7/25/2013

La esclavitud del siglo XXI



Miguel Carbonell
Héctor de Mauleón, compañero de letras en EL UNIVERSAL, nos acaba de sacudir con un texto conmovedor y doloroso, que no debería quedar en el olvido. “Esclavas de la calle Sullivan” (revista Nexos, julio de 2013) es una pieza periodística de altísimo nivel que nos refiere detalles inhumanos en torno a la trata de personas. Concretamente, De Mauleón ejemplifica con varios casos de mujeres que son reducidas a esclavitud y que dedican 10, 12 o más horas al día a atender a sus “clientes” en la calle de Sullivan, en el Distrito Federal. Esas largas jornadas de “trabajo” a veces suponen la necesidad de tener 30 o 40 relaciones sexuales... al día.

Las mujeres que se ven obligadas a una experiencia de esa naturaleza lo hacen bajo amenazas de los “lenones”, quienes las golpean, violan y torturan permanentemente, bajo la mirada incólume de las autoridades.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) calcula que en el mundo hay al menos 2.5 millones de personas que son víctimas de trata, aunque advierte que por cada víctima conocida es probable que haya 20 más de las que no se tienen noticias.

En América Latina la trata de personas tiene por objetivo fundamentalmente la explotación sexual y sus víctimas son sobre todo mujeres y niños. Entre esas víctimas hay varias que pasan sus días y sus noches en la calle Sullivan, como lo relata magistralmente De Mauleón.

En 16 países, señala la Organización de las Naciones Unidas, la trata de personas tiene por objeto la extracción de órganos, tema en el que la dignidad humana llega a uno de sus niveles más bajos. Las personas dejan de ser sujetos de derechos humanos y se convierten simplemente en mercancías: eso es lo que produce la trata. Es la negación misma de nuestro sentido de lo que significa ser humano.

Lo curioso, como lo apunta el propio De Mauleón, es que el delito de trata de personas en México tiene un código postal muy definido. Casi se le puede ubicar por domicilio. Todas las investigaciones disponibles parecen apuntar hacia una pequeña ciudad de Tlaxcala, llamada Tenancingo. De ahí salen la enorme mayoría de victimarios. Es tanta la influencia de los lenones en esa ciudad que hasta en la prensa internacional se le ha llamado “el pueblo de los niños proxenetas”, dado que 80% de sus adolescentes aspira a convertirse en eso cuando crezcan (El País, 30/VI/13).

Parece que precisamente en ese rumbo de Tlaxcala hay algunas mansiones fastuosas y de mal gusto, cuyos dueños claramente se identifican con el “éxito” delincuencial en el tema de la trata de personas. Lo saben todos, menos las autoridades, como suele suceder.

Lo ideal sería que entre la Secretaría de Hacienda y la Procuraduría General de la República (PGR) lanzaran un operativo para indagar esas fortunas, a fin de verificar si quienes habitan en dichas mansiones han pagado de forma correcta sus impuestos y para ver si (como es del todo probable) se dedican también al lavado de dinero. Pegarles en la bolsa puede ser un golpe estratégico contra esa industria del abuso, la tortura y la prostitución.

Mientras tanto, el gobierno del Distrito Federal haría bien en voltear a ver lo que está pasando en esa verdadera “zona roja” alrededor de Sullivan, donde cada noche cientos de mujeres son esclavizadas a pocos metros de la sede del Senado de la República y a unos pasos de la avenida emblemática de la capital del país, el Paseo de la Reforma Y junto a ello, urge iniciar un debate nacional sobre lo que debemos hacer en torno a las personas que se dedican al ejercicio del trabajo sexual. ¿Hay que legislar para que la prostitución sea como cualquier otra actividad empresarial?, ¿hay que sancionarla legalmente? En ese caso, ¿se debe castigar a quienes la ejercen o a los clientes?, ¿cómo podemos asegurar que quienes realizan trabajos sexuales cuenten con la asistencia médica y jurídica que requieran, siempre que les resulte necesaria?

No es un tema fácil, porque en él se cruzan intereses económicos, cuestiones morales y muchos tabús. Pero lo cierto es que no podemos dejar abandonadas a su suerte a decenas de miles de personas (incluyendo niños y niñas de muy corta edad), una vez que hemos leído el texto de Héctor de Mauleón y sabemos que la realidad es mucho peor de lo que podríamos haber imaginado. Permanecer callados sería tanto como darles permiso de trabajo a esos abusadores, verdaderos dueños de esclavos en pleno siglo XXI.

 Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM


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