El nacionalismo es un fenómeno complejo que, si bien está asociado al conservadurismo, es producto de la modernidad. La construcción de la figura del Estado Nación en Europa, que se consolida tras el desplazamiento del orden feudal y tiene que ver con la estructuración de un cuerpo taxativo, pero ideológicamente tiene un fundamento relativamente progresista: la creación de una identidad colectiva basada ya no en los linajes nobiliarios sino algo menos elitista, como la lengua común y otros factores culturales.
Esa construcción tendría sus bemoles, y uno de ellos fue el ascenso de una vertiente nacionalista que se constituyó no en arropar lo nacional sino en excluir al distinto. En el Siglo XIX, con el fantasma de la posrevolución francesa y el comunismo internacionalista recorriendo Europa, muchos prejuicios e interpretaciones paranoicas afianzaron en los sectores conservadores la idea excluyente de Nación.
Pero la noción del nacionalismo nunca ha sido lineal. Pensemos por un momento en la cuna del fascismo, que es Italia, país que en el Siglo XIX, a través de un movimiento nacionalista progresista, el Risorgimento, que unificó diversas provincias y disolvió los guetos religiosos, para que todos los ahí vivientes tuvieran derechos plenos sin distingo por su credo.
Eso explicaría que el fascismo, construido poco tiempo después, tuviera en Italia un ingenuo apoyo de muchos italianos de origen judío, quienes pensaban que el exacerbado nacionalismo fascista era una especie de segunda faceta del Risorgimento, cuando en realidad se trataba de un movimiento reaccionario y violento para quienes las minorías eran fichas de apuesta desechables, como lo mostró el propio Mussolini, quien en la recta final de su dictadura asumió los delirios raciales de los nazis y también legalizó el antijudaísmo, con lo que fueron perseguidos incluso precursores históricos del fascismo como el banquero italiano de origen judío Éttore Ovazza, asesinado por las SS en 1943.
Ese tramo difícil de la historia ha hecho pensar que los nacionalismos necesariamente son conservadores y que preconizarlos conlleva necesariamente una especie de semilla fascista. Pero la historia marca lo contrario. Es obvio que todos los fascismos son nacionalistas pero no todos los nacionalismos son fascistas.
El politólogo Daniel Filc reseñó en su momento que había, en su origen, ciertos populismos y nacionalismos que no tenían un carácter conservador y podían incluso derivar en movimientos de izquierdas, y el factor central que los explicaba era que surgían en naciones con un pasado de colonización. En una especie de simplificación no tan injusta, podríamos decir que los nacionalismos progresistas no están en contra del diferente en sí, sino del imperialismo.
De ahí que hoy podamos aún hacer reflexiones sobre el proceso histórico de la Revolución Mexicana, un fenómeno que ha sido señalado, con cierta razón, de ser muy diferente de otras revoluciones de impacto mundial, como la Francesa y la Rusa, por no tener un proyecto ideológico claro, que éstas sí ostentaban tanto en el enciclopedismo como en el marxismo respectivamente.
Y es cierto, la Revolución mexicana fue un proceso complicado articulado en diversas reivindicaciones populares que se resumieron en la simple consigna de “sufragio efectivo, no reelección” y que sólo a posteriori, y ya con la posrevolución hecha gobierno, derivó en un sistema autoritario, cuyo sello ideológico era el “nacionalismo revolucionario”, que sin embargó blandió un proyecto reformista intermitente cuyo punto cúspide fue el gobierno de Lázaro Cárdenas.
Y esa singularidad cardenista se debió precisamente a una recuperación de los preceptos básicos del nacionalismo que dio vida a la Revolución Mexicana y que hicieron de artículos constitucionales como el 27 y 28 el eje rector de su agenda progresista. Bien recordaron la anécdota histórica Pastor Rouaix o Luis Javier Garrido, cuando el Constituyente de Querétaro en 1917 quedó inconforme en la argumentación jurídica que dio el intelectual Andrés Molina Enríquez para confeccionar esos artículos y se prefirió regresar a las tesis históricas de los grupos sociales en el movimiento revolucionario, cuestión que fue mal vista por los intereses extranjeros en México, especialmente petroleros.
En el México contemporáneo, el 20 de noviembre fue una fecha a la que poco a poco se le fue relegando su relevancia histórica. No era para menos, si no se olvida que en la docena infame del panismo, muchos sectores en el poder, los más fanatizados a la derecha, veían a la Revolución como un enemigo histórico y sus historiadores de cabecera la señalaron como un proceso violento más estorboso que constructivo en la historia de México, sin entender que se trató de la primera revolución armada del Siglo XX en el mundo y que, más allá de sus indudables taras, derivó en un proyecto constitucional innovador, donde los derechos sociales fueron institución.
Desde 2018, la reivindicación de la Revolución Mexicana es también una práctica anual, no sólo al afirmar un desfile el 20 de noviembre sino también al señalarla como un antecedente histórico del proyecto gobernante: la Tercera transformación. Hoy, sin embargo, la reivindicación de lo más valioso de la Revolución no debe estar en lo simbólico, sino en el proyecto soberanista que implica saber que México es parte del Mundo pero que debe saber apreciar sus recursos propios y su geopolítica. La soberanía y su defensa no es sólo una cuestión retórica. En un mundo complejo donde el discurso del mundo interconectado y global muchas veces ha disfrazado la ilegitima intención de apropiarse de recursos ajenos, no debemos olvidarlo.
Héctor Alejandro Quintanar
Héctor Alejandro Quintanar es académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, doctorante y profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa, autor del libro Las Raíces del Movimiento Regeneración Naciona
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