11/17/2019

Crímenes de odio: el efecto Trump

Editorial La Jornada


Tres años de normalización y promoción del racismo, la xenofobia, la homofobia y otras formas de intolerancia desde la Casa Blanca se reflejan en el informe acerca de crímenes de odio publicado por la Oficina Federal de Investigaciones estadunidense (FBI): mientras entre 2017 y 2018 el total de estos delitos registró una disminución marginal de 0.77 por ciento, aquellos cometidos contra personas de origen hispano (es decir, hispanohablantes o sus descendientes, sin importar su procedencia) se dispararon 41 por ciento, mismo aumento que experimentaron los dirigidos contra miembros de la comunidad de la diversidad sexual.
Para realizar su reporte, el FBI define un crimen de odio como un delito contra una persona o propiedad motivado en todo o en parte por el prejuicio de un delincuente contra una raza, religión, discapacidad, orientación sexual, etnia, género o identidad de género. La distinción entre los ataques contra las personas y las propiedades resulta significativo, pues en el periodo estudiado la aparente reducción en el conjunto de estos crímenes se ve opacada por el aumento de 12 por ciento en los ataques dirigidos contra las personas.
Si estas cifras son en sí mismas alarmantes, lo es más el subregistro existente en el estudio que realiza la agencia de seguridad: dado que el informe se elabora a partir de los datos proporcionados por las oficinas estatales y locales de policía, y que éstas no se encuentran obligadas a llevar un conteo de los crímenes de odio, 85 ciudades de más de 100 mil habitantes se negaron a ofrecer información o dijeron que en sus jurisdicciones no se cometió ningún delito de este tipo. Dos estados completos, Alabama y Wyoming, afirmaron que en 2018 ningún crimen de odio tuvo lugar en sus territorios, aserto del todo inverosímil si se considera que el primero de ellos es bastión histórico de grupos del supremacismo blanco. Para dimensionar de mejor manera el problema de los crímenes motivados por prejuicios puede recurrirse a la Encuesta Nacional de Victimización del Departamento de Justicia, que los estima en 250 mil al año.
Como refleja el último dato mencionado, los crímenes de odio son un atroz elemento de la cotidianidad de una nación que nunca ha emprendido un esfuerzo serio y creíble de memoria histórica que ponga a sus ciudadanos blancos ante la realidad de que el país actual se construyó sobre una sucesión de crímenes a gran escala: el exterminio sistemático de la población nativa, que constituye uno de los mayores genocidios de la historia mundial; el tráfico y esclavización de millones de seres humanos de piel negra, así como la segregación legal de que fueron objeto tras abolirse formalmente la esclavitud; la explotación en condiciones indistinguibles de la esclavitud de decenas de miles de inmigrantes chinos durante la segunda mitad del siglo XIX, o las leyes que hasta un momento tan reciente como 2003 criminalizaban cualquier expresión de la sexualidad distinta de la hegemónica.
En suma, la irrupción de Donald Trump en la vida política estadunidense no creó los prejuicios que ponen en peligro las vidas de millones de ciudadanos, pero su discurso y sus actos sí han envalentonado a los sectores más retrógradas de este país al brindarles un respaldo institucional e incluso jurídico que amenaza con llevar los crímenes de odio a niveles de verdadera epidemia. La posibilidad de que el republicano consiga relegirse el año próximo vuelve temible este riesgo.

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