Miguel Concha
Periodico La Jornada
No le cabe
prácticamente a nadie duda de que muchas situaciones en el país deben
cambiar. La constatación de que la violación a todos los derechos
humanos es sistemática y recurrente, como expresaron miles de personas
que ayer por la tarde se manifestaron en el Zócalo de la Ciudad de
México, es evidente. En el documento con que convocaron a la
manifestación, denominado Por una reforma social para transformar al país,
las decenas de organizaciones sociales que marcharon dieron cuenta de
la violación generalizada a todos los derechos humanos. Entre ellos,
desde luego, los económicos, sociales, culturales y ambientales, cuya
defensa ha llevado a numerosas personas y colectivos a interponer
recursos ante organismos protectores, como la Organización Internacional
del Trabajo o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pese a lo
cual el gobierno actual insiste en no dar cumplimiento a las
recomendaciones que tales instituciones dirigen al Estado mexicano.
Esta negativa tiene profundas consecuencias en el deterioro de las
relaciones laborales y en la capacidad adquisitiva del salario. Todo
ello, en aras de la política de atracción a toda costa del capital
extranjero, que, además de incumplir sus promesas de inversión, exige a
cambio de prácticamente nada la reducción de la garantía de los derechos
sociales e incluso la destrucción de la Madre Tierra, con lo cual se
cancela un futuro para todos, aun para los mismos depredadores, pero
también la violación sistemática y continuada de los derechos civiles y
políticos, como la negativa al esclarecimiento de hechos tan indignantes
como las ejecuciones extrajudiciales de Tlatlaya, en el estado
de México, o las graves violaciones a los derechos humanos en
Apatzingán y Ecuandureo, en Michoacán, y la desaparición de los 43
normalistas de Ayotzinapa. Sin embargo, en medio del diagnóstico de tan
desolador panorama hay una buena noticia: grandes grupos de población
organizados han ido construyendo un lenguaje común incluyente basado en
los derechos humanos, a partir de los cuales estructuran sus análisis y
dan contenido sustantivo y generalizable a sus demandas; no obstante,
aún falta un paso práctico e ineludible, ciertamente ya bosquejado en el
documento de los manifestantes de ayer:
Necesitamos construir la coalición capaz de llevar adelante una agenda social para transformar a nuestro país, convocando al máximo de lo posible a las fuerzas y organizaciones sociales y políticas, democráticas y progresistas.
Este es ciertamente un paso tan necesario como difícil. Lo
obstaculizan décadas de corporativismo, en el que la vida de las
organizaciones sociales ha estado subordinada, mediada y arbitrada por
el gobierno, que todavía insiste en mantener la primacía y el
reconocimiento oficial sobre el más que envejecido, corrupto e
ineficiente aparato político corporativo. Tomándolo como instrumento,
todavía hoy pretende eliminar todo tipo de competencia en la vida de las
organizaciones sociales, argumentando como pretexto la realización de
las reformas estructurales. Ello no obstante que las políticas del
propio gobierno traicionan sus objetivos de control, pues contribuyen a
extender el descontento ante la precariedad del empleo, el abandono del
campo, el deterioro del hábitat humano y las expectativas de vida de la
gente. En efecto, sus políticas extienden el descontento, pero eso no es
suficiente para la transformación efectiva de lo mucho que hay que
cambiar en el país. Para que se dé una reforma de fondo, se requiere una
intención real de convergencia de las prácticas de las organizaciones
sociales en torno de un programa. Hay además condiciones derivadas de la
historia de las propias organizaciones que es necesario remontar, como
la disputa por los liderazgos, el reconocimiento público particular, la
traslación hacia su interior de las disputas partidarias y la pretensión
de la primacía de la propia agenda sobre las de los demás. Frente a
ello, el interés público debe orientar el camino para trascender todas
esas comprensibles, aunque no justificables, inercias.
Se trata, nada más ni nada menos, que de llegar a ser capaces
de modificar el pacto fundante de nuestra convivencia nacional, la
Constitución Política, objetivo que diversos espacios de aglutinación
social ya se plantean como meta, y que en el caso de esta ciudad es
tarea inmediata y promisoria de lo que en el futuro se podría lograr.
Superar todas las adversidades para la articulación social requiere
entonces de enormes esfuerzos, magnanimidad y de ser capaces de ceder un
poco para que todos puedan lograr algo. Es de esperarse que como
respuesta a este clamor popular surjan desde ahora iniciativas de
personas y organizaciones que convoquen a un amplio proceso de
convergencia social para la construcción de una agenda compartida, de la
que se derive una alianza estratégica, la cual no será simplemente
resultado de juntar siglas o de hacer sólo la sumatoria de las propias
agendas, sino de una combinación de los denominadores comunes con altura
de miras. No se trata de renunciar a identidades ni a la realización de
las propias acciones, sino de conjugarlas armoniosamente para ser todos
más eficaces. Nadie puede por sí solo transformar al país. Las
experiencias latinoamericanas nos muestran que sin un gran esfuerzo de
convergencia para articular la coalición de fuerzas que hagan posibles
los cambios, no se pueden avanzar. Felizmente, contamos en nuestro país
con experiencias que nos dicen que ese es el camino. Atrevámonos, pues a
andarlo. Me parece que ya lo hemos iniciado.
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