5/25/2019

Myrna Dolores Valencia Banda Hasta los 30 años pude apreciar el mundo tan bonito que me fue negado


Enormes planicies sembradas con trigo y canola invaden el territorio yoreme. Los campos son trabajados por cientos de jornaleros que labran para los nuevos dueños la tierra que hasta hace poco les pertenecía. Vendieron o rentan su fuente de alimento y de cultura, con engaños o a sabiendas, pero siempre en condiciones desiguales. Hoy son peones en sus propias tierras. En el camino también se observan sauces, sabinos y álamos mexicanos que sobreviven a la agroindustria. Es el sureste de Sonora, donde hace décadas el pueblo yoreme hizo fértil esta tierra hoy desértica.
En esta región nació Myrna Dolores Valencia Banda, concejala por Cohuirimpo, uno de los ocho pueblos yoreme, conocidos como mayo, del sur de Sonora. Ella también es parte del concejo del gobierno tradicional de su pueblo, maestra de secundaria y defensora del territorio. “Soy Myrna y estoy viva”, así se presenta al inicio de la entrevista esta mujer de 41 años, que en mayo del 2017 fue nombrada representante de su pueblo ante el Concejo Indígena de Gobierno.
La conversación con Myrna transcurre en la ribera de lo que queda del río Mayo, cerca de la comunidad El Recodo, centro del pueblo ancestral de Cohuirimpo, donde se encuentra el cementerio de los más antiguos. Desde donde estamos, se aprecia el afluente sagrado contaminado y disminuido. “Nuestro pueblo”, explica Myrna, “es hermano del río, y como él, ha ido perdiendo identidad y se ha dispersado. Es una tristeza que muchas de las tradiciones y de las costumbres ya no sean más, porque es lo que ha hecho nuestro actual sistema de producción y de organización, teniendo como resultado agua contaminada por las granjas porcinas y otras empresas”.
La mayor problemática que enfrenta su pueblo, explica la Concejala y defensora del territorio, es el despojo. “Dirán que (la venta) está del lado de la razón, de la legalidad, que la gente vende, pero no es así. Nuestra verdad nos indica que sólo se puede hacer tratos entre iguales. Quien llegó primero tiene el derecho y nadie que haya llegado después tiene la verdad y el derecho de quitar o expropiar algo de lo que depende la vida. La tierra significa eso, nuestra propia existencia”.
Aquí son palpables las consecuencias de la reforma al artículo 27 constitucional que hace más de 20 años abrió la puerta a la privatización del ejido. “Los ejidatarios, por necesidad y por la opresión, se han visto orillados a rentar o vender, incluso con artimañas y engaños de los terratenientes modernos, quienes no piensan en la vida de nuestros hermanos, sólo en aumentar sus propiedades, en tener una producción, pintar de verde permanente la tierra y llevar papeles verdes al banco, aunque a nosotros no nos quede nada”.
En 1973, los ejidatarios tramitaron 520 hectáreas de tierras para afianzarlas, pero sólo les reconocieron 90, y en otro lugar. Vino la crisis y nadie podía vivir del fruto de la tierra, por lo que poco a poco fueron aceptando rentarlas o venderlas. Entre 5 y 7 mil pesos dijeron que les pagarían por hectárea, de tal modo que si alguien tenía cinco hectáreas, recibiría entre 25 y 30 mil pesos anuales, como 2 mil 500 pesos mensuales en promedio. Pero muchas veces ni eso les pagan, siendo el gobierno cómplice de esta dinámica.
Myrna se desplaza en bicicleta o caminando a la telesecundaria en la que da clases. Sus alumnos son mestizos e indígenas, pero de estos últimos ninguno viste ropa tradicional ni habla lenguas originarias. La lengua yoreme se ha ido perdiendo en el más grande de todos los pueblos indígenas que viven en el estado de Sonora. El despojo de tierras y costumbres, acusa Myrna, es apoyado desde el sistema. “Esta es nuestra realidad”, afirma.
