10/08/2019

Siempre tendremos Berlín





A Julio Hernández, “Astillero”, víctima, esta semana, de una campaña de infundios y falsificaciones

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Esta historia comienza de una forma intempestiva: en abril pasado, Guillermo Sheridan firma un texto en la revista Letras Libres en el que me acusa de plagio por una columna mía sobre los intelectuales, donde resumí el punto de vista de Antonio Gramsci y de Julien Benda (Proceso 2212).

La acusación era extraña al menos en tres sentidos: era contra alguien que cita –y a ustedes les consta– un promedio de tres autores por texto –unos 647 autores en estos cuatro años, citados de buena fe–; cuyas novelas tienen bibliografía (Disparos en la oscuridad, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra); y que entiende que el papel de escribir en medios para el gran público es alentar la lectura de libros, acercarse a ideas que están en ellos y ver qué nos dicen ahora.

Cuando uno leía la acusación, ésta caía por su propio peso: el autor “plagiado” –Edward- Said– estaba citado y lo que el acusador suponía apropiación indebida se llama, en realidad, paráfrasis, resumen. No hay plagio donde se cita al autor, porque el plagio es un uso oculto de una fuente original, es decir, alguna que no esté basada en otra preexistente. Para que haya plagio debe existir la intención de presentar una obra de otro como propia, no citarla, es decir, rodearla de las coquetas comillas, como lo hice y lo he hecho con todos, porque no quiero lucir sino mis lecturas, no mis ideas. 

Edward Said transcribió con otras palabras lo escrito en la cárcel por Antonio Gramsci, al que también cito varias veces. ¿Se puede acusar a Said, que en paz descanse, de “plagiar” a Gramsci por hacer un resumen de sus ideas? Absurdo. Como el atacado era un texto sobre el papel de los intelectuales y el penoso caso de la Operación Berlín, donde el dueño de Letras Libres, Enrique Krauze, resultaba haber vendido su opinión instalando una fábrica de mentiras contra el candidato de la izquierda, López Obrador, lo justo era pensar que la acusación era esa forma de la refutación que consiste en desprestigiar a quien dice, para alejar la discusión de lo que dice.

En todo caso, eran otras fuentes a las que Letras Libres podía refutar, por ejemplo a Tatiana Clouthier, que lo escribió en un libro, o a Ricardo Sevilla, que trabajó para la Operación Berlín y fue entrevistado por Carmen Aristegui. No respondí el texto de Sheridan porque supuse que mis lectores sabrían las diferencias entre plagio y paráfrasis, columna de revista y tesis de licenciatura, y que tomarían la acusación como un desvío de otras que se hicieron por esos días: un mismo artículo contra López Obrador apareció firmado, una vez, por Fernando García Ramírez (El Financiero, 21 de mayo 2018), otra por Gabriel Zaid (Reforma, 24 de junio); una acusación de Sabina Berman contra el mismo Krauze por robarle un texto sobre la judeidad; una investigación penal sobre el documental El populismo en América Latina, que terminó en una multa por delitos electorales. 

Mi opinión era el menor de los problemas para Letras Libres. Tampoco lo respondí porque se destilaba en él la venganza, la rabia, los deseos de rebajar al otro, no por lo que dice, sino por instaurarse como un sinodal de los textos ajenos. Recordé, además, que en 2004 se equivocó al confundir a Inti Muñoz con otro líder estudiantil, Higinio Muñoz. A pesar de que se le aclaró su confusión, jamás la reconoció ni pidió una disculpa, como se debe hacer si se descubre que una aseveración sobre una persona es falsa. Entonces, ¿para qué responderle? 

Acusar de plagio a un autor que tiene más de 20 libros y que vive de escribir desde los 15 años es un tanto temerario. Según nuestras leyes federales se habla de “originalidad” sólo cuando la obra es “primigenia”, es decir, no está basada en una preexistente, o cuando “sus características permiten afirmar su originalidad”. Esta vaguedad puede ser entendida como una especie de “rango de novedad”, donde lo aportado sea mayor que lo prestado. Además de la cita, las paráfrasis, las alusiones, las semejanzas, los homenajes, las parodias, los pastiches (imitación de un estilo), las evocaciones y reminiscencias no son plagios, son “originales”, en el criterio de nuestra ley de derechos de autor. 

Si todo fuera plagio, nada sería plagio. Cosa muy distinta es la academia, donde existe un código de citas que debe cumplirse –la más vieja es la más “verdadera”–, pero la cultura no es un campus grandote. En la escuela, los códigos para apropiarse e imitar otras obras son parte del desarrollo intelectual y de aprender a comportarse en un ámbito académico. En el mundo ancho y ajeno eso no funciona así, donde aprendemos y socializamos mediante la imitación, nos regodeamos en el placer de entender una alusión, una parodia, una reminiscencia, una semejanza, una asociación, un sampleo, un collage, entre obras. 

