10/28/2014

Corrupción e incompetencia

José Ramón Cossío
Los acontecimientos de los últimos días han abierto la discusión sobre la gravedad de la corrupción imperante en el país. Los asesinatos de los normalistas de Ayotzinapa y de las personas de Tlatlaya, pusieron de manifiesto la profundidad de la corrupción policiaca y una innegable fusión entre Estado y delincuencia. Desde ahí, muchos se están preguntando por los niveles de corrupción política y política-empresarial. Lo que durante años ha sido un modo de vida para muchos, empieza a ser cuestionado. Lo acontecido y el presente sirven de punto de partida para la indignación. Lo que está por venir acrecienta el sentimiento al poderse prever que las nuevas áreas de desarrollo económico generadas con las reformas recientes, pueden dar lugar a una corrupción enorme, a la formación de nuevas y concentradas riquezas, a la aparición de nuevos ámbitos y agentes corruptores. 
Para salir del marasmo nacional de la caótica y poco esperanzada situación en que nos encontramos, combatir la corrupción es necesario, pero no suficiente. Hay un ámbito de la vida que en ocasiones se confunde con la corrupción, pero que en realidad es distinto. Me refiero a la incompetencia para conducir los asuntos públicos por parte de muchos de los que tienen la responsabilidad de hacerlo. 
Al considerar los acontecimientos que cotidianamente vemos o de los que se nos informa, son perceptibles una gran cantidad de errores. Falsas proyecciones de las que derivan importantes decisiones; identificación de cadáveres, de los que dependen procesos judiciales; deficiente elaboración de normas legales o reglamentarias, de las que dependen concretas acciones humanas, públicas o privadas. Lo equivocado en estos actos puede deberse a un error de diagnóstico, de diseño o de ejecución. Lo relevante es que con base en lo que se haya hecho, otros llevarán a cabo actos con indudables consecuencias individuales o sociales. Mucho de lo mal que se hace, parte de las acciones públicas, no tiene que ver con actos de corrupción, no proviene del soborno o de la “mordida”. Muchas veces no son necesarias éstas para que un curso normal de acción se desvíe intencionalmente a efecto de impedir que alcance su resultado ordinario, o de plano otro completamente distinto. 
Lo que en muchos casos sucede tiene que ver con la falta de pericia técnica de quien o quienes llevan a cabo las acciones públicas. Sin buscar cadáveres, se encuentran fosas, se extraen los cuerpos con precipitación y se pierden valiosos datos para la investigación. Se acumula información de víctimas, pero no hay un registro confiable contra el cual contrastarla. Se lleva a cabo una gran reforma constitucional, pero se descuidan tanto los conceptos, que la legislación pensada como origen de soluciones, termina siendo origen de males. 
Una de las características definitorias de nuestro tiempo es la presencia de diversas racionalidades en competencia. La economía, la ciencia, la técnica, el derecho, por ejemplo, compiten y se complementan para constituir formas predominantes de convivencia y ordenación sociales. Si el mundo está racionalizado en saberes y se pretende actuar sobre él, ¿no sería deseable entender tales saberes? Por interesante y prestigiosa que sea, “la grilla” no produce ese tipo de conocimiento. Genera otro que determina formas de compromiso personal, arreglos o acuerdos. Más allá de lo que tenga de rescatable, en mucho es inútil para la recomposición social que demanda, además del acuerdo, conocimientos técnicos. 
Mucho del desorden presente se debe, es cierto, a los altos niveles de corrupción con que hemos vivido y se mantienen. Sin embargo, una parte de ellos tiene que ver con la incompetencia de quienes tienen que actuar. Exigir transparencia y rendición de cuentas es importante. Demandar capacidad en quienes deciden, también lo es.
Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

@JRCossio 

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