Sara Sefchovich
Pobres y miserables
Pobre, dice el Diccionario de la Lengua Española, se define como “desdichado, infeliz, necesitado, falto de lo necesario para vivir o que lo tiene con mucha escasez”. Esa carencia o insuficiencia, dicen los estudiosos, es de alimentos, vivienda y servicios, de salud y educación, pero también de acceso a ciertos bienes que son los que se acostumbran (y se han vuelto necesarios) en la sociedad: desde shampoo hasta refrigerador, desde información hasta diversiones. Por eso Abraham Maslow definió las necesidades básicas en una jerarquía formada por cinco niveles: “Las fisiológicas, las de seguridad, las afectivas, las de estima y las de necesidad de autorrealización o realización de las potencialidades”.
En el imaginario mexicano se adora a los pobres. Esto viene desde principios del siglo XIX, cuando para “renegar de la España que se ha complacido en devorarnos”, como decía Altamirano, los escritores (Fernández de Lizardi, Prieto, Payno, Cuéllar, Altamirano, De Campo) decidieron “mexicanizar la literatura”, lo cual significaba, según ellos, “exponer flores de nuestros vergeles y frutas de nuestros huertos deliciosos”, como decía Prieto. Esas flores y esos frutos fueron los que la Colonia había desdeñado: lo rústico, lo pobre, lo sencillo, o como decía Tomás de Cuéllar: “La china, la polla, la cómica, el indio, el chinaco, el tendero”.
“Una minoría culta decide mirar al pueblo, idealizarlo y declamarlo”, afirma Raimundo Lazo.
Por eso las novelas y crónicas del siglo XIX son el retrato de figuras y escenas populares de las que surgirían los que se considerarían los “tipos mexicanos”, que tuvieron “proyección nacional y larga vida en el imaginario colectivo”, según ha escrito Enrique Florescano.
Y en efecto, hoy día sigue siendo así. Los más importantes escritores de México son aquellos que miran fascinados a los pobres: Carlos Monsiváis considera que siempre la razón está de su lado y esto “no admite el método Rashomon”; Elena Poniatowska se conmueve ante los juanes, las marías y los niños de la calle: “pájaros sin nido”, “alicaídos, tratando de pasar entre los coches, golpeándose en contra de las salpicaderas, atorándose en las portezuelas, magullando sus músculos delicados, azuleando su piel de por sí dispuesta a los moretones”; José Emilio Pacheco los ve bellos siguiendo, según dicen Ignacio Corona y Beth Jorgensen, “la venerable tradición platónica que iguala lo bueno con lo bello”; y lo mismo hace José Joaquín Blanco, quien los admira de manera total y sin cuestionamientos.
Para él los ricos son siempre arrogantes y vulgares, “con su payez opulenta”, que se sienten “pequeños potentados llenos de presunciones ridículas, andando y desandando almacenes y bancos, trepando unos milímetros más en la escala del saqueo y la transa, el cerebro atascado de mensajes electrónicos y de consumo”, mientras que los pobres, “la muchedumbre sucia y astrosa con sus panzas voluminosas, mal nutridos, extenuados y sudados, con los rostros fatigados, atormentados por la miseria y sus cotidianos trajines”, son siempre dignos y hasta hermosos.
De acuerdo con estos escritos, la miseria y la pobreza son lo mismo. De hecho, el diccionario citado define como miserable también al desdichado e infeliz, mismos adjetivos con que define al pobre. Pero, además, dice que miserable es “avariento, perverso, abyecto, canalla”. Entonces pobre y miserable no son lo mismo, y por lo tanto se puede ser pobre sin ser miserable y al revés.
En México estamos viendo a muchos miserables. Hay entre nosotros personas que venden y personas que compran a una bebé por unos cuantos miles de pesos, hay entre nosotros personas que cambian a un niño (el suyo), por un terreno. Su argumento para hacerlo es que son pobres, que quieren tener los bienes que hoy se han vuelto “necesarios” para vivir, para tener autoestima y autorrealizarse, como dice Maslow.
Pero en realidad son miserables. A ellos se les aplica lo que dice una personaja pobre de Poniatowska: “Soy peor que la basura, no soy nada. Soy basura porque no puedo ser otra cosa”.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
En el imaginario mexicano se adora a los pobres. Esto viene desde principios del siglo XIX, cuando para “renegar de la España que se ha complacido en devorarnos”, como decía Altamirano, los escritores (Fernández de Lizardi, Prieto, Payno, Cuéllar, Altamirano, De Campo) decidieron “mexicanizar la literatura”, lo cual significaba, según ellos, “exponer flores de nuestros vergeles y frutas de nuestros huertos deliciosos”, como decía Prieto. Esas flores y esos frutos fueron los que la Colonia había desdeñado: lo rústico, lo pobre, lo sencillo, o como decía Tomás de Cuéllar: “La china, la polla, la cómica, el indio, el chinaco, el tendero”.
“Una minoría culta decide mirar al pueblo, idealizarlo y declamarlo”, afirma Raimundo Lazo.
Por eso las novelas y crónicas del siglo XIX son el retrato de figuras y escenas populares de las que surgirían los que se considerarían los “tipos mexicanos”, que tuvieron “proyección nacional y larga vida en el imaginario colectivo”, según ha escrito Enrique Florescano.
Y en efecto, hoy día sigue siendo así. Los más importantes escritores de México son aquellos que miran fascinados a los pobres: Carlos Monsiváis considera que siempre la razón está de su lado y esto “no admite el método Rashomon”; Elena Poniatowska se conmueve ante los juanes, las marías y los niños de la calle: “pájaros sin nido”, “alicaídos, tratando de pasar entre los coches, golpeándose en contra de las salpicaderas, atorándose en las portezuelas, magullando sus músculos delicados, azuleando su piel de por sí dispuesta a los moretones”; José Emilio Pacheco los ve bellos siguiendo, según dicen Ignacio Corona y Beth Jorgensen, “la venerable tradición platónica que iguala lo bueno con lo bello”; y lo mismo hace José Joaquín Blanco, quien los admira de manera total y sin cuestionamientos.
Para él los ricos son siempre arrogantes y vulgares, “con su payez opulenta”, que se sienten “pequeños potentados llenos de presunciones ridículas, andando y desandando almacenes y bancos, trepando unos milímetros más en la escala del saqueo y la transa, el cerebro atascado de mensajes electrónicos y de consumo”, mientras que los pobres, “la muchedumbre sucia y astrosa con sus panzas voluminosas, mal nutridos, extenuados y sudados, con los rostros fatigados, atormentados por la miseria y sus cotidianos trajines”, son siempre dignos y hasta hermosos.
De acuerdo con estos escritos, la miseria y la pobreza son lo mismo. De hecho, el diccionario citado define como miserable también al desdichado e infeliz, mismos adjetivos con que define al pobre. Pero, además, dice que miserable es “avariento, perverso, abyecto, canalla”. Entonces pobre y miserable no son lo mismo, y por lo tanto se puede ser pobre sin ser miserable y al revés.
En México estamos viendo a muchos miserables. Hay entre nosotros personas que venden y personas que compran a una bebé por unos cuantos miles de pesos, hay entre nosotros personas que cambian a un niño (el suyo), por un terreno. Su argumento para hacerlo es que son pobres, que quieren tener los bienes que hoy se han vuelto “necesarios” para vivir, para tener autoestima y autorrealizarse, como dice Maslow.
Pero en realidad son miserables. A ellos se les aplica lo que dice una personaja pobre de Poniatowska: “Soy peor que la basura, no soy nada. Soy basura porque no puedo ser otra cosa”.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
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