La infancia de Myrna transcurrió en pleno auge de la agricultura, cuando “toda la familia podía trabajar en la tierra y, luego de cosechar, llevaba el dinero al banco y todavía le quedaba un poco”. Eran tiempos en los que “la gente que no tenía tierras iba a las casas de los ejidatarios y les pedía un poco de la producción. No había egoísmo. Me acuerdo de los montones de semillas, la gente venía con sus costales y a todos se les daba algo para que vendieran y consumieran. Eran tiempos de abundancia”.
Del relato del siglo pasado poco queda en este territorio. Los “tiempos de felicidad” que retrata Myrna se acabaron cuando llegaron empresas y gobiernos “a quererlo todo”. Aquí se sembraba trigo y maíz y se completaba la milpa con calabaza y frijol. Ahora el monocultivo de trigo se come la tierra. “Nuestros abuelos nos han dicho que el monocultivo provoca que la tierra se empobrezca, pues es sólo una variedad de semilla”, explica la Concejala. Y de sembradíos de trigo está lleno el horizonte.
La conversación con la Concejala yoreme ocurre días después de su visita a Chiapas, donde recorrió las cinco regiones zapatistas junto a sus compañeras y compañeros del CIG y su vocera Marichuy. De lo que vio y hablaron se organiza una reunión nocturna en la comunidad de Buaysiacobe, municipio de Etchojoa. Un grupo de hombres y mujeres reunidos en el patio delantero de una casa la espera. A media luz, entre gallinas, perros dormitando y los cantos de fondo de una iglesia evangélica, Myrna relata a la concurrencia lo que vio, escuchó y sintió en las comunidades rebeldes del sureste mexicano. Pero primero hablan los demás de los problemas que enfrentan como pueblo y de las amenazas que se ciernen sobre sus comunidades:
“Tenemos que rescatar la verdad de nuestros antepasados. Queremos resurgir y recuperar esa autonomía”. “Conoce uno de vista a gente que tiene muchas tierras y que siempre andan en sus camionetotas y que compran la tierra a los ejidatarios o se las arrebatan. Nosotros les llamamos los yoris, son los ricos, los que vienen a despojar sin importarles nada”. “Lo que me asustó fue haber visto algunas camionetas de Monsanto. Ésa y otras empresas de agroquímicos que contratan gente y les hacen exámenes periódicamente para después de poco tiempo liquidarlos, inexplicablemente”. “Estamos a punto de extinguirnos, porque las generaciones que vienen ya no hablan la lengua”. Dicen algunas de las voces. Myrna apunta. Y luego revira: “Queremos resurgir y recuperarnos como pueblo”. “A todos nosotros nos toca aportar algo para poder sobrevivir, ya no tanto para defender otra cosa, sino para defender nuestras vidas”. “Hablar de un ejército zapatista no es hablar de un extraño. En todos los pueblos existen esos cuerpos de defensa”. “En los territorios indígenas existen gobiernos, costumbres, existe un todo, es un mundo completo. Queremos recuperar nuestro espacio, no vinimos de ninguna parte extraña”. “Nuestra lucha es para seguir organizándonos y seguir trabajando”.
Al final de la reunión alumbrada por un tenue foquito, la gente junta las sillas y las cubetas que han servido para sentarse. La dueña de la casa recoge del patio escobas e instrumentos de labranza, ropa colgada de los tendederos, ganchos, macetas, jergas, tiliches y todo lo que encuentra. Los rateros rondan todos los días y se lo llevan todo. Les dicen “cholos” y dicen también que los mandan los caciques de la región.

