4/06/2011

El control sobre las reformas constitucionales


Lorenzo Córdova

La semana pasada la Suprema Corte de Justicia de la Nación cerró definitivamente el largo capítulo de la validación de la reforma electoral de 2007 al sobreseer por mayoría de siete votos el así llamado “amparo de los intelectuales”, por considerar que ese recurso no es idóneo para impugnar la constitucionalidad de las reformas constitucionales.

Para quienes estamos convencidos de la apuesta democrática de esa reforma y de la pertinencia del modelo de comunicación política (con todo y la coincidencia en que habría que pensar en un uso más racional de los tiempos del Estado que no a través de spots como hoy ocurre) es una noticia positiva. La resolución zanja definitivamente la validez y la vigencia de las normas electorales que regirán las futuras contiendas electorales, empezando por la de 2012, y tener certeza sobre las normas que rigen el juego electoral, con independencia de que se coincida o no con lo que prescriben, es una condición indispensable de la vida democrática y eso es bueno para todos.

Además, con la decisión de la SCJN se conjuró el catastrófico escenario de que hubiera algunos sujetos amparados y, por ende, exceptuados de las normas electorales y el resto de la sociedad no, que describí hace unas semanas en este mismo espacio. Para ser honestos, la verdad era muy remoto que las pretensiones de los intelectuales prosperaran (y, a pesar del rasgamiento de vestiduras que hemos presenciado en días pasados, creo que había conciencia de ello); incluso el proyecto originario que había preparado el ministro Ortiz Mayagoitia (quien al final del día cambió su criterio y votó con la mayoría) y que planteaba aceptar la procedencia del amparo como vía para impugnar los cambios constitucionales, rechazaba que se hubiera violado el procedimiento de reforma y negaba la razón a los quejosos.

Insisto en algo que he venido sosteniendo: es absurdo que el amparo se acepte en los términos obsoletos y caducos que todavía hoy lo caracterizan (empezando por la relatividad de sus sentencias), como una legítima vía para impugnar las reformas constitucionales; para el caso era más lógico aceptar a las acciones de inconstitucionalidad como una vía en ese sentido dado que éstas tienen como consecuencia la invalidez total de la norma impugnada y no sólo su inaplicación para el actor (aunque es cierto que sólo ciertos sujetos públicos o de orden público pueden interponer las acciones y no cualquier ciudadano), pero esa misma vía había sido rechazada en 2008 precisamente ante la impugnación de algunos partidos contra la reforma constitucional electoral.

En suma, me parece que la decisión de la Suprema Corte era previsible y lógicamente sostenible. Ello no significa, sin embargo, que en el futuro no sigamos discutiendo sobre si es legítimo abrir alguna vía para impugnar las reformas constitucionales y sobre si el eventual control puede ejercerse sólo en cuestiones de procedimiento o también de fondo, pero también es cierto que esa decisión deberá ser tomada, en su caso, por el órgano reformador de la Constitución y no a partir de una sentencia autoatributiva que pudiera hacer la Suprema Corte. Lo que sí es cierto es que, insisto en ello, los mecanismos actualmente existentes —y particularmente el amparo— no fueron pensados con ese fin.

Una última anotación ante la reiterada falacia que algunos de los intelectuales que se habían amparado han venido sosteniendo en el sentido de que los particulares no pueden contratar publicidad durante los procesos electorales, mientras que los partidos y el IFE sí pueden: nadie, ni particulares, ni partidos, ni candidatos, ni autoridades electorales, ni otros órganos públicos pueden contratar publicidad durante las elecciones para influir en las preferencias electorales. Que los partidos tengan acceso a la radio y la televisión a través de los tiempos del Estado es algo diferente a que puedan contratar publicidad. Además, la prueba de que los intelectuales, los grupos empresariales, y en general todo ciudadano, mantenemos incólume nuestra libertad de expresión es que si alguien quiere públicamente manifestar su rechazo o preferencia por algún partido o candidato de cara a las próximas elecciones presidenciales (como más de uno legítimamente lo hará) tiene todo el derecho de hacerlo, lo único es que, como ocurre en muchas de las democracias consolidadas en el mundo, no podrá hacerlo comprando publicidad y eso, insisto, para mí es una muy buena noticia.

Investigador y profesor de la UNAM

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