2/19/2010


Las palabras de mi general

Jorge Camil

En Vecinos distantes, Alan Riding incluyó un capítulo en el que admiraba el lenguaje enigmático de los políticos del antiguo régimen. Riding, por años corresponsal de The New York Times en México, decía que algunos discursos presidenciales, no obstante la verba florida, eran incomprensibles para la mayoría. Se trataba de piezas de oratoria meticulosamente redactadas para beneficio de unos cuantos o para enviar algún mensaje político. El presidente podía hablar con elocuencia sobre los héroes, la patria y sus valores fundamentales, pero el mensaje entre líneas podía ser de advertencia para alguien que no jugaba con las reglas del sistema.

Sobre la retórica rimbombante de nuestros políticos también se pronunció Octavio Paz. En el prólogo a la versión inglesa del maravilloso libro de testimonios de Elena Poniatowska, Massacre in Mexico, Paz resumió las aspiraciones populares de 1968 como el deseo de democratizar un sistema presidencialista monolítico, que se comunicaba con el pueblo en monólogos intoxicados por una retórica superior que los envolvía como una nube.

Así, con una retórica superior, habló el general Guillermo Galván Galván en el 97 aniversario de la Marcha de la Lealtad. Se refirió enigmáticamente a los detractores de México que quieren dividir a los soldados de aire, mar y tierra. Faltó decir quiénes son y qué pretenden, porque el comentario deja flotar la amenaza de que en esta época de gran turbulencia política hubiesen además fracturas entre los miembros de las fuerzas armadas. Por otra parte, sería impensable que la referencia fuese a los comentaristas que criticamos la participación del Ejército en la guerra contra el crimen.

En Cuernavaca, de la mano de la DEA (La Jornada, 08/1/10) concluí que la participación de la Armada, cada día más involucrada en la elusiva guerra contra el crimen, y la extraña ausencia del Ejército en ese operativo, se debió a la creciente insistencia de que el jefe de jefes vivía y operaba en Morelos protegido por la policía y miembros del Ejército. Terminé esa colaboración especulando: “¿qué hará el gobierno si se corrompe la Marina: recurrir a los marines de las barras y las estrellas?” Me pregunto si comentarios de esa índole sean suficientes para calificar a los autores como detractores de México. Peor aún, ¿serán suficientes para dividir a los soldados de aire, mar y tierra? ¡Parecería inverosímil que los analistas políticos tuviésemos tanto poder! Creo, más bien, que en este punto las palabras del general constituyen, como expresó el editorial de La Jornada, un faccionalismo fuera de lugar, y una amenaza inaceptable a la libertad de expresión (2/10/10).

Olvidando las funciones que le confieren las leyes, y la respetuosa neutralidad que las fuerzas armadas habían conservado hasta hoy, el general expresó libremente las prioridades sociopolíticas del Ejército. Afirmó sin ambages: desde nuestro ámbito miliciano las prioridades del México contemporáneo deben quedar enmarcadas en dos grandes objetivos: la cohesión social y el acuerdo político. (Lo siento, mi general, ambos pertenecen al área de la política, y por tanto están fuera del ámbito miliciano y de las funciones constitucionales del Ejército.) Conviene recordar que ni en la época dorada del régimen anterior (cuando fuimos gobernados por presidentes militares y la relación con el Ejército era prácticamente simbiótica) se había pronunciado el Ejército en forma tan decidida a favor de las prioridades políticas del gobierno en turno. ¡El genio se salió de la botella y adquirió vida propia!

Con la libertad que le da saberse uno de los pilares del régimen, el general adoptó sin condiciones la reforma política de Felipe Calderón. En este punto hizo otro comentario fuera de lugar: enfatizó el apoyo decidido de los cadetes del Heroico Colegio Militar contra las aviesas intentonas de quienes se oponían a la convicción política de Madero (¿califica de aviesos a los opositores de la Reforma?). También recordó, a manera de advertencia, que en la época de Madero el rumor, la intriga y la crítica destructiva crearon un ambiente de descomposición social que culminó en amargos desenlaces (¿así de grave percibe la situación?). En franco contraste con la actitud del secretario, dispuesto a dar todas las batallas, sin la mínima confusión, algunos altos mandos del Ejército y la Armada se muestran preocupados: solicitan con urgencia un marco legal para protegerse contra las decisiones equivocadas del poder político. Les preocupan las consecuencias legales que sufrieron quienes participaron en la guerra sucia en los 70 (La Jornada, 15/2/10).

El general tuvo palabras para todos. A quienes especulan que en 2010 pudiese revivir la violencia, les advirtió: mal haríamos en ver nubarrones en el porvenir o hacer cábalas con las coincidencias cronológicas para emplearlas como matriz de nuevas rediciones violentas. Con ese inusitado discurso el Ejército, que salió inopinadamente de los cuarteles para combatir el narcotráfico, ingresó de lleno en el contexto de la política nacional.

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¿Quién controla a las fuerzas armadas?