Cuando crezcan ustedes jamás van a extender la mano para que alguien las mantenga

Myrna creció en una familia de mujeres. Cinco hermanas y ningún varón tuvo su madre, quien las crió forjándoles el carácter. “Cuando crezcan ustedes jamás van a extender la mano para que alguien las mantenga”, les dijo. “Tienen que ganarse lo que comen con su trabajo”, fue la consigna.
La niña Myrna jugaba con muñecas, pero nunca se conformó con “estar todo el tiempo en esa naturaleza de la maternidad”, y aunque aclara que “adora a los niños”, insiste en que representan “sólo una etapa en la vida de las mujeres”. Tanto le gustan que por eso decidió estudiar para maestra y consagrar su vida a la educación.
Originaria de un pueblo que siente amenazado su futuro por la reducción de su territorio y población, Myrna siguió la costumbre de “salvarlo pariendo”. Siendo menor de edad tuvo dos hijos y, con ellos en brazos, decidió seguir estudiando, para lo que contó con el apoyo de sus padres y de quien era en ese momento su compañero.
Su infancia transcurrió en un pueblo pequeño, donde “a más de cien metros a la redonda no había otras casas ni cercos, sino sólo mezquites, una siembra un poco más allá, un canal, y por allá, como a 200 metros, se podía ver otra construcción”. El primer cerco que construyeron le impidió pasar a jugar entre los mezquites “y más tristeza me dio después que un pajarito se clavó una púa. Yo no sé si el pajarito quiso cruzar y se la enterró, pero lloré mucho porque me representaba a mí. Igual que yo, él no podría cruzar el cerco. De ahí me nació el sueño de vivir en una comunidad donde haya libertad y en una verdadera comunión, donde los adultos sean responsables de los niños sin importar quién los parió”.

| Myrna tenía 30 años cuando asumió totalmente su identidad yoreme, “y hasta entonces pude apreciar el mundo tan bonito que me fue negado” |

El sueño infantil se hizo recurrente y fue tomando forma. Myrna recreaba en su imaginación un espacio circular con los niños al centro, luego los adultos y después los más ancianos: “Ése sigue siendo mi sueño y es a lo que aspiro. Como concejala estoy trabajando para cumplirlo”, dice, enfática.
Después del primer cerco, Myrna vio levantarse otros y otros y otros. Y a derribarlos ha dedicado su vida. Como el que le impidió aprender y hablar el yoreme. Fue una decisión tajante de su abuela, pues asumir su identidad representaba enfrentar el racismo y la discriminación. “Tú no vayas a hablar así, tú tienes que estudiar y de la escuela te van a correr si te oyen hablar así”, le dijo. Por eso Myrna, como tantos otros indígenas del país, creció sin tener clara su identidad. “¿Por qué me siento rara entre la gente blanca?”, se preguntaba. “¿Por qué yo no puedo ser yo en esos espacios?”. Las respuestas las encontraría más tarde, con el deseo firme de rescatar su raíz y los saberes de su cultura, que incluso llegó a confundir con supersticiones. Para los yoreme no hay mayoría de edad. Las personas se consideran adultas conforme las responsabilidades que van adquiriendo. Mirna tenía 30 años cuando asumió totalmente su identidad yoreme, “y hasta entonces pude apreciar el mundo tan bonito que me fue negado”. Mirna reprocha esa injusticia. “¿Cómo es posible que todo un sistema se haya confabulado para que yo no hablara el idioma de la gente de la que vengo?”.
Luchadora incansable, ya casada y con hijos, Myrna fue a la Universidad y ahí tomó clases para aprender el yoreme. Pero más lo aprendió de los ancianos, de las señoras grandes como su abuela que lo impidió, de los chistes, las leyendas y de las fiestas en las que predomina la lengua original.

