La Jornada
En previsión de marchas
y plantones que pudieran causarle retraso, Ignacio abordó un taxi a las
diez. Está citado en un despacho de Madero a las doce del día. Consulta
su reloj. Antes de esa hora le queda mucho tiempo libre. Decide
invertirlo en pasear por las calles, que a esa altura de la mañana aún
son transitables.
Las cortinas metálicas de las tiendas empiezan a levantarse y
producen un extraño concierto que enriquecen los cláxones y el tañido de
las campanas. Al cambiarse de acera Ignacio ve a dos empleadas de
guardia junto al aparador de una zapatería. De niño estuvo allí varias
veces. El recuerdo despierta su interés por entrar en el
establecimiento. En cuanto traspasa el umbral lo aborda la más bajita de
las empleadas:
¿Buscaba algo en particular, caballero?
No, gracias. Sólo voy ver, gracias, responde Ignacio en dirección a la vitrina donde se exhibe el calzado masculino.
II
En el centro, entre una gran variedad de estilos y
colores de zapatos, destaca la figura en bronce de un maestro remendón
que clavetea una bota metida en una horma. Después de tantos años de no
verlo, a Ignacio le da gusto que el
viejosigue allí, con sus arrugas en la frente, el mandil de carnaza caído de un tirante y sus toscos chanclones. Esa escultura y un espejo cóncavo (ojalá que aún exista) eran los emblemas del establecimiento.
Ignacio lo conoce desde que lo llevaban a comprar sus zapatos. Era
toda un acontecimiento y exigía preparativos especiales: bañarse la
noche anterior y, a la mañana siguiente, desayunar temprano y correr
hasta la parada del camión. En el trayecto de la casa al centro, sin
importar que otros pasajeros la escucharan, su abuela le recordaba que
debía cuidar mucho sus zapatos nuevos y que sólo iba a usarlos
para saliry en ocasiones especiales.
En aquellos momento nunca faltaba una señora que interviniera
diciendo que eso mismo advertía a sus hijos; pero era inútil, porque los
muchachos acababan poniéndose los zapatos nuevos hasta para jugar
futbol, sin importarles el gasto que habían hecho
sus pobres padres.
Ante las inesperadas intromisiones, Ignacio se tornaba huraño y su abuela lo reconvenía:
¿Por qué esa cara tan fea? ¿No estás contento porque vas a estrenar zapatos? Anoche te vi muy ilusionado y mírate ahora... ¿Quieres que nos regresemos a la casa? ¿Eso quieres?Él neutralizaba la amenaza fingiendo una sonrisa beatífica, cuando en realidad odiaba a todo el mundo, en especial a las señoras metiches que convertían su viaje al centro en un infierno.
Sumido en la evocación, Ignacio lamenta que para los niños de
hoy no sea tan emocionante estrenar zapatos. Para él significaba un
gusto que se repetía cada año, en septiembre, cuando la celebración de
las fiestas patrias en la escuela terminaba con un desfile por las
calles alrededor de su primaria. ¡Momento ideal para exhibir los zapatos
nuevos!
III
Ignacio lleva 10 minutos frente al aparador y no han
llegado clientes. Le gustaría que apareciera uno que lo liberara de la
empleada chaparrita. Sigue observándolo, ávida de cualquier indicio que
le anuncie una venta. Él sabe que no comprará nada y siente lástima por
ella.
Tal vez sea su primer trabajo o su primera jornada en la zapatería o
el gerente la obligue a una cuota diaria de compradores. Si no la
alcanza es probable que amenace con despedirla en términos ventajosos
para él:
Si ahorita te corro, en menos de cinco minutos llegará tu remplazo. Las calles están llenas de mujeres dispuestas a ganar lo que sea con tal de tener trabajo.Ignacio se burla de sí mismo por ser tan imaginativo. Quizá la vendedora sea parienta cercana del dueño, él no le exija nada y en cambio le da oportunidad de adiestrarse en el comercio.
Sabe que es muy temprano y, sin embargo, Ignacio vuelve a consultar
su reloj como para indicarle a la chaparrita que tiene prisa y debe
irse. Da tres pasos y la muchacha literalmente corre hacia él:
¿Ya se decidió por algún modelo?Sin esperar la respuesta, con un ademán, lo invita al interior de la zapatería. Él acepta aunque no piense comprar nada, sólo por mantenerle la ilusión de que está a punto de hacer una venta.
IV
La empleada, que ya se presentó como Alma, le ofrece una
butaca de vinilo y se aleja para traer de la bodega los modelos de
otoño. Ignacio se probará uno o dos y luego dirá que no, que muchas
gracias. El momento va a ser incómodo. Puede ahorrárselo con sólo
levantarse y salir. Cuando se dispone a hacerlo descubre en un rincón el
espejo cóncavo frente al que, de niño, inventaba visajes que divertían a
su abuela.
Tentado de repetir la experiencia, se acerca al espejo deformante y,
como supone que nadie lo ve, empieza a hacer muecas. Enrojece al oír la
risa de Alma, aunque no sabe si la provocaron sus bufonadas o la dicha
de verse a punto de cerrar una venta.
Minutos después, Ignacio abandona el establecimiento. Lleva una bolsa
en la mano y, renovada, la grata sensación de que estrenará zapatos.
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