Cristina Pacheco
Es
su primer día de trabajo en la Residencia. Patricia ignora todo acerca
de su funcionamiento y aún no logra orientarse en el edificio. Si en
este momento alguien le preguntara dónde están la cocina o el almacén
de ropa blanca no sabría decirlo. La conduce Daniela, una mujer de
melena espesa teñida de rojo y peinada en amplias ondas rígidas.
Patricia se pregunta cuánto tiempo le llevará a su instructora
arreglarse el pelo con tanto esmero y si hay alguien allí que será
capaz de apreciarlo.
Mientras suben las escaleras, Daniela habla acerca de horarios y
rutinas; también le advierte que no les dirá a los huéspedes que ella
será su nueva terapeuta. El licenciado Alcorta, director de la
institución, quiere notificárselos personalmente. Por el acento de
Daniela, Patricia sospecha que su jefe podría ser el destinatario de su
hermoso peinado.
Cuando llegan al primer piso Daniela asume una actitud menos formal,
se asoma a las habitaciones y saluda a los residentes por su nombre.
Los aludidos dejan de sonreír en cuanto ven a Patricia. Su presencia,
como la de cualquier extraño, los inquieta; temen que sea portadora de
malas noticias: el cierre de la Residencia, aumento de las
mensualidades o la clausura del pabellón en donde se reúnen para
festejar los cumpleaños, la llegada de un nuevo huésped y también su
partida.
Patricia conoce esos detalles porque esa mañana, cuando vio en un
ángulo del jardín la construcción hexagonal de vidrios opacos, preguntó
que usos tenía.
–Allí los residentes se reúnen para hacer lecturas en voz alta,
celebrar los cumpleaños, darles la bienvenida a los de nuevo ingreso o
despedir, después de sepultados, a los que mueren.
–Eso debe ser algo muy triste –afirmó Patricia.
–No. Antes pensaba lo mismo. Después comprendí que es todo lo
contrario. La ceremonia les permite sacar a relucir las cualidades del
ausente y disculparse por algún pleito que hayan tenido con él. Entre
nuestros viejitos se dan, y con más frecuencia de lo que te imaginas.
–Pensé que en un sitio como este todo sería amistoso, calmado, suave.
–Te advierto que aquí no hallarás ángeles. El hecho de que los
residentes sean ancianos de ninguna manera significa que sean mejores o
peores que el resto de las personas. Cuando los conozcas verás que
tienen ilusiones, celos, rencores, caprichos, sueños, miedos y que son
muy hábiles para engañarnos o engañarse cuando no quieren ver la
realidad.
–Como hacemos todos.
II
Terminado el recorrido, ya en la oficina, Daniela sigue
explicando el funcionamiento de la Residencia en sus aspectos más
concretos. Se interrumpe cuando Patricia alza la mano y pide la palabra:
–Sabes que esta es mi primera experiencia de trabajo.
Para hacerlo mejor me gustaría saber algo más de las personas con
quienes voy a tratar: ¿de dónde vienen, por qué están aquí, cómo
llegaron, a qué se dedicaban? –Patricia hace una pausa: –¿Quién es la
anciana de ojos grises que parece muñeca de seda?
–Se
llama Lily. Fue cantante de ópera. Tiene un hijo, creo que el padre era
italiano: Leonardo. Lo he visto sólo tres veces: el día en que vino a
conocer nuestras instalaciones, cuando trajo a su madre en calidad de
huésped temporal y el único domingo que ha venido de visita. Aquella
tarde acompañé a Lily y a su hijo hasta la puerta. Oí a Leonardo
decirle a su madre que volvería a recogerla en un mes, cuando de seguro
estaría en condiciones de alojarla en un departamento. Desde entonces
han pasado tres años sin que tengamos más noticias de él que los pagos
mensuales que deposita en el banco.
–Un gesto muy generoso en un hombre que abandona a su madre.
–Lily no quiere aceptarlo. Se enoja cuando se lo digo. Insiste en
que Leonardo volverá en cualquier momento y por eso tiene todas sus
cosas en maletas. Las abre sólo para sacar la ropa del día y alguna de
sus partituras. Las lee como si fueran libros. Dice que oye la música
en su cabeza. Para demostrármelo, tararea. Me afecta mucho cuando lo
hace, no sé por qué.
Con un gesto, Daniela marca el punto final de su relato y Patricia se apresura a formularle otra pregunta:
III
–¿Quién es el hombre al que encontramos en bata, de espaldas a la puerta, viendo un partido de futbol en una pantalla gigante?
–Don Bruno. Un maniático de primera: sólo ve el canal de deportes,
no se pone dos veces la misma camisa, limpia los cubiertos antes de
usarlos y mira los vasos a trasluz para cerciorarse de que no tengan
huellas. Además, casi no sale de su cuarto y habla poco, pero cuando lo
hace... ¡Olvídate! Una vez, hace tiempo, lo encontré discutiendo con su
nieta Paulina y la pobre salió llorando.
–Pensé que ese hombre no tenía familia.
–Pues tiene hijos, nietos, esposa. Se llama Francisca y vive en otro
asilo porque ni ella ni él quieren estar juntos: se odian. Me lo dijo
Paulina la noche en que salió de aquí llorando y tristísima porque sus
abuelos llevaban años sin hablarse.
–Pero ¿por qué?
–Paulina es la única en saberlo y eso porque le suplicó a su abuela
que se lo dijera. El caso es que una tarde doña Francisca encontró un
portafolios en donde su marido tenía escondidas unas fotos horribles.
En ese mismo momento las quemó pero no pudo perdonar la ofensa y esa
noche habló por última vez con su marido. Él estuvo de acuerdo en la
separación y en que vendieran la casa. Cuando al fin lo consiguieron,
citaron a la familia para informarla de que habían decidido vivir cada
quien por su lado. Gracias al dinero que obtuvieron por la venta, ella
pudo alojarse en un asilo de Cuernavaca y él en esta residencia.
–¿Qué habría en aquellas fotos que los dañaron tanto?
–Nada angelical, te lo aseguro.
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