Arnaldo Córdova
Nunca
será demasiado volver una y otra vez a señalar que la Constitución no
es una norma como cualquier otra. De hecho, la Carta Magna no es una
norma. Como lo enuncia su artículo 39, ella es un pacto,
signado por los ciudadanos integrantes del pueblo; es el acuerdo
popular para darse un régimen de gobierno, un ordenamiento democrático
y un sistema de justicia decididos por los ciudadanos permanentemente.
El objetivo es el bienestar y el beneficio del pueblo mismo y de todos
los integrantes de la sociedad (la nación, como la denomina el artículo 27).
No es sólo un pacto fundador, en el tiempo, sino un pacto
fundacional, permanente, que edifica el estado de derecho y sus
instituciones y los renueva constantemente. El pacto es el escudo que
permite y procura al pueblo la protección y la defensa de sus derechos
frente a la opresión y el mal gobierno. El Estado aparece, por eso,
decidido y conformado permanentemente por el pueblo. El sufragio es el
elemento clave a través del cual se manifiesta la voluntad popular. Las
instituciones sólo subsisten si respetan este principio fundador.
La Constitución es el pacto protector de las instituciones del
pueblo y puede ser modificada en su letra y en su texto, pero no puede
ser cambiada en sus institutos protectores, como la distinción que ella
hace entre el pueblo de los ciudadanos y la nación de los mexicanos, el
principio de la división de poderes, la definición del patrimonio
nacional, el sistema de los derechos humanos y el sistema democrático
de designación de los funcionarios y representantes del Estado. El eje
de todo este conjunto institucional se da en el artículo 39.
Todos los mexicanos tienen la protección de su existencia y de sus
derechos, precisamente, en el conjunto de esas instituciones populares
y democráticas. Pero no sólo. La Constitución es, asimismo, un pacto
protector de los derechos de los diferentes sectores que integran la
sociedad mexicana. Cambiar los términos de ese entramado garantista y
protector es cambiar el pacto mismo o dejarlo sin ninguna razón de ser.
La Constitución garantiza la protección de los trabajadores y
habitantes del campo a través de su articulo 27, que les otorga la
posesión de la tierra y su disfrute. Independientemente de lo que pueda
argüirse sobre el destino de la reforma agraria, ése es el sentido del
pacto.
El poder del Estado está para servir a todos y no puede ejercerse
para favorecer a unos cuantos o ponerse al servicio de grupos privados.
La Constitución garantiza la existencia de los trabajadores asalariados
que forman la inmensa mayoría de la población a través de las
instituciones protectoras del artículo 123. Todos sabemos que ese
artículo es de los menos observados en la vida cotidiana del país; pero
sigue ahí, como base de la convivencia pacífica de las relaciones
sociales y de la solución ordenada de los conflictos.
La Constitución se ha enriquecido con la inclusión en su articulado
de disposiciones protectoras para los más diversos sectores de la
sociedad, como nuestros pueblos originarios o las mujeres. Es un pacto
de convivencia social que mira a hacer valederos los derechos de todos
los individuos y los grupos sociales, así como a proporcionar a todos y
al mismo Estado los instrumentos para definir esa convivencia y hacerla
efectiva. La definición de la sociedad que ahora es pluriétnica y
pluricultural lo dice todo en este respecto.
La
reciente precisión introducida en el texto constitucional sobre su
extensión protectora de las personas y de los individuos al establecer
que el antiguo planteamiento de las garantías individuales no era
limitativo, sino prescriptivo y que la protección de la vida, las
posesiones y los intereses de todos los mexicanos y quienes se acogen a
esa protección debe comprender todo el conjunto de los instrumentos
internacionales que consagran los derechos humanos. Independientemente
de que muchos piensen que hay una diferencia jerárquica entre nuestra
Carta Magna y los tratados internacionales, esos tratados forman parte
de nuestra institucionalidad constitucional.
Pues todo ese armazón de instituciones fundadoras y protectoras se
está desmantelando y aboliendo por el conjunto de reformas
anticonstitucionales que el gobierno de Peña Nieto ha hecho aprobar en
el Congreso. Todas ellas han estado dirigidas a destruir el antiguo
pacto de la nación mexicana. Sus instituciones fundamentales ya no
serán las mismas. Y destaca el hecho esencial de que todos los
principios de la convivencia social a los que daba lugar el pacto están
siendo subvertidos para anular los derechos y las prerrogativas de los
más amplios sectores de la población mexicana.
Ya no podremos hablar de un régimen popular y social de derechos y
garantías, sino tan sólo de un nuevo régimen en el que se reinstituyen
antiguos privilegios de grupos elitistas que ahora vienen a sustituir a
las mayorías, a cuyos intereses servía el antiguo pacto. México deja de
ser el país plurisectorial y pluriclasista que era antes, para volverse
el nuevo país de los dueños de la riqueza y del poder. El pacto
fundador del Estado mexicano del siglo XX está moribundo y será, en
adelante, un factor de desestabilización social y de desequilibrios que
nadie sabe en qué pueden parar.
La reforma laboral implica la abolición total del artículo 123 y
todo su complejo sistema de convivencia de los llamados factores de la
producción, los trabajadores y los empresarios. Los trabajadores han
sido entregados, atados de pies y manos, a sus voraces explotadores y a
éstos se les ha entregado el dominio pleno y particular del régimen de
las relaciones laborales. Se prometieron más empleos y mejores salarios
y, luego de un año, no hay nada de eso. La sobrexplotación de los
trabajadores y su relegación económica están a la vista.
La reforma energética es la más desastrosa de todas. Ella significa
la total anulación del régimen de propiedad de la nación sobre sus
bienes primordiales, como el territorio, el subsuelo y los fondos
marinos. Ya no hay una nación poseedora de un patrimonio propio. Sólo
una entelequia que se quedará con algunas siglas sin ningún contenido
real: Pemex, CFE. Sus antiguas riquezas que se buscaba preservar para
todos los mexicanos ahora serán pasto de la avaricia y la sed de lucro
de los privados, en especial trasnacionales. México como país soberano
ha cesado de existir.
La Constitución está moribunda. El pacto social y político que
encarnaba no existe ya. Lo que hoy tenemos es una oligarquía convertida
en sistema dominante. Tenemos el gobierno de los ricos más ricos y el
dominio absoluto del dinero con sus secuelas de corrupción,
dilapidación y desperdicio que es propio de los regímenes
plutocráticos. Enrique Peña Nieto es el sepulturero de la Constitución
de 1917.
Me voy de vacaciones. Nos veremos aquí de nuevo en unas semanas.
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