Gilberto López y Rivas

En noviembre de 1998 se efectuó en el Congreso de la Unión el primer foro en torno de las fuerzas armadas mexicanas, en un país donde lo militar era y sigue siendo tema tabú de la política nacional. Ilusamente se consideraba posible hacer reformas sustanciales en esta materia, tanto constitucionales como legales, en el contexto de una transición democrática del Estado y la sociedad del México contemporáneo.

Pasada más de una década y habiendo experimentado la alternancia con dos gobiernos de Acción Nacional en la Presidencia de la República, se observa que no sólo no se ha dado dicha transición ni se han hecho reformas al respecto, sino incluso el sector castrense se caracteriza cada vez más por su opacidad, sus prácticas y misiones violatorias de la Constitución y los derechos humanos, y, ahora, por una injerencia en la política nacional del general secretario Guillermo Galván que fue acertadamente calificada de improcedente por nuestro periódico en su editorial del 10 de febrero (La Jornada).

El diagnóstico que hacíamos en ese foro sobre las fuerzas armadas sigue vigente. Hasta la fecha, no existe supervisión ni mucho menos control parlamentario ni mecanismos de escrutinio desde la sociedad y las instituciones civiles sobre los militares, quienes se escudan en su fuero de guerra, la secrecía que rodea el presupuesto militar, y sobre todo en la ausencia de una revisión de su ejercicio y comprobación por una contraloría independiente de la cadena de mando; todo ello para continuar la impunidad y discrecionalidad con la que conducen sus misiones y vida institucional, y ejercer un alto grado de autonomía.

Así, rompiendo con el principio de la separación de poderes, el Legislativo no controla a los militares, mientras el Judicial renuncia a sus obligaciones constitucionales y no interviene en los numerosos casos en que integrantes de las fuerzas armadas incurren en conductas ilegales, delictivas y violadoras de las garantías individuales y los derechos humanos de la población, debilitando aún más el control civil que supuestamente se tiene sobre la milicia y estimulando la supremacía militar de facto en asuntos de justicia y, por ende, en la vida política y social.

Desde la llegada de un civil a la Presidencia en 1946, los militares mexicanos han tenido que demostrar su lealtad a gobiernos antipopulares que institucionalizaron el recurso de la violencia castrense para librarse de opositores, llevar a cabo campañas contrainsurgentes regionales y reprimir protestas sociales nacionales. Miguel Alemán utilizó al Ejército para contener las manifestaciones de descontento y afianzar el desmantelamiento de los beneficios sociales establecidos durante el gobierno de Lázaro Cárdenas. En 1956 se usaron las tropas para romper la huelga estudiantil politécnica y ocupar durante dos años las instalaciones del Instituto Politécnico Nacional. Más tarde se utilizó el cuerpo de transmisiones militares para imponer la requisa y romper la huelga de los telegrafistas. En 1959 se usó al Ejército para aplastar la huelga ferrocarrilera y detener su dirección sindical; igualmente se reprimió el movimiento de electricistas y el del magisterio. Díaz Ordaz ordenó la sustitución de médicos paristas por médicos militares y la ocupación con tropas de las universidades de Michoacán, Sonora, Tabasco y Sinaloa en paro. Eso, antes del movimiento estudiantil-popular de 1968, masacrado por las fuerzas armadas. Díaz Ordaz y Luis Echeverría utilizaron al Ejército como instrumento principal en el aniquilamiento de la guerrilla rural y urbana. Echeverría creó el grupo paramilitar Brigada Blanca, que jugó un papel fundamental en la guerra sucia. Carlos Salinas usó a los militares para arrestar a líderes sindicales, disuadir manifestaciones de la oposición en Guerrero y Michoacán e iniciar la contrainsurgencia en Chiapas. Ernesto Zedillo continuó la guerra de desgaste contra los zapatistas, iniciando cambios importantes en la naturaleza de las fuerzas armadas para servir principalmente como instrumento represivo en el mantenimiento del orden neoliberal.

La subordinación de los soldados ha sido acrítica, pasiva, mecánica, respecto del gobierno en turno. Nunca ha importando el grado de legitimidad política del mandatario. Tampoco es un obstáculo a la obediencia militar que los procesos electorales hayan sido irregulares, fraudulentos y cuestionados. Mucho menos la asignación de misiones que involucran a militares en la contención del descontento social. Las fuerzas armadas apuntalaron e hicieron posible la imposición de autoridades civiles carentes de legitimidad democrática comprobada en 2006 y han apoyado las políticas represivas y autoritarias del gobierno espurio de Felipe Calderón, plenamente volcadas hacia la vigilancia del orden interno y la contrainsurgencia, usurpando funciones de seguridad pública y desgastándose en una guerra contra el narcotráfico para la cual no están preparadas y saben perdida de antemano.

Tampoco existe control legislativo ni información a la sociedad sobre los convenios de cooperación militar con otros países, en particular con Estados Unidos, transfiriéndose armas y equipo estadunidense a México con la misma discrecionalidad y secrecía. Incluso, hay iniciativas de ley en el Congreso para permitir tropas extranjeras en territorio nacional, preparando el marco jurídico para una eventual ocupación militar de nuestros buenos vecinos para imponer la democracia, y de paso quedarse definitivamente con nuestro petróleo y otros recursos estratégicos, como hacen en Irak y Afganistán.

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