Cristina Pacheco
Ayer apareció en el periódico la misma esquela que se publica por estas fechas desde 1999:
Nereo: descansa en paz. Nosotros seguimos recordándote y velando tu sueño.Como siempre, la firmaban únicamente sus hermanos Clara, Eugenio, Porfirio y Adelina Godínez Lázaro. Los conocí poco antes de que terminara el novenario. Ciertos detalles en su fisonomía –las cejas hirsutas, los ojos color miel, los labios muy delgados– revelaban su parecido con Nereo, salvo que en ellos las facciones sí estaban en orden.
Aurora y Trinidad, los padres de Nereo, recibieron mi pésame en
silencio y sin mirarme. Cuando pregunté acerca de las circunstancias en
que había muerto mi amigo, su hermana Clara se limitó a decir:
Gracias a Dios, tranquilo y en su cama.Me pareció que ese laconismo ocultaba algo. Al final del rezo los Godínez Lázaro y yo intercambiamos teléfonos a sabiendas de que era inútil porque nunca volveríamos a comunicarnos. ¿Para qué? No me interesaban sus vidas ni lo que pudieran decirme acerca de Nereo, si es que en realidad sabían algo de él.
II
Me he puesto a pensar en cuántas personas habrán leído
una esquela tan pequeña, perdida entre fotos, anuncios y artículos. La
encontré porque estaba esperándola. Voy a recortarla y a guardarla junto
con las otras diez y seis que he ido metiendo entre las páginas del
diccionario que me regaló Nereo. Me sorprendió que lo hiciera, porque el
libro tenía un valor muy especial para él.
Es un tomito azul muy mal cosido. Cuando alguna página se le
desprendía, Nereo la colocaba entre las demás, sin fijarse en la
numeración, para evitar que se perdiera y con ánimo de ponerla en su
sitio más tarde. Nunca lo hizo. Cuando el libro pasó a ser de mi
propiedad no me atreví a corregir el desorden ni a borrar los signos y
los términos escritos en sus márgenes.
III
El diccionario significaba tanto para Nereo porque lo
había comprado con el primer sueldo que le dio Luis Bárcenas: el dueño
de la librería de viejo instalada en una accesoria de la vecindad (muy
bonita, por cierto) donde vivían los Godínez Lázaro: Nereo, los cuatro
hermanos que cada año firman la esquela y sus padres.
Nereo decía estar muy agradecido con ellos porque en vez de
sobreprotegerlo y aislarlo, habían procurado darle herramientas para que
el leve retraso mental que padecía y sus facciones alteradas no fueran
motivos de exclusión.
En la escuela, sus hermanos contribuyeron al bienestar de Nereo
levantando un discreto cerco para evitarle las bromas de sus compañeros.
Llegó la hora en que la táctica defensiva de los Godínez Lázaro resultó
inoperante. Conforme Nereo iba creciendo las diferencias entre él y los
demás niños se hacían más evidentes y las burlas más crueles. Por ese
motivo, con frecuencia Eugenio y Porfirio se liaban a golpes con los
agresores. La situación rebasó los límites del pleito callejero una
tarde en que Rodolfo Márquez –el líder de su grupo– acometió a Porfirio
con un cuchillo y lo dejó herido de gravedad. Para evitarle nuevos
peligros a su hermano, Nereo, pese al desacuerdo de su familia, abandonó
los estudios.
La deserción ocurrió a mitad del ciclo escolar. A esas alturas
del año, imposible inscribirse en otra escuela. En esas circunstancias,
sus perspectivas se limitaban a pasarse la mitad del día solo en la
casa hojeando libros o revistas, viendo la tele y esperando a los suyos.
Aguantó esa rutina hasta que tuvo una ocurrencia: pedirle a don Luis
que lo tomara como ayudante mientras remprendía sus estudios. Sacudir
los estantes y ordenar los libros eran tareas sencillas hasta para él.
Después de conseguir la autorización de Aurora y Trinidad, don Luis
aceptó la ayuda de Nereo durante los seis meses de vacaciones obligadas.
No fue así: la estancia de mi amigo se prolongó hasta muy poco antes de
su fin. Tal vez lo haya presentido porque en el que sería nuestro
último encuentro me regaló su diccionario. Cuando descubrí los signos y
términos en sus márgenes y pregunté por su significado, Nereo me dijo en
tono de secreto:
Son parte de un idioma que estoy inventando. Mis palabras toman prestadas sílabas de otras. Es divertido; pero lo que más me gusta es que sólo yo puedo entenderlas.
IV
Nereo murió hace diez y siete años, a punto de cumplir
los veinte. Me enteré de su fallecimiento un sábado por la noche en que,
como de costumbre, fui a la librería. Don Luis estaba solo. Su gesto
desolado y el crespón negro sobre un estante me hicieron presentir algo
terrible: la inesperada muerte de Nereo. Había ocurrido el domingo
anterior. En su casa le estaban rezando el novenario.
Cualquier cosa que yo hiciera a partir de ese momento no tenía
importancia alguna para Nereo. Daba lo mismo que me alejara o que
hiciera acto de presencia ante su familia. Opté por esto. Mientras
caminaba rumbo a la vivienda de los Godínez Lázaro imaginé las frases de
consuelo que diría:
Piensen que al menos murió en su casa, sin sufrimientos, y que está descansando.Después, cuando vi la actitud evasiva de sus padres y oí el lacónico informe de Clara, me pregunté si en realidad Nereo había muerto tranquilo y por causas naturales.
Una cosa me llevó a otra: recordé nuestra última conversación y la
manera tan extraña en que mi amigo se me quedó mirando al momento de
regalarme el diccionario. Lo conservo tal como Nereo me lo dio. Las
palabras incomprensibles permanecen en los márgenes y las páginas
continúan en desorden: la 320 (defectuoso, deforme, degradación) sigue
junto a la 938 (soledad, solitario, soltería) y la 392 (desbloquear,
descansar) entre la 1002 (tristeza, triturador) y la 948 (sufrimiento, suicidio.)
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