TIFF
Leonardo García Tsao
De muy buen humor llegaron Justin Timberlake y el director Jonathan Demme a la premier del documental JT + The Tennessee Kids en el festival de Toronto. El filme, protagonizado por el actor y cantante, acaparó la atención de la crítica
Foto Afp
Toronto. De lo que fue
el llamado Nuevo Cine Alemán de los años 70, Werner Herzog ha sido el
realizador que más se ha mantenido activo y vigente. Dos de sus
películas más recientes se exhibieron en el festival para confirmarlo,
aunque no se trata de sus mejores logros. (Por ahí también anda Wim
Wenders dando lástima con otro bodrio suyo titulado Les beaux jours d’Aranjuez).
Es sabido que, con la excepción del delirante Enemigo interno (2009), las ficciones recientes de Herzog no se comparan con las de su primera época. Salt and Fire (Sal y fuego)
se exhibió ayer en una única función de prensa y para la industria y,
desde los primeros minutos, el fuerte hedor a churro hizo que los
espectadores abandonaran la sala en grupos.
La película abre con el aparente secuestro de tres delegados de la
ONU: la alemana Laura (Barbara Ferres), el italiano Fabio (Gael García
Bernal) y el también alemán Meyer (Volker Michalowski), quienes acuden a
un lugar en Sudamérica (Bolivia, en realidad) para investigar un
desastre ecológico. Los diálogos son tiesos y explicativos, las
actuaciones son malas de no creerse. Después de padecer
la madre de todas las diarreas, el italiano y el alemán desaparecen del cuadro. Sólo queda Laura para enfrentar a Riley (Michael Shannon), magnate autor del secuestro, quien la lleva a una enorme salina, en lo que se supone antes era un lago.
En ese momento, Salt and Fire da un giro de 180 grados y se
vuelve otra película. Laura es abandonada en el desierto con dos niños
indígenas casi ciegos, con suficientes pertrechos para sobrevivir varios
días. Para ella, la convivencia con los niños en un paisaje casi
extraterrestre, cobijados sólo por las incontables estrellas, se vuelve
una experiencia mística.
Riley reaparece para explicar el abandono y aceptar su culpa en el
crimen ecológico de la zona, mientras Herzog se sale con la suya en una
de sus realizaciones más excéntricas. Cofinanciado por la compañía
mexicana Canana, Salt and Fire es de esos productos inclasificables que sólo encuentran su lugar en un festival de cine.
Más en forma es el documental Into the Volcano (Dentro del volcán), producido
por Netflix. En él, Herzog reafirma su obsesión por filmar los cráteres
de los volcanes, que se había manifestado antes en el memorable
mediometraje La Soufrière (1977) y en Encuentros en el fin del mundo (2007),
ambos citados en el nuevo documental. Acompañado por el vulcanólogo
Clive Oppenheimer, el cineasta recorre el mundo –el archipiélago
Vanuatu, Indonesia, Etiopía, Islandia y Corea del Norte– para documentar
los diferentes volcanes que han causado devastación en otros tiempos, y
el culto humano del que son objeto.
Las escenas más sobrecogedoras ocurren cuando Herzog capta el momento
justo de una erupción, con todo su estruendo y sus oscuras fumarolas.
Pero su atención se desvía a otros temas no tan fascinantes, como el
hallazgo de huesos humanos fosilizados en Etiopía o, en su parte más
colgada, la temible realidad socialista de Corea del Norte y la
adoración forzada de sus líderes (cuyo poder proviene del Monte Pektu,
según la mitología).
Sin embargo, Into the Volcano palidece al lado de La Soufrière que,
en escasa media hora, lograba dar una melancólica sensación de fin del
mundo, al explorar la isla de Guadalupe cuando fue evacuada en
precaución de la inminente erupción de un volcán. Al final de ese
trabajo, un joven Herzog se lamentaba de no haber podido presenciar la
destrucción de la isla. Ahora, más prudente, se clasifica como un
realizador cuerdo que no corre riesgos innecesarios.
Twitter: @walyder
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