Indígena, mujer y maestra

Muy temprano, Myrna recorre las calles de su comunidad, en estos meses abiertas por la introducción de un drenaje cuya obra no fue consultada y ha provocado más de 30 accidentes y pérdidas humanas. Pedaleando llega Myrna a la telesecundaria 130 de Buaysiacobe. Ahí la esperan 24 alumnos, en su mayoría mestizos o amestizados, que poco o nada hablan el yoreme. Por el camino se atraviesan los caballos y carretillas que hablan de otra época. Y un esplendoroso amanecer en las montañas es el fondo del caserío en el que se inicia el día.
Los niños y niñas van uniformados, ellas con faldita cuadriculada y ellos con pantalón azul marino. Dicen que amaneció “fresco”, casi “frío”, pero el termómetro marca 26 grados centígrados a las seis de la mañana del desierto yoreme. En el recorrido en bicicleta de su casa a la escuela, se aprecia el despojo a este pueblo en muchas de sus fases: al fondo se ven los campos de trigo con los jornaleros trabajando la tierra que antes fue de ellos; de las casas antiguas poco queda y, en su lugar, se levantan casas de materiales ajenos; un señor en bicicleta anuncia la venta de tortillas, pues ya casi nadie cosecha maíz ni para el autoconsumo; y los niños y niñas, así como sus maestras, no hablan su lengua ni visten sus trajes. Muchos porque son mestizos, otros porque la educación es en español y con uniforme.
Aun en estas circunstancias, o precisamente por ellas, Myrna se las arregla para difundir la resistencia. No para un segundo. De la escuela a la casa, de ahí a una asamblea, luego a unirse a la protesta contra los invasores de unos terrenos en Cohuirimpo. Todo sin dejar de responder las llamadas al celular de sus hijos y de vecinos de la región.
Como indígena, mujer y maestra, Myrna rechaza las reformas estructurales del presidente Enrique Peña Nieto. La reforma en educación, materia que le compete todos los días, “está diseñada para que ya no sea del pueblo”. Aquí la problemática es específica: “La dinámica de trabajo de los padres, producto también del despojo, los lleva a trabajar en el campo desde las cuatro de la mañana, de tal modo que los niños están solos desde esa hora y si pueden, si quieren, si desayunaron y otras condiciones, van a la escuela. Pero la autoridad educativa, dice, lejos de estudiar la situación, lo que nos dice es que tienen que pasar de grado a como dé lugar, provocando un aumento alarmante en la deserción escolar”.
Myrna es clara y de hablar pausado. Tiene el carácter fuerte y la belleza del norte. “El sistema educativo mexicano no me hace maestra a mí. Yo soy maestra porque tengo la responsabilidad de un pueblo”, dice. Es maestra y está en resistencia: “Y defenderé en todo momento el ser responsable de estos niños que ni siquiera tienen a sus padres cerca, y la reforma educativa no me está ofreciendo nada para ellos”. Este 2018, explica, entrará en vigor un nuevo plan de estudios que no contiene ningún apoyo porque simplemente no hay presupuesto para las escuelas. “No nos ofrece, al contrario, nos despoja, y por eso decimos que se trata de una reforma laboral que atenta contra los derechos de los maestros”.
Además del déficit educativo, la salud en las comunidades yoreme se ha deteriorado de manera alarmante en los últimos años. Diferentes tipos de cáncer, entre otras enfermedades, afectan a los pueblos originarios de la ribera del río Mayo. “Hay situaciones muy penosas en las comunidades, pues no se trata sólo de sobrellevar la enfermedad, sino también el problema de la situación económica, la crisis en todos los aspectos y el dolor que causa”.

| El sistema educativo mexicano no me hace maestra a mí. Yo soy maestra porque tengo la responsabilidad de un pueblo |

