Héctor Alejandro Quintanar*
La deriva autoritaria, donde académicos firmaron un diagnóstico que, en esencia, acusó al gobierno de López Obrador de encaminar el país a una concentración de poder que socavaba al pluralismo mediante la destrucción de instituciones. Quizá sin proponérselo ese texto fue una especie de documento fundacional que articuló la alianza PAN-PRI-PRD.
Tras el fracaso electoral que ha padecido esa alianza desde 2021
–donde sus dos partidos principales perdieron 18 gubernaturas (11 el
PRI, siete el PAN); y permanecen como minorías en congresos locales, en
la cámara federal y el Senado, y donde perdieron la Presidencia de la
República en 2024–, es de señalar que parte de la crisis de los dos
sobrevivientes de la alianza PRIANRD se debe a la debilidad y tono
apocalíptico que implicó su tesis de la deriva autoritaria
.
Ese diagnóstico partía de premisas erróneas, como acusar riesgos en la libertad de expresión sin mencionar casos de periodistas censurados por la voluntad presidencial; en un entorno donde el grueso del ecosistema mediático enfocó sus baterías contra la 4T. Esa oquedad no sólo es falsa, sino una falta de respeto contra voces que sí lidiaron con la venalidad censora de Peña o Calderón.
Adoptar la proclama de la deriva autoritaria
significó para el
PAN un descuadre ideológico. El partido dio indicios el sexenio pasado
de no saber cuál identidad confirmar como protagónica. Dos ejemplos: en
2021, senadores panistas, con Lilly Téllez a la cabeza, firmaron la Carta de Madrid para ligarse a extremas derechas como Vox; asumirse como fuerza política retardataria y refreír los prejuicios de la guerra fría.
Sin embargo, poco después sería el PAN el partido que, sin democracia
interna, postuló como candidata presidencial a Xóchitl Gálvez, a quien
abanderaron no sólo esperanzados en que fuera una suerte de producto
milagro, sino porque pretendían que, con su supuesto perfil alivianado y
progresista, le arrebatara votos al electorado obradorista, bajo el
compromiso de mantener la política social de la 4T.
Esa dualidad refleja un dilema identitario. ¿Qué hacer? ¿Adoptar una pose intransigente que desde la derecha más oscurantista interpelara al voto conservador? ¿O mejor dotarse de una fachada moderna, capaz de incluir derechos sociales e inclusión en su agenda, para así interpelar a un sector más amplio del electorado? La salida no fue acertada: el PAN adoptó un discurso intransigente, pero acciones zigzagueantes, donde, verbigracia, un día juraban mantener programas sociales, mientras diputados habían votado contra ellos y muchos de sus voceros acusaban de ninis a sus beneficiarios.
Con la débil consigna de la deriva autoritaria
a
cuestas, hay que señalar que la crisis de resultados electorales del PAN
viene de lejos: en 2012, convertido en apéndice de la sevicia
calderonista, se tornó en el primer partido que, como entidad
gobernante, se fue al tercer lugar en una elección presidencial. Pero
desde entonces su autocrítica ha sido escasa y sus autocríticos
ninguneados.
El PAN se ha evidenciado en los últimos años como aparato que ve el
gobierno como plataforma de lucro personal. De ahí que aliarse con
rivales históricos como el PRI o el PRD fuera más producto de
desesperación que de pragmatismo. Su discurso contra la deriva
autoritaria, sus salmodias antipopulistas y su llamado a articularse sin
chistar en causas inasequibles (la marea rosa) fueron una
mascarada evidenciada por sus dirigentes: al mismo tiempo que el PAN
alertaba contra una presunta democracia en riesgo, su dirigente Marko
Cortés se repartía con el priísta Alito –en un modo más
gansteril que antimeritocrático–, notarías, órganos autónomos o
direcciones de universidades en Coahuila, acto ilegítimo que, para
colmo, el PRI no acató, en un acto que eximió al tricolor no por la ingenuidad inepta de Cortés, sino por lo de que ladrón que roba a ladrón
.
Hoy el PAN renovó dirigencia. Cortés dejó un instituto debilitado en manos de Jorge Romero, quien simboliza sin cortapisas la crisis del partido. Líder central de un cacicazgo gestor de corruptelas en la construcción, cuyo entorno se encuentra hoy preso, prófugo o confeso, Romero significa el ascenso en el PAN de un grupúsculo que ha hecho del partido en la Ciudad de México un coto y de los gobiernos locales ganados un nido de transas: el llamado cártel inmobiliario.
En la elección pasada parecía cinismo terminal que postulara en la alcaldía Benito Juárez, matriz del cacicazgo inmobiliario, al hermano de un panista preso, y como candidato a jefe de Gobierno a otro miembro del cártel. La asunción de Romero parece indicar que el partido pretende expandir esa iniquidad local a escala nacional. De la farsa de la deriva autoritaria el PAN pasa a la real deriva inmobiliaria, encabezado por un grupo para quien el gobierno es negocio y cuya renovación es cosmética: atrás quedan las barbas virreinales del Jefe Diego y las suplen los usos de los mirreyes en el poder.
*Autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional
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