Lo que pensé fue que, si yo le aplicara sus propios criterios, de que el plagio existe a pesar de que cites al autor, el mismo Sheridan habría plagiado a Jorge Ibargüengoitia, al menos en su imitación del estilo. Pero no lo hice porque no creo en ello. No creo que haya que acusar de plagio a Shakespeare por tomar Romeo y Julieta de Píramo y Tisbe de Ovidio ni por reproducir, palabra por palabra, la descripción de Cleopatra que hizo Plutarco, que después terminaría en La tierra baldía de T.S. Elliot. Ni condenar a Montaigne por reproducir, él sí sin citarlo, 400 párrafos de Plutarco en sus Ensayos. Y, para el caso, tampoco a Octavio Paz, que fue acusado por Edmundo O’Gorman y Emmanuel Carballo de haberse apropiado indebidamente de ideas de Rubén Salazar Mallén y Samuel Ramos. 

La cultura no necesita un Sinodal de la Nación que no pueda distinguir la apropiación ilegítima de la legítima. Desde que el 22 de febrero de 1969 Michel Foucault plantea ante la Sociedad Francesa de Filosofía que el autor no es ni el propietario ni el inventor de sus textos, pasando por Anthony Graffton y la historia de los pies de página, hasta propuestas más políticas como Los bienes comunes del conocimiento de Hess y Ostrom, la crítica a la “propiedad privada” en los textos y formas del discurso es el fondo del debate. 

En México, sin embargo, ese debate casi no existe porque los que acusan utilizan la terrible palabra “plagio” –que en su origen romano era secuestro de un hijo– para humillar al contrario, obligándolo a explicarse en un terreno muy vago de “originalidad” y apropiaciones, de un robo. Equipararlo a un robo es excesivo si consideramos lo que escribe Jonathan Lethem en Contra la originalidad: “Un auto o una bolsa, una vez robados, dejan de estar disponibles para sus dueños, mientras que la apropiación de un artículo cultural deja al original intacto”. 

Por ello las acusaciones de plagio rara vez provienen de los autores, sino del sistema de distribución de sus obras, que es el que pierde dinero. Esa misma era la idea de Voltaire cuando defendió a la Enciclopedia de las acusaciones de la derecha de estar resumiendo ideas no necesariamente “primigenias”: “Los espíritus más originales se piden prestado unos a otros. Los libros son como el fuego de nuestros hogares: lo tomamos de la casa de nuestro vecino, lo encendemos en la nuestra, lo compartimos con los demás y, entonces, pertenece a todos”. De la Ilustración al concepto de “bienes comunes del conocimiento”, hay cientos de perspectivas que la estrechez del debate entre mafias literarias, artísticas, monopolios de distribución reduce al control sobre la copia. 

Es como si, frente al desplome de los circuitos tradicionales de consagración y reconocimientos culturales en México, la respuesta al desnudo de las cofradías de antaño fuera acusar, calumniar, para tratar de recuperar cierta relevancia ya ida. Pero, ¿cómo seguir usando el argumento del robo en un mundo que discute bienes comunes del conocimiento, donde una carretera, la capa de ozono y los archivos de las bibliotecas del mundo se piensan como responsabilidad compartida, global, de libre acceso? Patentes, derechos de autor, marcas registradas, la imitación como afianzadora del sujeto, el intercambio como forma de sociabilidad, la libertad de expresión contra la exclusividad sobre la reproducción, los estímulos legales a la creación e innovación, son temas de este debate que lleva medio siglo en otros países. 

Por ejemplo, la sentencia aprobada por la Suprema Corte de los Estados Unidos en la que “una mejora de una obra patentada no viola la ley de patentes”, merecería debatirse acá. Resumo todo esto para decir lo que creo, no por defenderme de un infundio que no aguanta la mínima verificación: ahí donde dice Sheridan que plagio a Corbin, a Agamben, a Zizek, ahí está citada la fuente. El asunto no soy yo, sino entender que el debate público tiene que cumplir un requisito mínimo: no fabricar mentiras para ganar. Y un objetivo: ayudar a la reflexión, a tomar diversos puntos de vista. La falsificación no es un punto de vista, lo siento. 

La historia dio, después, un giro siniestro. Unos días después, el artículo de Letras Libres apareció como parte de lo que Wikipedia dice sobre mí. Bajo el título de “acusasiones” (sic) se reproducía casi íntegro, salvo por decir que el autor “plagiado” había sido citado. Traté de editarla poniendo en claro el asunto pero, unos minutos después, la página volvió a su forma original. Le pedí a un amigo que sabe de tecnología que me ayudara y, tras unos días, me respondió: 

–Hay un equipo de personas vigilando que esa página no se pueda editar. 

Lo que había pensado como una acusación de un profesor era, en realidad, una campaña, con gente pagada para hacer daño. Letras Libres no había salido de la Operación Berlín. Mi amigo me reveló, entonces, que hacer eso, mantener páginas inmutables, subir algunos temas para que bajen otros –como en el caso de Peña Nieto priorizado en Google por sus bailes y disfraces y no por sus delitos– cuesta alrededor de 50 mil pesos por día. 

La calumnia es de quien la paga, y Wikipedia, que se basa en la buena fe, no podía hacer nada al respecto. Me abismé ante la eliminación, por vía del anonimato, del autor. Ni en los sueños húmedos de Foucault algo que comenzó como una defensa, supongo, de la “propiedad intelectual” terminó en el linchamiento escudado en el anonimato de un joven, supongo, dedicado a copiar, todos los días, a toda hora, una calumnia ajena. Cerré mi laptop y encendí un cigarro, como Bogart en Casablanca. 

Esta columna se publicó el 29 de septiembre de 2019 en la edición 2239 de la revista Proceso

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