El acaparamiento de tierras no tiene freno, explica Myrna, y el uso que se les da difiere mucho “de lo que nosotros conocemos como el buen vivir”. Por eso, por lo que introduce el yori (hombre que no respeta) a las comunidades, los yoreme (que significa hombre que respeta), le temen y también lo enfrentan.
Como en la educación, Myrna asocia los problemas de salud con el despojo. Explica: “A nosotros nos han robado o comprado con engaños la tierra y con ella la manera de producir los alimentos sanos. Han desaparecido las pequeñas granjas familiares donde sabíamos de qué se alimentaba la gallina, el puerco o la res. Hoy el consumo es de alimentos industrializados y procesados, ni siquiera sabemos lo que estamos comiendo y qué tanto nos va a perjudicar”.
Los yoreme más viejos cuentan que antes no había diabetes, no se conocía el cáncer ni las embolias y las enfermedades se curaban con plantas medicinales. Hoy la salud está amenazada, “y todo por la alimentación que se deteriora por la falta de nuestras tierras para sembrar. A eso se suma la contaminación del agua y la desaparición paulatina de algunas plantas medicinales”. Y se cierra el círculo.
También, explica Myrna, la salud emocional está afectada. Con el territorio disminuido, la dinámica del jornalero y la introducción de nuevas tecnologías (como el celular), “el calor humano se va perdiendo, también la fraternidad para platicar y estar juntos y, en resumen, el espíritu de comunidad disminuye”. A esto se le suman las adicciones que han aparecido en los adolescentes y jóvenes. “Es difícil concebir que haya seres humanos que atenten así contra la vida de nuestro pueblo”, lamenta la Concejala.
El problema de la introducción de las drogas en estos pueblos no pasa desapercibido. Es cotidiana la imagen de jóvenes deambulando por las calles, sentados en las esquinas o caminando sin rumbo fijo. Todo esto, evalúa la maestra de secundaria, “no se puede enfrentar de manera aislada. Por eso tenemos que unirnos”.

Las excavaciones y el despojo

Myrna pone el cuerpo cuando se trata de la defensa del territorio. Nos trasladamos en camioneta a las comunidades cercanas a Camargo, en Cohuirimpo, donde aparecen enormes excavaciones con la tierra extraída a un lado, en forma de pirámides. El panorama es desolador. Es la imagen del despojo consumado. De aquí se están llevando grava, gravilla, material pétreo para las construcciones. Son terrenos de familias yoreme, pero, sin permiso ni consulta, los están “asaltando”. El área es de unos 500 metros cuadrados y es de la empresa Siglo XXI la maquinaria que en estos momentos trabaja. “Para cuando nos dimos cuenta ya habían tumbado toda la vegetación que había. Hasta animales muertos se veían”.
El yori (el blanco, el que no respeta, el de afuera), es así y “no le importa que la extracción de material rompa el equilibrio, porque si la tierra tiene esa constitución, por algo es. Al sacar el material, los enormes huecos que quedan son un peligro porque cuando llueve se llenan de agua. Aquí de por sí es un lugar bajo y al llover los arroyuelos traen el agua, se estanca y crea focos de infección”.
Sacan también de aquí relleno para las calles. “Acaban de revestir toda la colonia de San Ignacio. Echaron 150 viajes de material de relleno y por eso hay gente contenta ahorita, porque estuvieron 20 años pidiéndole al gobierno que le arreglaran las calles y no lo habían hecho, hasta ahora. Hay quienes dicen entonces que es malo que se lleven el material y otros que dicen que es bueno. Se supone que es la autoridad la que tiene que decir si hay o no hay despojo, pero la autoridad está implicada”, explica la también integrante del concejo de gobierno tradicional de este pueblo.

| A finales de mayo del 2017, los pobladores advirtieron excavaciones en el camino que une a las comunidades de Nachuquis y Punta de la Laguna. No hubo anuncios ni información previa |

