11/18/2019

La dilatada negociación del cambio


Lorenzo Meyer

Una parte del México político está empeñada en llevar a cabo modificaciones de forma, pero sobre todo de fondo, en el ejercicio del poder. Naturalmente, otra parte está igualmente empeñada en impedirlos, modificarlos o retrasarlos en espera de una posible vuelta al mando.
Nuestra lucha política es la de siempre, pero en un contexto donde el nivel de la disputa abierta es mayor porque rasgos centrales del viejo régimen han desaparecido o están en posibilidad de serlo y los intereses afectados se defienden.
Desde hace mucho tiempo, y con períodos de gran violencia, las reglas que enmarcaban el viejo proceso fueron cambiando. El antiguo sistema fue cediendo espacios y reconociendo a nuevos actores. El proceso ha desembocado en un ejercicio del poder muy abierto y muy ruidoso, más participativo y menos predecible. El México de hoy está bien lejos de aquel donde parecía que “no se movía una hoja sin la voluntad del padre presidencial”.
La ruta más rápida para introducir reformas sustantivas en el ejercicio del poder es “a la francesa”: la revolución. Su meta es llevar a cabo cambios políticos, sociales, económicos y culturales de fondo, de manera acelerada e impulsarlos y consolidados mediante el uso de la fuerza. Intentos de revolución en los dos últimos siglos ha habido muchos, pero pocos han tenido éxito y son menos los que han dado resultados duraderos y positivos.
La alternativa a la revolución es la negociación entre antagonistas. Y en este caso hay variantes notables. Hay transformaciones negociadas y pacíficas, aunque nunca fáciles, como los de Portugal en 1973 o España tras la muerte de “el caudillo”. Las hay, como el caso de Sudáfrica, que combinaron la violencia revolucionaria —lucha que se cobró miles de víctimas— con la negociación y que tomó un tiempo largo antes de lograr abolir las leyes del apartheid.
La construcción de la sociedad dual en la recién creada Unión Sudafricana se inició en 1910, se consolidó a partir de 1948 y se mantuvo a sangre y fuego hasta 1994, cuando Nelson Mandela, el líder de la mayoría negra y preso durante 27 años, negoció con la minoría blanca, en condiciones complejísimas, una constitución que puso fin al último Estado legalmente racista.
La transformación mexicana que ha permitido experimentar por primera vez en nuestra historia el arribo al poder de una izquierda mediante elecciones libres, muy competidas y limpias, no tiene el equivalente a un 14 de julio francés, al acuerdo Mandela-de Klerk o a la jura de 1978 de la constitución democrática española.
En realidad, ni siquiera hay consenso sobre cuando podemos datar el inicio y la conclusión del cambio ¿Se inicio en el sangriento 1968? ¿Fue con la reforma política de 1977 que, a su vez, fue respuesta a la “guerra sucia” de entonces? ¿Es la crisis de 1982 que puso fin al modelo de economía protegida y de Estado económicamente activo? ¿Quizá el inicio está en la insurgencia electoral de 1988 y la primera gubernatura de oposición de 1989? ¿Es mejor fecha 1994, año del alzamiento zapatista y el asesinato del candidato presidencial del partido de Estado? ¿O la fecha adecuada la marca la victoria de Vicente Fox y el PAN en el 2000 o el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018?
En realidad, cada una de los momentos señalados y algunos más, son otros tantos episodios del prolongado proceso mexicano para modificar su régimen político.
La gestación del cambio abarca todo el conjunto de incidentes y procesos, violentos unos, pacíficos o mixtos otros, que fueron llevando a desmantelar el orden postrevolucionario en una prolongada “guerra de retaguardia”, donde en cada coyuntura el status quo cedió algo de terreno y modificó algo de su naturaleza original.
El proyecto de López Obrador es lograr que su sexenio sea el que cierre el arco del cambio del que fuera uno de los sistemas autoritarios más exitosos. Se propone finalizar el ciclo, aunque sin una simbólica nueva constitución y desde una posición de izquierda bastante moderada.
Lo relativamente acelerado de esta etapa final del proceso de transformación tiene como contraparte una gran estridencia. El silencio y “orden” de los largos años del autoritarismo clásico —que hoy muchos echan de menos— nos está pasando hoy la factura y eso era inevitable.

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