Viri Ríos
México no está viviendo un cambio de régimen, sino un cambio en la concepción ideológica de qué es y qué busca el gobierno.
La transición democrática mexicana construyó su entramado institucional bajo la premisa de que el gobierno era una pandilla de bandidos incompetentes cuyas acciones no representan a la ciudadanía. Por ello, toda materia pública que realmente importara, desde la procuración de justicia hasta la regulación energética debía estar fuera de las manos del gobierno.
Esto se lograba ya fuera mediante la privatización por motivos prácticos, como el Seguro Popular, o mediante la creación de instituciones públicas que el gobierno no controlaba, las llamadas autónomas.
Fue así como México se convirtió en un campeón de crear todo tipo de institutos autónomos. Esto es, organismos financiados con dinero público, pero comandados por externos, profesionistas o tecnócratas supuestamente virtuosos que, a diferencia del gobierno, se pensaban como competentes y honestos.
El PRI y el PAN de la transición permitieron la creación de estos órganos, no porque fueran necesariamente más demócratas, sino porque no tenían de otra. Su legitimidad era frágil y provenía de grupos ideológicamente afines al empresariado y a las clases medias y altas urbanas que desconfiaban del estado.
La fascinación por los gobiernos divididos que engolosina a algunos académicos de la transición se gesta en su desconfianza de las masas. Dado que las clases medias y altas no representan más de 30 por ciento de la población del país, y por tanto nunca podrán ser una mayoría, lo ideal es encontrar formas de evitar que las mayorías actúen.
Con gobiernos divididos el cambio institucional era poco probable, y con órganos autónomos se aseguraban de que el gobierno no pudiera tomar decisiones en ciertos ámbitos.
Morena viene de una tradición ideológica completamente distinta que, no solo confía más en el gobierno como representante de la voluntad popular, sino que se ha gestado desde la lógica de “toma todo”. Dentro de Morena, por ejemplo, quien gana una candidatura, gana todo, pues no hay división o repartición del poder por corrientes como lo hacen el resto de los partidos.
Así, bajo la lógica morenista cualquier cosa que impida que el gobierno implemente su agenda es inherentemente antidemocrático, pues favorece los intereses de los tecnócratas, profesionistas o cualquier otra persona que ha logrado tener una posición de poder, por encima de la voluntad popular expresada en las urnas.
Por eso, mientras que para muchos votantes del PRI-PAN la democracia parece estarse terminando, para muchos de Morena nunca había habido más democracia que ahora. No la había porque nunca, desde la transición democrática, un gobierno había podido implementar la agenda por la que fue electo con soltura. El votante de Morena no ve que el gobierno actúe como un problema, pues en el fondo confía en que, si un día está disconforme con el actuar del gobierno, votará por otro partido.
*Lo contenido en este texto es publicado por su autora en su carácter exclusivo como profesionista independiente y no refleja las opiniones, políticas o posiciones de otros cargos que desempeña.
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