En el camino a las excavaciones atravesamos una enorme granja porcina. “Ésa también la pusieron sin consultar. Ahí había un pozo de agua potable que fue contaminado por la proximidad con la granja”. Y de ahí las enfermedades.
A finales del mes de mayo del 2017, los pobladores advirtieron otras excavaciones en el camino que une a las comunidades de Nachuquis y Punta de la Laguna. No hubo anuncios ni información previa hasta que miembros del gobierno tradicional, entre ellos Myrna, acompañados de un grupo de pobladores, interrogaron a los encargados de las excavaciones. Así se enteraron de que se trataba de la introducción del drenaje. En ese momento la obra se detuvo, sólo para continuarla tres meses después, en septiembre, esta vez trazando la construcción de una laguna de oxidación en un predio de uso común de pastoreo perteneciente al territorio de Cohuirimpo, en las cercanías de la comunidad de Rancho Camargo, congregación integrante del citado pueblo ancestral.
Ya antes los yoreme detuvieron la construcción de la laguna. Ellos y ellas pusieron el cuerpo frente a la maquinaria, acamparon en el lugar e impidieron el paso de las excavadoras. Y hasta ahí, ahora sí, llegaron las autoridades para “dialogar”. Funcionarios de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) y de otras dependencias se presentaron en Rancho Camargo, previo paso por la comunidad a la que llegaron ofreciendo, a cambio de la autorización de proyectos productivos, becas a estudiantes y atención a la educación para adultos.
Los sistemas de lagunas de oxidación se utilizan generalmente en las zonas rurales para el tratamiento de las aguas residuales. Terminan siendo un peligro para la salud, más que un remedio para la descarga de desechos, pues se convierten en focos de bacterias y generan un olor nauseabundo en los alrededores. Myrna es enfática: “El pueblo está en resistencia porque la obra no solamente no beneficia, sino que además la comunidad nunca la pidió. Nada nos asegura que una inundación provoque que se desborde esa laguna con todos los desechos”.
Las actuales excavaciones están a 50 metros del cauce del río Mayo, en la comunidad del Recodo, en la que la laguna de oxidación recibirá, dicen, el drenaje de Nachuquis, pero ni la población de esa comunidad “beneficiada” tiene conocimiento y temen los riesgos. “Así es como actúa la CDI, así es como traen el ‘progreso’ a las comunidades, así es como nos despojan y se burlan”, advierte Myrna.
Es justo la contaminación de las aguas uno de los grandes problemas que afecta la vida del pueblo yoreme. La concejala explica que los agroinsumos que se vierten en el río Mayo han provocado que “el agua que es vida, ahora signifique muerte”, pues no sólo el río está contaminado, sino también los mantos freáticos. “La laguna es un ecosistema muy valioso para nosotros. Hay lugares sagrados que se van a perjudicar. El gobierno quiere transformar nuestros ambientes en otros mundos”.
La maestra lo sabe y trabaja todos los días para la recuperación del tejido comunitario. “Lo que quieren es llevarnos a la sumisión”, dice, “y por eso seguimos resistiendo”.

Ser integrante del CIG es ser guardiana de la vida

En la historia del pueblo yoreme, relata la Concejala, “hay periodos con revueltas sociales en los que los hombres, por su fuerza física, que yo creo que es una de las distinciones humanas, anatómicas, tenían que ir a pelear. Las batallas diezmaban la comunidad de hombres, y las mujeres asumían de manera natural sus roles. En Cohuirimpo se habla de una mujer de nombre Nacha Pascola, que en medio de una cacería organizada por el hombre blanco, organizó a las mujeres y salieron, pelearon y corrieron al hombre blanco para que no se metiera a sus casas”. Esta historia, dice, retrata el espíritu de las mujeres mayo.
Myrna no confronta la fuerza de las mujeres con la de los hombres, “siempre hemos estado a un lado, a la par”. Admite que hay machismo dentro de las comunidades y lo vincula al sistema capitalista que “nos convierte en objetos”. Ejemplifica: ”A mí me gusta mucho la vestimenta tradicional, pero mucha gente dice ‘ay, qué bárbara, te ves gorda’. Pero bueno, ésta soy yo y no tengo que negar qué soy. El hecho de que tenga una idea de lo que soy y una seguridad en mí misma no permite que haya ningún tipo de opresión en mi vida. En cambio el capitalismo fomenta la vanidad y que haya un mayor consumo en el intento de imitar modelos impuestos por el mismo sistema”.
Sin duda, refiere, su actual papel como concejala y representante de su pueblo la ha hecho crecer, pues “nosotras vamos actuando de manera libre, como nos sentimos, y eso es importante para enfrentar el machismo. El hecho de que tengamos una mujer como vocera, y que ella sea igual a nosotras, nos ayuda a ver nuestra propia realidad, una igualdad que nos permite tener las riendas de nuestros hogares y nuestros pueblos, y también de nosotras mismas”.

