro de su hijo Gabriel Weisz

–Explique su presencia –dijo, santiguándose–. No me gustan los desconocidos aquí. Aparte de que soy muy nervioso y le sienta fatal a mi salud –se sirvió un litro de vino y se lo bebió de un solo trago.

–No sé qué hago aquí –repliqué–. Noto la cabeza tan cargada que no puedo pensar bien, y todo lo que quiero es marcharme inmediatamente.

–No puede irse... ahora –dijo él–. No es el momento.

Me sentí desconcertado al ver las gruesas lágrimas que le resbalaban por las mejillas. “Le comprendo muy bien –prosiguió Dominique–. No crea que no sé qué busca en esta casa terrible; incluso he rezado por usted toda la tarde –vaciló; la voz se le estrangulaba de dolor–. He llorado mucho por su pobre alma”.

En ese momento apareció Arabelle Pegase vestida de la manera más extravagante, con plumas de avestruz, encajes y joyas, todo un poco sucio y muy arrugado. Se acercó a Dominique, le cogió la oreja entre los labios, y dijo: No me regañes, Dominique, cariño; me estaba poniendo guapa para ti; y a continuación me pareció que se daba cuenta súbitamente de mi presencia, porque se echó hacia atrás de repente.

–Dominique es mi hijo pequeño –dijo–. El corazón de una madre es muy tierno.

–El jardín, está muy hermoso ahora –dijo–. Dominique, cariño, no sueño más que con pasear por el lago contigo –Dominique le lanzo una mirada de terror. Creí que iba a desmayarse.

–Estamos espiritualmente muy unidos, mi hijo y yo –dijo Arabelle, volviéndose hacia mí–. Y compartimos un gran amor por la poesía, ¿verdad, Dominique, cariño?

–Sí, madre de mi corazón –replicó Dominique con voz temblorosa.

–¿Recuerdas cómo jugábamos cuando eras niño, y yo me sentía igual de pequeña que tú? ¿Te acuerdas, Dominiquín?

–Sí mamaíta.

–Fueron maravillosos, aquellos días que pasamos juntos. Me abrazabas constantemente y me llamabas Hermanita.

Yo me sentía violento. Quería irme, pero era imposible.

–Cuando se tiene un hijo único –continuó Arabelle–, no se sueña con otra cosa.

A la luz de las velas vi de repente a una joven de pie junto a Arabelle. Había llegado silenciosa y misteriosamente. Era hermosa. Su vestido negro se fundía con las sombras que la rodeaban, y tuve la impresión de que su rostro flotaba en el espacio. Cuando Dominique la vio, le acometieron tales temblores que habría podido pensarse que se le iban a descoyuntar los huesos. De repente, Arabelle pareció viejísima. La joven miró a la madre y al hijo con fijeza. Se levantaron, y yo les seguí sin saber por qué. Finalmente la muchacha se dirigió a la puerta. Salimos al jardín y llegamos al lago, siempre en silencio. Vi el reflejo de la luna en el agua, pero me horrorizó comprobar que no había luna en el cielo: la luna se había ahogado en el agua.

–Veamos tu cuerpo hermoso –dijo la joven dirigiéndose a Arabelle.

Dominique profirió un grito y se desplomó en el suelo. Arabelle comenzó a desvestirse. Un instante después había un montón de ropas sucias junto a ella; pero seguía quitándose más, presa de una especie de furia. Finalmente se quedó completamente desnuda, y su cuerpo no fue otra cosa que un esqueleto. La muchacha esperó con los brazos cruzados.

–Dominique –exclamó–, ¿estás vivo?

–Lo está –gritó su madre. A mí me daba la sensación de que me hallaba ante un espectáculo que ya se había representado un centenar de veces.

–Estoy muerto –dijo Dominique–. Dejadme en paz.

–¿Está vivo o está muerto? –preguntó la muchacha con voz sonora.

–Vivo –gritó la madre.

–Sin embargo, hace tiempo que lo enteraron –replicó la joven.

–Ven; deja que te mate -chilló la vieja–. Deja que te mate por centésimo vigésima vez.

Las dos mujeres se abalanzaron una sobre otra y entablaron un lucha salvaje. Cayeron al agua sin parar de darse golpes atroces mutuamente.

–La luna es inmortal –gritó la joven con las manos alrededor del cuello de la vieja–. Has matado a la luna, pero la luna no se pudre como tu hijo.

Vi cómo la vieja iba perdiendo fuerza, y poco después desaparecía en el agua seguida de la joven. Dominique se desmoronó, con un suspiro, convirtiéndose en un montón de polvo. Me encontré solo en la noche sin luz.

Un periodo de 30 años de relatos de Leonora Carrington, la mayoría de ellos concebidos sin el designio de ser publicados, conforman el libro El séptimo caballo y otros cuentos (Siglo XXI). La serie de narraciones cortas fue escrita en francés e inglés desde finales de los años 30 hasta los años 70 del siglo pasado. Sus traducciones fueron revisadas por la propia autora. Una viejecita de hermosos pies pequeños protagoniza el texto que La Jornada reproduce con autorización del sello editorial

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