| Somos un Concejo Indígena de Gobierno, pero no un gobierno que oprime, sino que acompaña al pueblo, que vive la problemática y que jamás pondrá en duda dar la cara |

Para Myrna, ser concejala es dar continuidad a su quehacer cotidiano. “Ser integrante del CIG es en parte ser gobierno, ser guardiana de la vida, es preservar la vida, organizar al pueblo, defender al pueblo en colectivo. Eso es ser un representante, no un gobernante. Nosotras decimos que somos un Concejo Indígena de Gobierno, pero no un gobierno que oprime, sino que acompaña al pueblo, que vive la problemática y que jamás pondrá en duda dar la cara, dar la palabra, acompañar en todo momento al pueblo y padecer los dolores del pueblo sin esperar nada a cambio”.
Por eso, explica, la propuesta del Congreso Nacional Indígena “es una tabla de salvación, es algo que se acerca a la esencia de ser yoreme, que hace eco en nuestro ser. Algo que de pronto llega a nosotros y nos hace identificarnos y decir ‘esto es lo que soy’. Es un modelo de gobierno que se acerca mucho al modelo ancestral que nosotros traemos en nuestra información genética, porque no concebimos una autoridad que representa el gobierno blanco, el gobierno yori, que siempre ha estado distante y que se ha conformado de personas distintas a nosotros”.

Del enamoramiento al amor

Myrna se casó a los 17 años y diez años se mantuvo en el matrimonio, hasta que dijo que “ya no, que era momento de caminar sola”. Y así lo hizo. Como mujer ha vivido el amor a plenitud, al igual que el ser madre, lugar en el que se siente bendecida, pues “ese ciclo me va conduciendo por un camino por el que sé que voy a llegar”. Los hombres, en cambio, “no tienen un ciclo que los regule como a nosotras”.

| Me hace sentir muy orgullosa tener esa capacidad de enamoramiento porque no es sólo algo que tiene la tendencia a la reproducción, sino que me hace sentir humana, mujer, viva |

Cuando se divorció, tratando de encontrar respuestas, Myrna escribió un libro: “Del enamoramiento al amor”. Le llamó así a su terapia de recuperación. “Me hace sentir muy orgullosa tener esa capacidad de enamoramiento porque no es sólo algo que tiene la tendencia a la reproducción, sino que me hace sentir humana, mujer, viva”. Cuando se quedó sin pareja, dice, empezó a encontrar “a otras mujeres que estaban sufriendo”. Y su sueño era trabajar con y junto a ellas. El sueño se hizo realidad y 40 mujeres se juntaron y se pusieron a trabajar. Se hicieron llamar “Mujeres de movimiento”. Con ese colectivo Myrna participó en la contienda por el comisariado de su comunidad. No ganó, pero la experiencia la dejó abierta a la participación política. “Sabía que si no era ahí, estaría en algo más”. Y siguió trabajando.

***

Con la noche a cuestas, Myrna va a saludar a don Alfredo Osuna, del Consejo de Ancianos de Cohuirimpo, hombre sabio y autoridad yoreme, de los acompañantes primeros del Congreso Nacional Indígena (CNI). A media luz, don Alfredo la recibe y le lee sus más recientes escritos: “La verdad sufre a veces más por el calor de sus defensores que por los argumentos de los opositores. La verdad es poderosa y permanecerá. Si no es verdad, es bien inventada. La verdad es inmortal. El error es mortal. La verdad es más extraña que la ficción. La verdad es fuerte, se parece a una pelota de futbol: podemos patearla todo el día, y por la noche permanecerá redonda y resistente”.


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